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Cada país, cada territorio, posee una habilidad, una suerte de arte característico. Existe un abanico no pequeño de colores donde enmarcarlo, pero creo no confundirme si digo que aquí se domina, como en ninguna otra parte, el arte de la socarronería. Si ustedes hubieran estado en la sala dos de la Audiencia Provincial aquella tarde, me darían la razón.

Cuando el magistrado presidente, el García más relajado de los que habíamos conocido hasta aquel momento, pidió la presencia del segundo testigo de la defensa y Fidel Jaramillo, alias el Gordo, entró en la sala, tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no soltar una carcajada. El mote le iba que ni pintado. Era la viva imagen de un espárrago triguero, con cuello de jirafa y menos carne sobre la osamenta que la que queda de un pollo asado en un comedor de beneficencia.

El recién llegado —cabello plateado, rostro anguloso y boca pequeña— rondaba los cincuenta, y contaba con el aire triste de quien ha perdido definitivamente la esperanza.

—Lamentamos haberle hecho abandonar a su esposa enferma, inspector, pero el juicio tenía que continuar. Esperamos que se recupere pronto —le dijo García, quien, por una vez, se expresó como un experto, con ideas claras y concisas, muy de agradecer en un tema en el que podía haberse encasquillado con facilidad—. Sé que viene de un largo viaje. Si prefiere, puede usted sentarse y declarar en esa posición.

Jaramillo, sudando por los ojos y por los sobacos, lo agradeció con un gesto. Juró y ocupó la silla.

Comenzó la defensa, encabezada por Fulano, que, en ningún momento, giró la cabeza hacia el fondo de la sala donde Paco, Salomé y yo nos habíamos sentado.

—Con la venia. Le doy las gracias por acudir hoy a esta sala, inspector. Como sabe, este tribunal juzga a su compañero Rafael Torino por delitos muy graves. Varios testigos que convivieron con él en un pasado lejano o que le han tratado de refilón han especulado ante este jurado sobre su personalidad, lo que era o no era capaz de hacer, o si es honrado o no lo es. Sin embargo, todos esos testimonios son, de alguna manera, visiones lejanas o miopes de mi defendido. Ese es el motivo por el que comparece usted hoy aquí: ¿quién mejor para hablarnos del verdadero Rafael Torino que su compañero? Si no me equivoco llevan seis años trabajando juntos, codo con codo, y día tras día.

—Así es, seis años y seis meses.

Su voz sonaba fuerte, pero se quebraba con facilidad. Aquel hombre tenía los nervios destrozados. Sería un buen testigo, si es que Pérez había logrado atar cabos.

—Eso es bastante tiempo. Suficiente para que nos cuente quién es. Pero antes le recuerdo que está usted bajo juramento. Y, en ese contexto, quisiera preguntarle si declara usted con libertad. Es decir, si, de alguna manera, su relación con mi defendido le obliga a decir cosas que, de no existir esa dependencia, usted no declararía.

Jaramillo sopesó la pregunta. Me di cuenta de que miraba de refilón a Torino, que permanecía impasible, con la espalda muy recta, y el gesto mayestático.

—Verá, es mi compañero. Le aprecio. Es más, le quiero como a un hermano. Me ha sacado con bien de circunstancias comprometidas, lo mismo que yo he hecho con él, pero eso no me ata la lengua, en absoluto. Me siento libre para declarar, si es a eso a lo que se refiere.

—Sí, exactamente, gracias. Inspector Jaramillo, solo voy a formularle dos preguntas. Serán muy sencillas, y quisiera que me las contestara también con sencillez. La primera es esta: se ha puesto en entredicho la fiabilidad y honorabilidad de mi defendido. Dígame, según su opinión, ¿es el inspector Torino una persona de fiar? Si tuviera que confiarle su vida, ¿lo haría? ¿Cree que le dejaría en la estacada por cualquier motivo; por ejemplo, por dinero?

Su respuesta salió tan rápida de su boca como la bala del cañón de su arma.

—¡Naturalmente que es de fiar! Puede creerme: lo sé, me lo ha demostrado en multitud de ocasiones. Torino nunca dejaría tirado a un compañero por dinero o por otras cosas.

—Gracias. Respuestas simples y contundentes, eso es lo que el jurado espera. Sin embargo, en el registro que la policía efectuó en su domicilio, se localizaron una cierta cantidad de dinero y otro montante de droga. ¿Cómo explica eso?

Esbozó un gesto de disgusto y luego empezó a menear la cabeza a un lado y al otro.

—Es evidente que alguien ha preparado esa escena. Pondría la mano en el fuego y no me quemaría: nunca, jamás, Torino haría una cosa así.

Fulano se detuvo un instante, haciendo que el jurado ansiara que continuara. Lo hizo con gran aplomo.

—Si bien mi segunda pregunta no se aleja del tema que nos ocupa, resulta algo más comprometida. Tómese el tiempo que necesite para responder, pero sea preciso, se lo ruego. Verá, se juzga a su compañero por asesinato. En esta sala no hemos visto el arma, ya que no ha aparecido. Las evidencias son endebles y están plagadas de imprecisiones. De modo que una duda fundamental sigue rondando esta sala: ¿es o no es mi cliente capaz de matar a un delincuente a sangre fría? En la lista de testigos de la defensa figura un psiquiatra. Es posible que, dado el estado del juicio, no sea preciso subirle al estrado, pero tengo por cierto que nos explicaría que comportamientos sanguinarios como dar muerte a otro a sangre fría, a excepción de la defensa propia, no se improvisan: se deben a la acumulación de hechos similares o cercanos, de extrema violencia, de desprecio de la ley y un largo etcétera. Dígame, señor Jaramillo, en su opinión, ¿mi defendido cuadra con ese perfil, es un hombre capaz de sacar un arma y disparar a otro ser humano a sangre fría para robarle? ¿Posee los signos característicos de un asesino?

—No necesito tiempo para pensar, señor abogado. Mi respuesta es inmediata y tajante: no, no lo es. Torino no lo haría nunca. Es imposible.

—Gracias, inspector. Señoría, he terminado. No tengo más preguntas.

Fulano se sentó. El magistrado presidente se volvió hacia Pérez.

—¿Formulará la fiscalía preguntas?

Pérez se puso en pie y proyectó una sonrisa.

—Con su venia, lo haremos.

Clavé los ojos en él. Presentaba mal aspecto. Ojeras. Su cara reflejaba cansancio, pero no de desesperación. Aquello me animó. Me cercioró de que había avanzado en el tema, investigado, indagado y, en el mejor de los casos, hallado. De ser así, el interrogatorio que escucharíamos sería del todo desagradable. De no serlo, estaríamos muertos.