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El resto de la tarde (hasta las siete no se reanudaba el juicio) se deslizó por Romaní y asociados con la exasperante lentitud de una manada de caracoles viejos.

Al principio, permanecí en la sala de estar, junto a Salomé y Paco, que, sentados en el sofá de rayas, mataban el tiempo a su manera, es decir: viendo la televisión. De cuando en cuando intercambiaba con ellos una mirada de súplica, que a lo sumo era correspondida con una sonrisa forzada. Finalmente, desistí y me trasladé a mi habitación.

No tengo nada en contra de su método, el protocolo contra el miedo es muy personal, pero escuchar a víboras lanzando veneno a otras víboras todas sentadas en el mismo plató no es mi forma de enfrentar una situación como la que teníamos delante. Por eso, me encerré en mi dormitorio, me tapé los oídos con pelotas de algodón e intenté dormir un rato.

Lo intenté con todas mis fuerzas, esa es la verdad, pero no lo conseguí. Y para matar el tiempo, me puse a pensar cómo discurriría la tarde para Pérez y Fulano. Imaginé al pobre fiscal, con una jarra de café sobre la mesa, luchando contra el reloj. En poco más de tres horas debía localizar las pistas desperdigadas por el sumario, leer los detalles ofrecidos por el periódico y entrevistarse por enésima vez con el equipo de policía científica que había investigado a Torino, a fin de discernir cuáles de aquellas informaciones podían tener visos de verosimilitud. Y, si eso fuera poco, estaban las réplicas que aquella portada estaba provocando en Internet. Las primeras noticias sobre la supuesta cuenta suiza de Lupo habían llenado la red. El foro de policías echaba humo. Los relatos a favor y en contra del inspector y de la prensa se sucedían. Circulaban nuevos datos sobre tropelías policiales y falsedades periodísticas, y sobre la independencia de la justicia. De boca en boca, de e-mail en e-mail se transmitían detalles sobre la vida y costumbres de lujo, imágenes furtivas tomadas quién sabe por quién. Leyendo aquel foro, más de una vez sentí el impulso de entrar con un nombre ficticio e informar al mundo de que disponía de los números que la fotografía de la joven becaria del diario no había captado. Sin embargo, no sé por qué, no lo hice.

Mi mente dedicó menos tiempo a Fulano. Debo reconocer que fue pensando en él cuando sufrí instantes de pánico. Le habíamos dado tiempo de reacción, y eso, en un tiburón, podía resultar muy peligroso.

De la habitación contigua llegaban risas enlatadas y música que los improvisados tapones solo lograban mitigar. Empezaba a ponerme muy nervioso. Sabía que solo había una cosa capaz de calmarme. Segundos después, estaba llamando a Chantal, pero no era mi día de suerte: salió el buzón de voz. Escuché el clic, pero no dejé ningún mensaje. Tendría que pensar cómo arreglar aquello, pero sería más tarde. Me di una larga ducha. Volví a afeitarme. No veía el momento de salir de allí. Finalmente, a las seis, mucho antes de lo previsto, no pude soportarlo más y avisé a Paco y a Salomé de que me marchaba.

—Nos vemos en la Audiencia. Cerrad las ventanas antes de salir, por favor.

Paco arrugó la nariz, pero no desprendió los ojos de la pantalla. Salomé me hizo un gesto con la mano, mientras sentenciaba:

—¡Mira que eres rarito, Efrén! Hace un calor que te mueres, ¿por qué te vas, con lo bien que se está aquí?

No contesté. Salí. Tenía el estómago revuelto, y las náuseas me oprimían el estómago. Fui directo a la heladería.

—Póngame el helado más pequeño que tenga. De chocolate, por favor.

—¿Está seguro de que prefiere el pequeño? El grande trae más a cuenta —me respondió la joven heladera.

—Estoy seguro, sí.

Pagué.

—Le deseo mucha suerte, señor —recibí como respuesta.

—¡Dios te oiga! —murmuré mientras me alejaba.