Paco y su mujer se marcharon y me quedé solo. Al rato, escuché unos golpes en la puerta (la esposa del detective había olvidado el bolso). Luego, volvió el silencio y lo llenó todo definitivamente. Maquinalmente, me lavé las manos y la cara y me dispuse a preparar la cena. El contacto con el agua fría no causó el efecto esperado: me asfixiaba. Abrí las ventanas, pese a la lluvia.
Me gusta el silencio. Sin lugar a dudas, lo prefiero al ruido. Salvo cuando duermo la siesta, me irrita el eco de fondo. Pero, en ese instante, hubiera preferido tener la casa llena de gente, que Salomé me torturara con el sonido estridente de sus tacones sobre el terrazo, o que algún infortunado viniera a contarme su aciago destino de parado de larga duración.
Pero el mutismo se empecinó y no pude dejar de prestarle oído. Y ponerme a pensar.
Cuando tenemos el ánimo ocupado en un asunto, todo lo que nos rodea se vuelca sobre él. Yo aquella noche me la pasé divagando sobre los genes. El miedo (la imagen de Torino apareciendo en la puerta del cuatro duplicado y moliéndome las costillas a puñetazos) había dejado paso a otro tipo de angustia, la del mito que se desmorona, la del destino al que le quiebran las alas.
Dicen que cada cual es autor de su propia biografía. Permítanme que lo dude, al menos en parte. No pretendo negar la libertad humana. Llevamos las riendas; empuñamos la pluma con nuestro hacer y nuestro deshacer. Pero la vida es como un disparo a larga distancia. Hay tantas circunstancias externas, tantos elementos que afectan a la trayectoria de la bala que acertar en la diana de la felicidad parece un milagro o pura casualidad. Y uno de los más importantes factores es, sin duda, la genética. Muchos maltratadores son hijos de maltratadores y ellos mismos han sufrido maltrato en sus propias carnes. Paco, probablemente, engendrará hijos borrachos.
Y yo tengo padre.
¡Dios, cómo cambió mi vida enterarme de aquel detalle! En mi mente, su imagen de guerrero intrépido, que no se detiene ni ante los silbidos de las flechas, perdió de un plumazo su barniz. El sabio de ancha frente, capaz de escudriñar las entrañas del mundo y los límites del universo, se transformó en un monstruo. Lo había tenido por un hombre sereno y bienintencionado, humilde para encajar los golpes de la vida, y soberbio para hacerlo sin bajar los ojos, sin cólera, con una sonrisa. Lo había tildado de trabajador, de piadoso, de amigo de sus amigos, de buen marido, buen padre y buena persona… Todo eso acababa de saltar por los aires. Él ya estaba muerto. Pero me había dejado su herencia: un bajo en el cuatro duplicado, unos ahorros… y sus malditos genes.
En aquel momento, me empeciné en recordar a aquella mujer enigmática, elegante y silenciosa que había acudido a su funeral. ¿Quién era? ¿Desde cuándo se conocían? ¿Acaso mi padre había sido capaz de engañar a mi madre sin que ella se enterarse? O quizás ella sí tuviera noticia de la segunda. Sí, quizás lo supiera y no había dicho nada. Acaso, por eso, al enfermar murió tan pronto. Quien es capaz de extorsionar con tanta alevosía es capaz de engañar a su mujer.
La duda corrosiva, como la leña verde arrojada a la hoguera joven, desprendía sonidos de alarma. Ya nada estaba en su sitio. Otra vez bajo el fuego. Lo respetaba, ¿saben? Veneraba a mi padre y su forma de enfocar la vida. Por eso me había comportado tantas veces como el idiota del colegio, aunque no tengo un pelo de idiota (o eso creía); como el bueno y el tonto de la película. Pero aquella noche viví en mi interior una auténtica y definitiva insurrección. Fue como si el fantasma de mi padre, con un rictus burlón en los labios, hubiera convocado a todos mis enemigos, a los antiguos y a los nuevos, para jactarse del hijo tonto, del «inocente gordo», y me gritara: «¡Por fin, Efrén, bienvenido al mundo real, el de todo vale, el de sálvese quien pueda!».
Y eso fue lo que hice: acepté sin reservas el plan propuesto por Paco y me tomé un par de pastillas para dormir. Pero, antes, envié un mensaje a Fulano, el que iniciaba la partida, el peón que abría el juego: «Necesito que, mañana por la tarde, tu testigo, el inspector Jaramillo, declare con un par de horas de retraso. Informa al juez, textualmente, de que su mujer está enferma de cáncer. Que están llegando de los Estados Unidos, donde la tratan, y que el avión se ha retrasado».