Las cajas, en número de ocho y llenas hasta los bordes, llegaron una hora después con un mensajero. Y, si bien no sabía qué debía buscar, me enfrasqué en la lectura de inmediato. Ingenuamente, di por supuesto que el dato, de alguna manera, me localizaría a mí. Un grave error. A la media hora estaba rodeado de papeles y sin saber cómo proceder.
Me hallaba solo en casa. Salomé se había marchado inmediatamente después de Fulano, sin mentar palabra. Paco había ido en busca de un tipo que, a su vez, conocía a otro que era amigo personal del Gordo (no sé si lo he dicho ya, pero es el apodo por el que se conoce a Fidel Jaramillo, el compañero de Torino).
Sin plan ni estrategia, me pasé el resto de la tarde leyendo declaración tras declaración, según habían sido almacenadas. A ratos, el sopor resultaba insufrible, el sueño me vencía y caía medio dormido sobre los papeles. Entonces, me levantaba, me mojaba la cara y regresaba al trabajo. Estaba tan concentrado que perdí la noción del tiempo. Cuando quise telefonear a Chantal, habían dado las nueve.
—¡No sabes cómo lo siento! —le dije cuando respondió a mi llamada—. Estoy leyendo un inmenso sumario y se me ha ido el santo al cielo. Perdóname. Y tú, ¿qué tal la guardia?
—Densa y espesa. Por eso me alegra escuchar una voz que no narre problemas y más problemas.
«¡Si tú supieras!», pensé. Pero no fue eso lo que dije.
—Espero que, al menos, tu noche sea tranquila.
—Hay un tipo en una celda a disposición judicial que se empeña en autolesionarse y culpar a los guardias. A ver si los medicamentos le duermen y conseguimos que se calme. Luego, mi vida será más fácil. ¿Quieres que tomemos un café cuando acabe?
No contaba con que ella tomara la iniciativa. Maldije a Justiniano, a sus digestos y a todos los jurisconsultos a su servicio que me impedían acudir a esa cita tan ansiada. Y, con mucha pena, respondí:
—Hoy me va a ser imposible. De hecho, creo que no podré siquiera acostarme: ¡me falta muchísimo! ¿Lo intentamos mañana?
No me hizo preguntas. Solo esperó a que le diera una razón con más peso. Como no lo hice, se limitó a asegurar que lo comprendía, pero su desagrado resultó evidente a mis oídos. Sin embargo, nada podía hacer: luchábamos contra el tiempo y estábamos en la cuerda floja. No cabía otro remedio.
Aún estaba despidiéndome de Chantal cuando apareció Paco. Llevaba un palillo entre los dientes, en vez de un cigarrillo, algo raro en él, y un repertorio de seis latas de cerveza en la mano. En el mejor de los casos, diré que olía a barril… Mejor no mencionar lo peor.
—¿Tu novia? —preguntó, cuando vio que colgaba.
—Solo una amiga. ¿Cómo ha ido la cosa?
Se sentó en el sofá, abrió una de las latas de cerveza, bebió la mitad de su contenido y dijo:
—Interesante; sí, creo que ha sido interesante. ¡Anda, siéntate y tómate una cerveza conmigo! Están fresquitas y hay suficiente para los dos.
—No, gracias. Iré a por una Coca-Cola y cuando regrese me contarás con pelos y señales eso que resulta tan interesante.
Traté de mostrar calma, pero era casi imposible. Solo rogaba para que la cogorza que Paco llevaba puesta no le aniquilara la consciencia antes de hablar conmigo.
—Verás, amigo, llevo días intentando dar con el Gordo, sin resultado. No acudía a ninguno de los bares que habitualmente frecuenta, ni aparecía por el trabajo porque, al parecer, se ha tomado unos meses de permiso sin sueldo. Empecé a pensar que lo habían retirado del mercado para que nadie pudiera dar con él. Pero no era esa la razón. El tío estaba de viaje: nada menos que en los Estados Unidos…
Empecé a perder la paciencia. ¿Qué nos importaba a nosotros si el policía estaba en tal o cual sitio?
—Vale, de viaje por las Américas. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros?
—Pues mucho. Está allí porque su esposa está enferma. Tiene un cáncer avanzado y muy agresivo. Desahuciada por el hospital Central, se la ha llevado a una clínica yanqui, creo que se llama el Monte Sinaí o algo así, donde ofrecen un tratamiento experimental que parece estar dando bastantes buenos resultados. Les inyectan no sé qué cosas y luego los operan. O quizás sea al revés, no me he enterado bien.
Creo que cualquiera, menos Paco, podría haber visto el humo saliéndome por las orejas.
—Es una pena. Lo siento por él y por su esposa, Paco, pero a nosotros ni nos va ni…
Levantó la mano para hacerme callar.
—¡Eh, abogado, no te embales! Que me cortas el discurso antes de que llegue lo bueno. Escucha bien: supongo que te imaginas que el tratamiento en cuestión vale un huevo. Intervención, estancia, inyecciones y esas cosas. ¿A que no adivinas quién lo paga?
En ese momento, se me encendió la luz. ¡Ahí teníamos las pruebas! ¿Cómo un policía que cobra sueldos de risa puede permitirse tratamientos experimentales en Nueva York?
—¡Tengo que buscar su declaración! —exclamé—. Allí hablará de sus finanzas. Había medio millón sobre la mesa, algo tuvo que decir, ¿no?
—Sí, tendrás que buscarlo. Pero hay algo más importante en lo que debemos pensar.
—¿Ah sí, en qué?
—En encontrar la forma de que el fiscal y el jurado se enteren de estos hechos. Tenemos la copia de una transferencia donde se detalla un número de cuenta, pero no su titular: nosotros y Fulano sabemos que es de Torino, pero no podemos probarlo. Podemos hacernos con las facturas de ese hospital, que sabemos que las ha pagado Torino, pero tampoco podemos probarlo. En dos platos, que de nada sirve que lo sepamos tú o yo si el fiscal y el jurado lo desconocen. Por eso, he…
—¿Has qué?
Paco se lamió el brazo. Perseguía unas gotas de cerveza que habían resbalado por él. Aquella era la última lata.
—¡No me hagas trabajar más, abogado! Este detective lo tiene todo previsto, pero está tan borracho que no puede ni hablar. Me voy a tumbar un ratito, si no te importa. Cuando se me pase, te lo cuento. Tú mientras ve mirando qué encuentras en esas cajas, ¿vale?