Me llevó de nuevo a la zona turística, a una terraza. «Es por los micros», justificó.
Con casi cuarenta grados a la sombra, en el lugar no había un alma. Nos sentamos en una esquina, donde amagaba un poco la sombra. Aunque eso de amagar es mucho decir: de cubrirme con gorro de piel de foca y calzarme con botas de borreguillo no hubiera sudado tanto.
Paco pidió un gin-tonic; yo, un cubata, con la Coca light, para no pecar más que levemente. El detective se lo terminó de un viaje, llamó al camarero y, con un gesto, pidió otro. Me dio un disgusto: estaba claro que pagaba yo y que el hostelero se iba a resarcir con nosotros de no tener más clientes.
—Anda, Paco, no te hagas de rogar más: cuéntamelo antes de que me dé una insolación.
Suspiró. Un suspiro hondo, intenso, preocupado.
—De acuerdo, allá voy: tu antiguo jefe no es abogado.
Me eché a reír.
—¡Venga, tío, no me tomes el pelo! Lo he visto con mis propios ojos: hay un título que cuelga flamante enmarcado de la pared de su despacho. ¡Pero si hasta ha ampliado estudios en Harvard!
—Precisamente…
Aquello era demasiado. Esta vez fui yo el que hizo un gesto al camarero. Lo mismo para los dos.
—Verás, Efrén, conseguí hacerme con su expediente. No directamente, claro, no me lo hubieran dado. Pero, en fin, uno tiene sus contactos. El caso es que eché un vistazo a sus notas…
Le detuve.
—¡Un momento, no tan deprisa! ¿Por qué miraste su expediente, qué se te había perdido allí?
—A mí nada, solo seguía el rastro de tu padre. Antes de ser portero en el Teatro Real, trabajó de ordenanza en una universidad de Madrid, supongo que lo sabes.
—Naturalmente, en la facultad de Derecho.
—La misma facultad en la que Fulano se graduó. Había un punto de contacto, un hilo del que tirar, y lo seguí, eso es todo. Me hice con todos los datos que pude conseguir, uno de ellos, su expediente. Lo miré por si le habían amonestado, o si figuraba algún detalle que se me escapara. Me picó la curiosidad y eché un vistazo. No es que fuera un lince: aprobados, algún notable y bastantes cates arreglados en convocatorias extraordinarias. Una de las asignaturas —Derecho Procesal, concretamente— había sido aprobada el curso en que terminó los estudios, en cuarta convocatoria. El examen se celebró el 13 de septiembre, para ser exactos. Pero según los datos de su visado y del título que le confirió la Universidad de Harvard, nuestro hombre había entrado en los Estados Unidos el día 28 de agosto y no regresó hasta el mes de mayo. Eso hacía imposible que se hubiera podido examinar el día 13. En fin, que el dato desentonaba y llamó mi atención, de modo que localicé las actas originales del profesor de la asignatura. Eran de hace mil siglos, pero lo logré: la asignatura figura con la calificación de suspenso.
—De modo que logró falsificar el expediente y que le expidieran el título, pero olvidó modificar el acta original.
—Exactamente.
Aquello era un bombazo en toda regla. No sería la primera vez ni probablemente la última en que la prensa recogiera una noticia de ese tipo. Yo mismo había leído una denuncia a un eminente cirujano, catedrático en alguna universidad de la capital, de quien alguien había averiguado algo similar. Sin embargo, había algo que no me cuadraba.
—Todo eso está muy bien: es una noticia excelente para mis propósitos, pero no entiendo cómo pudo enterarse mi padre de ello.
Se sonrió maliciosamente.
—Eso es lo más divertido de todo. Que las grandes figuras de mundo no se dan cuenta de que están rodeadas de humildes servidores que todo lo ven y todo lo oyen. Los organismos más peligrosos son microscópicos. ¡Es fascinante!
—Por supuesto, fascinante. Pero explícamelo que no lo entiendo.
—Mira, tú habrás visto tus calificaciones en alguna página web, pero entonces se empleaba el sistema de papeletas. El profesor las rellenaba y se las entregaba al ordenanza, que las distribuía entre los estudiantes, a petición. Se producían largas colas ante sus garitas, con exclamaciones de alegría o lloros, según los casos. ¿No has encontrado una papeleta de Fulano en casa de tu padre?
—Entre sus papeles no, la verdad. Pero no he buscado a fondo. Además, ¿por qué habría de tenerla mi padre?
Otro cigarro. El cuarto gin-tonic. Paco tenía la lengua suelta y yo el bolsillo temblando.
—La composición de lugar que yo me he hecho es esta: en aquella convocatoria extraordinaria del mes de septiembre, el profesor de Derecho Procesal entregó a tu padre su taco de papeletas. Todos los estudiantes fueron a recogerlas, menos Fulano, que estaba en los Estados Unidos. Tu padre le conocía: vivían en la misma ciudad; seguro que habían charlado de ella en varias ocasiones. Tu padre se la guardó para entregársela en persona; calificación: No presentado. Pero cuando se fue de vacaciones, se enteró de los chismes que circulaban, entre ellos, que Fulano había finalizado brillantemente sus estudios y se había ido a ampliar horizontes a los Estados Unidos. En su mano tenía la prueba de que aquello era falso. Es muy posible que Fulano no dijera nada en casa, y que pagara a algún administrativo de la universidad para que cambiara aquel «detalle», o puede que fuera su familia quien lo arreglara. El caso es que tu padre lo sabía. No dijo una palabra a nadie: cuando terminaste, fue a verle, le mostró esa papeleta y le exigió que te admitiera. Un chantaje a baja escala, elegante. A Fulano no le quedó más remedio que hacer lo que le pedían. Y, por las mismas, te despidió el día en que él murió.
Recordé cómo le abandonó el color cuando, el día de su funeral, le dije que mi padre había dejado un sobre para él. En aquel instante, entendí los porqués.
—¡Tengo que encontrar esa papeleta! —chillé.
—¿Por qué? ¿Para qué? No hace ninguna falta: con que él crea que la prueba está en tu poder es suficiente. Lo que tienes que pensar bien es qué quieres hacer. Si lo haces público, vas a echar por tierra la honorabilidad de una familia completa, amén de anular todas las causas en las que haya intervenido. De acuerdo, Fulano y sus hijos no son un dechado de virtudes, pero, desde mi punto de vista, tu padre tampoco lo era. Es como para pensárselo. Hasta ahora solo reaccionábamos a sus puñaladas, pero ahora…, esto es ya de malas personas.
—¿Reaccionábamos? ¡Le preparaste una escena en su propia casa! —chillé.
—Eso es reaccionar. Tú, en este momento, te estás extralimitando…
No pude contraatacar: a mi compañero de cogorza le sonó el móvil. Era un número oculto. Al verlo, el color se le fue de la cara.
—¿Qué ocurre, Paco?
—Nada bueno.
—¿No vas a contestar?
Se levantó y se marchó. Regresó en un par de minutos, blanco como una tiza. Llamó al camarero y pidió que le trajeran la botella de whisky y un vaso limpio, con hielos.
—¿Me puedes decir qué ocurre?
Ocultó la cara entre las manos y empezó a sollozar.
—¿Me puedes decir qué pasa? ¿Se te ha muerto alguien, hemos perdido el juicio?
Negó con la cabeza.
—¡Saben que estoy en el ajo, Efrén, lo saben!
—¿Quién? ¿En qué ajo? ¡No te entiendo, y me estás poniendo nervioso! —exclamé.
—Estos días he andado indagando aquí y allí. Fui a La ballena azul, que es donde el Gordo (así es como llaman al compañero de Torino) se pasa las horas. No estaba, pero hablé con el Peluche, el camarero, que es una especie de enlace de unos y otros. Es el que me acaba de llamar.
—¿Desde una identidad oculta?
—Precisamente. Por eso conserva su puesto desde hace tanto tiempo. Me ha dicho que una mujer morena, gorda y de buenas tetas (no me ha dado más señas) ha dejado un sobre urgente para mí de parte de nuestro «común amigo», que no puede ser otro que Torino.
—¿Torino? ¿Un sobre para ti? ¿Y qué es lo que contiene?
Volvió a sollozar.
—¡Una bala, tío, una bala! Tengo que llamar a mi mujer y decirle que deje todo y se vaya lo más lejos que pueda. Aunque ya sé qué va a contestar…
Me quedé petrificado. No pensaba que pudiera llegar tan lejos.
—No sabes cómo lo siento, Paco. Te lo digo de verdad.
—Más lo siento yo. Y ahora que ya estamos todos en el mismo barco, dime, ¿cómo vamos a utilizar a tu antiguo jefe?
—¿Pero no decías que no te parecía ético?
—Se ve que me faltaba nivel de whisky en sangre. Anda, pensemos cómo arreglar este galimatías.