Paco y Salomé llegaron cuando estaba terminando de fregar la sartén: como es antiadherente la trato con sumo cuidado. Me sorprendió el aspecto de la secretaria. Llevaba el pelo pintado con mechas color fresa, algo, simplemente, grotesco, que me abstuve de comentar.
Se sentaron en la cocina, ambos abrazados a un inmenso bocadillo de jamón con tomate comprado en un bar cercano. Cedí a Paco mi silla del respaldo pero antes le advertí de que no se sorprendiera porque produce un extraño crujido cuando te mueves. Sin embargo, curiosamente, con Paco no crujió. Me estuve fijando un rato hasta descubrir así otra de las dolorosas verdades de la vida: he perdido casi cuarenta kilos, pero, según mi silla, continúo estando gordo.
—¿Tan mal está la cosa? —preguntó Salomé.
—Paco y yo diferimos, Salomé. Yo digo que pinta muy mal y él solo lo ve gris oscuro. En cualquier caso, no está claro que lo condenen. Además, debes saber que Paco ha descubierto que tus intuiciones eran certeras: a Cris la han comprado. Barata, por cierto: dos mil quinientos euros, de momento. Apelará a la puñetera duda razonable y la cagaremos —me desahogué.
—Pero, Paco, ¿y el medio millón? ¿Y las drogas? ¡Cuando me desprendí de ellas para que las pusieras en su casa me aseguraste que así le pillaríamos!
—Y lo hemos hecho: le están juzgando, pero, al parecer, no es suficiente. Sin el arma, siempre hay una duda razonable.
—¿Y no puedes encontrar otra parecida y ponerla en su casa o en algún otro sitio donde la encuentren? —argumentó.
Paco negó con la cabeza.
—Verás, Salomé, cuando disparan, las armas dejan marcas específicas, como si contaran con su propio DNI, que no se puede falsificar. Necesitaríamos la original, pero ese cabrón ya se habrá encargado de lanzarla a algún pozo negro o al mar. No daremos con ella. No hay nada que hacer.
—A ver si me aclaro, ¿el diagnóstico es que vamos a perder? —insistió Salomé.
Paco se levantó y se puso a fumar junto a la ventana.
—Efrén está convencido. Yo solo puedo certificar, porque lo he visto con mis propios ojos, a varios jurados intercambiando señas y teléfonos mientras se dirigían a almorzar. Eso significa que el tema está a punto de caramelo: la mayoría de los jurados, capitaneados por Cris, llegará a la conclusión de que resulta imposible probar que Torino haya empuñado el arma que arrancó la vida a Liu… —Paco aplastó la colilla en el cenicero—. Y así las cosas, chicos, quizás fuera prudente empezar a planificar un largo viaje lejos de aquí. Una temporadita fuera. ¿Tenéis algún pariente en Latinoamérica?
Escuchar su descorazonador comentario, medio en broma medio en serio, me desató el miedo. Estábamos como al principio. Pillados por los mismísimos cojones. A mí, que soy cagueta por naturaleza, no me costó ni un instante imaginar a Torino obligándome a gustar su peculiar medicina. El dolor de las costillas se materializó de nuevo y se me revolvió el estómago hasta obligarme a acudir al baño: vomité la pechuga al completo, incluyendo el aceite y el romero. Cuando regresé, el detective me palmeó varias veces la espalda y Salomé me tendió un vaso de agua.
—Hay que jugar fuerte. No quedan más opciones —me susurró mi secretaria.
Sin poder reprimir mi rabia, lancé el vaso contra la pared, que se hizo añicos. Las cosas no debían haber salido así. Salomé ocultó la cara entre las manos y se puso a llorar. Entre hipos, consiguió decir:
—Ese tipo es un asesino. Se carga a cualquiera que se interponga en su camino y nosotros estamos justo en medio. ¿De qué serviría marcharse? ¡Nos localizará: tiene acceso a todas las bases de datos! Además, yo no tengo ni un duro, ¿cómo podría irme?
Lo que decía me extrañó y pregunté:
—¿Y la parte del dinero del botín que te quedaste?
—Se lo he prestado a Michael, para que pudiera renovar la peluquería… ¡Oh, Dios, otra vez la he vuelto a cagar! —chilló con desesperación.
Supongo que, hasta ese momento, no se había dado cuenta de que había sido timada por enésima vez. Empezó a sollozar. Lo hizo sobre el bocata, intacto, como si aquel amargo aliño sirviera para algo. Curiosamente, sus lágrimas y sus gritos me apaciguaron. Me incliné y susurré a Paco, que había vuelto a sentarse en la silla estridente:
—Tío, tengo que hablar contigo. Rápido. Tú verás si quieres que lo oiga Salomé o no. Y lo de los micrófonos…
—Vayamos fuera —susurró. Después, incrementó el tono de voz—. Salomé, guapa, aquí tu socio y yo vamos al patio a echar un cigarrito, sin que pongas mala cara. Termina el bocadillo.