27

El sol picaba con rabia cuando salimos de la Audiencia. Después de la larga sesión de la mañana, el magistrado García, compadecido del jurado, que parecía extenuado, extendió el receso más allá de lo habitual: hasta las cinco de la tarde.

Paco y yo no nos conocemos desde hace demasiado tiempo, y no estaba seguro de que pensáramos lo mismo. Por eso, cuando nos alejábamos del edificio, le interrogué:

—¿Y bien?

Se encogió de hombros y aprovechó que estábamos ya en un espacio abierto para encender su cigarrillo. No supe interpretar su gesto. ¿Quería decir que no había que preocuparse, que lo tenía todo bajo control? ¿Sugería que dejara de husmear, ya que él era el sabueso? ¿O, simplemente, reconocía que la vida era una auténtica mierda? Repetí la pregunta, pero se aferró a su silencio como al humo gris que le rodeaba y no conseguí sacarle palabra. De modo que hablé yo.

—Verás, Paco, yo no tengo tu experiencia en esto de la vigilancia, pero he leído algunos libros sobre el comportamiento de los jurados. Por eso, desde hace días, observo a Rodrigo y a Cris, que son, a mi entender, los dos miembros que pueden inclinar la balanza en un sentido o en otro. Puede que esté completamente equivocado, pero he llegado al convencimiento de que hemos perdido el juicio. Salvo que ocurra un milagro, y no está previsto, Torino se saldrá con la suya.

No respondió.

A la Audiencia se accede por una escalinata de piedra blanca, más desgastada por la parte central, que con el tiempo ha ido adquiriendo el color gris del ambiente. Hay papeleras arriba y abajo, a derecha e izquierda, pero siempre hay objetos desperdigados por el suelo; a veces, porque las papeleras rebosan; la mayoría, porque la comodidad de la gente no conoce límites. A mí, cuando las colocaron, me daba pena utilizarlas de lo bonitas que son —diseño de arquitecto caro con materiales aún más caros— y me guardaba los papeles en los bolsillos para tirarlos luego en casa. Pero ya han cogido la pátina y hasta la mugre que solo el tiempo confiere y eso ha dejado de importarme.

Paco tiró la colilla al suelo, en la cuarta escalera, y se detuvo a triturarla con el pie. Yo también me detuve y cuando avanzó permanecí quieto, cruzado de brazos.

—¿Qué pasa? —me preguntó, con ese acento suyo, de sorna contenida.

No dije nada. Me limité a mirar hacia abajo, donde el cadáver del cigarro aguardaba que alguien lo enterrara decentemente, junto a otros papeles de caramelos, chicles y hasta una lata de cerveza.

—¡Eres un tío raro, Efrén! —me echó en cara cuando se agachó para recoger la colilla—. Eres capaz de amañar un juicio y de tramar mil y una insidias, pero obligas a utilizar las papeleras. ¡La leche! Seguro que tienes antecedentes sicilianos.

Su comentario me enfadó muchísimo.

—¡Pues sí que tiene gracia la cosa! Mira cómo se escribe la historia: ¡me habéis maniatado, sin dejarme margen ni para respirar, y ahora soy yo el que trama insidias! Mira, Paco, el único error que he cometido ha sido ofrecer mi ayuda a Salomé. Lo hice porque era mi secretaria y porque lo necesitaba. Luego, me he ido enterando de las cosas, como quien dice, por las noticias. Y todas las nuevas que me contabais parecían subidas de impuestos: cosas que te machacan pero que no puedes evitar.

—Vale, lo retiro. Discutir no nos lleva a ningún sitio. En estos años he aprendido que hay preguntas que ni siquiera merece la pena formularse —añadió. No comprendí a qué se refería, pero le seguí la corriente—. Muévete: no voy a recoger los papeles de los demás, para eso están los barrenderos. Y cuéntame qué les pasa a los jurados.

No esperé a terminar de bajar la escalinata. Me puse a hablar de inmediato, estaba nervioso.

—Lo cierto es que lo sabes tan bien como yo: el jurado está contaminado. Teóricamente van a actuar con imparcialidad e independencia. En la práctica se dejarán llevar por el jurado dominante. En este caso, hay dos: Cris y Rodrigo. Como tú mismo has averiguado, la primera, comprada por la defensa, tiene unas cinco mil razones para liderar el grupo. Y tiene capacidad de persuasión e incluso de manipulación: ya has visto que se pasa el día preguntando y que los demás jurados asienten cuando lo hace. Hasta ahora, el segundo, Rodrigo, le llevaba la contraria, por lo que se erigía en nuestro héroe y en nuestra esperanza. Pero ya has visto lo ocurrido hoy.

Sacudió la cabeza.

—Mira, Efrén, no he dormido muy bien y ando un poco despistado. Vamos, que no tengo ni idea de lo que hablas. A ver si te explicas para que yo te entienda.

Me fijé en su cara. Tenía, en efecto, un aspecto poco zalamero.

—Como te decía, desde que esto empezó, observo a Rodrigo. Hoy hasta lo he cronometrado: en veintinueve minutos no ha levantado una sola vez los ojos; estoy seguro de que andaba trajinando con el móvil. Tiene el máximo interés en que el juicio acabe cuanto antes porque necesita regresar a su mundo. Y para lograrlo solo hay una salida: dejar que Cris se salga con la suya. Además, y esto es lo más preocupante, ha bajado la vista ante el fiscal por primera vez en esta larga semana. Eso solo tiene una lectura: no va a librar batalla. Se ha divertido retando a Cris, pero Wall Street le espera. Y si Rodrigo no está con nosotros, los demás jurados seguirán a esa arpía, comprada por la defensa… Por eso creo que las cosas se están yendo de las manos. Y que deberíamos hablarlo…

—Llamaré a Salomé, ella también se juega el culo. ¿Nos vemos en tu casa? No tengo ganas de ruidos de loza ni de gentes bufando y metiendo ruido.

Asentí.

—De acuerdo, pero tendréis que traeros el almuerzo: solo me queda una pechuga. Esta noche pensaba ir al supermercado —me disculpé, aunque no hacía ninguna falta. Era mi despensa.

—Danos media hora.

Regresé buscando la sombra. Sentía una oscura tristeza, un profundo y doloroso agujero en el estómago. No podía dejar de pensar qué hacía yo, un insignificante hombre de bien, metido en un lío que me excedía en magnitud y dureza.

Ustedes no me conocen, pero puedo asegurarles que nunca he tomado drogas, robado, blasfemado o hecho daño a nadie a sabiendas. He sido un buen estudiante y creía en la justicia. Pero desde que Salomé entró en mi vida (o, para ser justos, desde que Igor entró en la suya) iba de mal en peor. Para empezar, me las había tenido que ver con un cadáver y un ladronzuelo pintado de tatuajes. Había recibido puñetazos y amenazas; casi me muero de una sobredosis y, para rematar la jugada, y desoyendo mis quejas, me habían obligado a delinquir. Pero incluso eso se había quedado corto. Tal y como se desarrollaban los hechos, tendríamos que dar un paso más.

Con la angustia subiéndome por las orejas, telefoneé a Chantal. Respondió enseguida.

—Te hemos echado de menos en la sala, doctora. El presidente ha preguntado por qué no había venido esa chica tan guapa de apellido impronunciable, ya sabes, la que calza un treinta y cuatro.

Utilicé el plural para que no se sintiera incómoda ni presionada. Ella se echó a reír ante mi ocurrencia y empleó la misma estrategia.

—Me alegra que hayáis pensado en mí. Hoy he tenido mal día y no he podido escaparme. ¿Cómo ha ido la cosa?

—De infarto. Ha intervenido un antiguo colega de Torino: le ha puesto a caer de un burro. Casi nos salpica la sangre…

—¿De modo que ya está, el jurado parece decidido?

—Me temo que no es tan fácil. Han quedado algunos cabos sueltos. Y esta tarde la defensa empieza a llamar a sus testigos. A ver a quién cree el jurado… Pero dejemos eso. Me preguntaba si te apetecería ir a tomar una cervecita a última hora, cuando acabes. Me ofrezco a ponerte al día personalmente.

—No sé si podré. Estoy de guardia. ¿Por qué no nos llamamos a eso de las siete y vemos cómo ando de trabajo?

—Muy bien. Te llamo yo. ¿Puedo preguntarte si has tomado alguna decisión sobre tu dilema?

Me respondió con voz cortante.

—Todavía no. Espero tu llamada…

Aceleré el paso. Quería almorzar antes de que llegaran. Lo importante de un régimen es comer con calma. Además, no me gusta pensar con un plato delante.

La pechuga no me supo a nada, pero me quitó el hambre, que era de lo que se trataba.