Temía que el magistrado presidente, al borde de la histeria, dictaminara que el resto del juicio se desarrollaría a puerta cerrada, pero tuvimos suerte. La lanzadora de huevos y sus vocingleras amigas así como otro par de personas fueron expulsadas, y se les impidió regresar a la sala. Luego, las aguas volvieron a su cauce y Palau pudo regresar.
Se había limpiado la chaqueta y el pelo, y tenía tan buen aspecto como cuando llegó. García le pidió disculpas en nombre del tribunal, le recordó que seguía bajo juramento y le instó a que se sentara, ya que el interrogatorio se presentaba largo y difícil.
Palau así lo hizo. Inmediatamente se apoyó con ambos brazos en la silla y se elevó, como si quisiera asegurarse de que sería fácil escapar de aquella prisión de plástico. Después, retornó a su posición y cruzó la pierna. Llevaba calcetines finos, como los ejecutivos. Era la primera vez que veía a un policía con ese tipo de calcetines. Me alegré: Rodrigo sintonizaría bien con él.
El fiscal continuó donde lo había dejado.
—Le recuerdo, inspector, que, antes del receso, estaba usted narrando algunos aspectos del carácter del acusado…
—Mire, señor fiscal, acepto que usted lleve su interrogatorio como le venga en gana, pero debe comprender que Torino es un compañero y que cualquier cosa que diga será una opinión personal. Si quiere conocer algo concreto, formule mejor sus preguntas e intentaré contestarle. Si anda usted entre ruido de latas no sabré hacerlo.
¡Ya lo decía yo: corporativismo! O el fiscal espabilaba, o no soltaría prenda.
—De acuerdo, lo haré como usted sugiere. No me andaré por las ramas, si usted tampoco lo hace. Inspector Palau, en los tres años en los que trabajó codo con codo con el acusado en la calle, usted, como agente con más experiencia, era el responsable del grupo. ¿Es eso correcto?
—Así es.
—Y en ese periodo, ¿cuántas veces pidió a sus superiores que le cambiaran de compañero?
Un respiro profundo y una respuesta contundente:
—Seis.
De nuevo, cuchicheos en la sala. Esta vez, no fueron a mayores.
—Sí, en efecto, eso indican mis notas: lo pidió en seis ocasiones. ¿Recuerda en qué periodo se concentraron esas peticiones?
—Si no me equivoco, en los tres primeros meses. Cuando mis jefes me dejaron claro que no había nadie más disponible que pudiera sustituir a Torino, y que seguir haciéndolo iba a resultar inútil, dejé de presentar peticiones.
—¿Le ocurre lo mismo con todos los compañeros, inspector?
—Protesto —indicó la defensa—. Está dirigiendo al testigo.
El magistrado presidente no estuvo suficientemente rápido y el fiscal ya estaba de nuevo acechando al testigo, como un zorro alrededor de un gallinero.
—Reformularé la pregunta para que quede más clara. Inspector Palau, supongo que, después del acusado Rafael Torino, habrá tenido bastantes compañeros. —El testigo asintió con un movimiento de la cabeza—. ¿Ha pedido en alguna otra ocasión que sustituyeran a uno de ellos en algún momento?
—No, en ninguna.
—Pero con el acusado Torino lo hizo seis veces. Bien, aquí viene mi pregunta, concreta como a usted le gustan: ¿por qué?
El Catalán inspiró hondo y después soltó lentamente el aire retenido. Pero no contestó.
—Necesito una respuesta —le azuzó el fiscal.
—No teníamos la misma visión de nuestro encargo, y, en nuestro trabajo, la coincidencia es algo vital.
—Pero usted era el veterano, el que encabezaba la operación. El jefe, para que se me entienda. ¿Acaso no imponía usted la estrategia?
Negó varias veces con la cabeza.
—No era una cuestión de estrategia, sino de formas. Él quería hacer el trabajo a su modo.
—¿Y ese modo no le gustaba, inspector?
—En efecto. No era mi modo de hacer las cosas.
—No era su modo. Bien, ¿puede explicarnos en qué se distinguen sus modos de los del acusado?
Volvió el silencio. Largo, denso. El magistrado instó al testigo a responder a la pregunta. A la segunda, le explicó que, de no hacerlo, le acusaría de desacato. Se volvió hacia la presidencia y, como si estuvieran a solas, habló con García.
—Mire, señoría, en este trabajo hay que ser como la gente de la calle; seguir su patrón, a ver si me entiende. Pero hay cosas por las que no puedes pasar, o te conviertes en uno de ellos, ¿me comprende?
—Creo que el jurado le comprende, que es lo importante —le respondió—. En todo caso, si ustedes, señoras y señores jurados, quieren formularle alguna pregunta concreta sobre lo que acaba de decir, podrán hacerlo en cuanto las partes concluyan su interrogatorio. Prosiga, señor fiscal.
—Gracias, señoría. La verdad es que a mí sí me gustaría que concretara más, que nos diera algunos ejemplos. ¿Se refiere usted, pongamos por caso, a violencia gratuita?
Mirando hacia abajo, Palau asintió.
—Que conste en acta que el testigo contesta afirmativamente a la pregunta.
—¿Trapicheos, abuso de autoridad?
—Sí.
—¿Algo más?
—Prefiero que pregunte usted.
—Como quiera. Intentaré ser breve para no cansarle ni cansar al jurado, pero no quiero dejar de conocer su opinión en un punto crucial: las armas. Porque un policía es, fundamentalmente, un hombre armado. ¿Posee usted algún arma, inspector?
—Cuatro: dos de colección y dos reglamentarias, todas declaradas y con sus correspondientes permisos. Las guardo bajo llave, y en alto. En casa hay niños pequeños y ya sabe cómo son los niños…
—¡Cómo no! Las armas y los niños nunca deben ir juntos, y todas deben declararse. ¿Posee algún arma huérfana? Me refiero a alguna que no haya declarado.
Se revolvió en el asiento.
—¡Naturalmente que no: es ilegal!
—Quizás pueda aclarar al jurado de qué tipo de arma hablamos y por qué es ilegal.
—Son armas no fichadas, procedentes de robos o de comercio ilegal. Todas las armas deben declararse. Así lo marca la ley.
—Inspector, ¿por qué cree usted que un policía tendría un arma no fichada? ¿Para qué?
El fiscal no obtuvo respuesta. Esperó unos instantes y volvió a formular la misma pregunta.
—No lo sé. Yo no las tengo.
—¿No lo sabe, está seguro? Le recuerdo que está bajo juramento.
El Catalán volvió la mirada hacia García, que, con un gesto, le indicó que debía contestar.
—Podrían sacarte de un apuro. Si disparas un arma reglamentaria o declarada, todos sabrán que has sido tú.
—Pero usted dice no disponer de una de esas armas.
—No. Uno debe ser responsable de sus actos, para lo bueno y para lo malo. En estas cosas, o eres legal o eres un delincuente, no existe el término medio. Esa es mi opinión.
—Una opinión muy loable, inspector. Dígame, ¿cree usted que hay muchas armas ilegales circulando por el mercado?
—Muchas es un término impreciso. Pero diría que sí.
—¿Es fácil conseguir una?
—Relativamente: si uno sabe dónde buscar, seguro que la encuentra.
—¿Un policía sabría dónde buscar?
—Ciertamente.
—Verá, inspector, en el caso que se juzga en esta sala tenemos un problema con el arma: no ha aparecido. En el cuerpo y en el domicilio del fallecido se han recuperado las tres balas y por ellas conocemos que esa pistola se empleó en otra reyerta entre narcotraficantes hace un par de años. El agente Torino hizo las detenciones pertinentes, pero el arma en cuestión no apareció. Ahora tampoco lo ha hecho.
Palau le interrumpió.
—Perdone, ¿cuál es la pregunta?
—Sí, ahora iba. Mi pregunta es esta: en su opinión, ¿podría haberse apropiado el inspector Torino de ella después de haber realizado aquellas detenciones?
Permaneció muy serio.
—¿De verdad quiere que responda a eso?
—Naturalmente. Hay un punto de coincidencia entre esa arma y el acusado. Por eso le pido su opinión.
—Es posible que así fuera, sí.
Fulano se puso en pie, muy enfadado.
—¡Protesto, señoría! Solo resta que le ponga las palabras en la boca.
El magistrado respiró hondo.
—De acuerdo. La fiscalía formulará preguntas concretas y permitirá que el testigo responda sin atosigarle.
Por el gesto de su cara, Pérez parecía no estar conforme con la actitud del magistrado presidente. En todo caso, asintió.
—En la época en que trabajaron juntos, ¿tenía Torino algún arma huérfana, chunga, no declarada, ilegal o como usted quiera llamarlas?
—Es posible…
—Eso sí que son ruidos de lata, inspector. En este caso, las únicas respuestas válidas son sí o no.
Suspiró un par de veces.
—La respuesta es sí, se quedaba con alguna de las que encontrábamos, en vez de entregarlas a la sección de pruebas.
La algarabía, que empezaba a tomar cuerpo, fue cortada de raíz por el magistrado.
—¿Cuántas, inspector?
Palau levantó las manos en señal de protesta. A aquellas alturas, el flequillo se le había escapado de la gomina y se había puesto en pie como si fueran escarpias.
—¿Pero qué pregunta es esa? —chilló.
—No me mire así: no le estoy pidiendo que nos revele el color de sus calzoncillos —le azuzó Pérez.
—¡Protesto, señoría! El señor fiscal se está pasando…
El magistrado iba a intervenir cuando el testigo se puso en pie.
—¡Blancos! —aulló.
—¿Cómo dice?
—¡Que mi ropa interior es blanca!
—Me parece estupendo: se lava con más facilidad y se puede usar lejía. Pero quiero que conteste a mi pregunta: ¿con cuántas armas de las que usted tenga noticia se quedó el acusado?
—No lo sé… Quizás un par de ellas, puede que tres.
—En su opinión, ¿para qué las quería?
Se mostró tan incómodo que no respondió. De nuevo, obligó a intervenir al presidente.
—No lo sé, supongo que por protección.
—¿Su arma reglamentaria no le daba suficiente protección y necesitaba buscar otras no fichadas?
—Es posible.
—Sin embargo, usted ha declarado no tener más armas que la reglamentaria, aunque trabajaban juntos.
—Así es.
—Bien. Usted tenía un compañero que no deseaba, que a veces se comportaba violentamente y que se quedaba con algunas armas de las incautadas, «por si acaso». Perfecto, en ese contexto, tengo tres últimas preguntas, inspector. Primera: ¿trabajaría de nuevo con el inspector Torino?
—No.
—Ha sido categórico y rápido al contestar. Se lo agradezco. Segunda pregunta: ¿cree que Torino es un corrupto? Le pido su opinión, esa seguro que la tiene.
—¡Protesto! Señoría, esto es un ultraje.
A la queja del abogado defensor, se sumaron las de parte de la tribuna del público, que se sembró de voces. Por cuarta o quinta vez, el magistrado se sintió en la obligación de llamar al orden pero exigió al testigo que contestara. Palau tragó saliva, le miró de frente y respondió:
—Sí, en mi opinión lo es. Pero no es más que mi opinión.
Esta vez, el murmullo pasó de algarabía a tumulto. Policías contra policías. Un partidario de Torino lanzó un escupitajo a Palau y lo llamó traidor. Y no solo eso: se metió con su procedencia.
—¡Catalán tenías que ser, hijo de puta!
El alguacil acudió de inmediato y recibió un puñetazo. Luego, aquello fue una batalla campal. Muy desagradable, la verdad. Con buen criterio, el presidente decretó un receso de media hora y ordenó impedir el acceso a la sala a los alborotadores.