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Aun cuando se le esperaba, la entrada del Catalán provocó un cierto revuelo en la sala. Los que no le conocíamos, en especial los chicos de la prensa, tomamos buena nota de su nombre y cargo, y nos aprestamos a escucharle con atención.

De rostro atractivo (rubio cobrizo, pelo ondulado y ojos achinados color marrón) y cuerpo atlético, contaba con una voz característica. Un tanto achaparrado, vestía traje, corbata y mocasines relucientes, y llevaba el pelo bastante corto, ligeramente engominado. El traje le sentaba bien, y lucía con soltura la corbata. Podría haber pasado por un colega del jurado Rodrigo, el financiero, de no ser por sus manazas. Parecían capaces de partir nueces sin despeinarse.

Fue directo al micrófono, en cuanto el agente judicial se lo indicó, sin prestar atención a cuantos le rodeaban, con la mirada clavada en un punto de la pared blanca. Desde luego, era un tipo que inspiraba confianza. Por lo que se dijo de él, era un hombre serio al que precedía la fama de respetar la ley casi más que a su esposa, primogénita de un senador, y a sus tres vástagos. Hasta su señoría le trató con suma deferencia al agradecerle su asistencia, ya que había tenido que desplazarse desde San Francisco, donde estaba destinado en una misión conjunta internacional. Palau aceptó el agradecimiento con un simple gesto de la cabeza y un amago de sonrisa.

Creo que todas las mujeres del jurado le admiraron. A excepción de Cris.

De nuevo, Cris.

Me volví hacia Paco, que estaba a mi derecha, y le pregunté entre susurros:

—¿No has podido averiguar nada sobre ella? Estoy convencido de que conoce a Torino.

—Quizás Lupo visitara el bar donde ella trabaja, ya que es de los que más tarde cierran en la ciudad, pero no tengo pruebas. Y, aunque sigo en ello, no creo que saquemos nada en claro…

—Tendrá que haber algún testigo, ¿no? Los camareros de los pocos lugares que abren a esas horas tienen fichados a todos los clientes asiduos…

El detective refunfuñó, enfadado.

—¿Pero cómo va a haber testigos? Mira, Efrén, estás hablando con un profesional, pero la gente lee los periódicos y ve los noticiarios, y no quieren hablar. ¿Quién querría mezclarse en los asuntos de un tipo como Lupo, si nadie sabe, a ciencia cierta, dónde va a terminar este juicio? Por eso te digo que no va a haber forma. Tengo más esperanza en lo otro…

—Recuérdame qué era lo otro, en este momento estoy fuera de juego.

—Las pelas. Salomé sugirió echarle un vistazo a su cuenta corriente, ¿no te acuerdas? —Asentí—. Estoy pendiente de ese informe. Me han prometido enviármelo por e-mail esta misma mañana. A ver si sacamos algo de ahí.

El interrogatorio comenzaba. No se escuchaba más ruido que el del aire acondicionado. Pese a que el técnico había hecho lo que había podido, seguía emitiendo un pitido extraño, aunque, desde su intervención, amortiguado y menos agudo.

—Inspector Palau, ¿desde cuándo conoce usted al señor Torino?

—Trabajamos juntos en esta ciudad, en la sección antidrogas, durante tres largos años, entre el 2001 y el 2004, como agentes infiltrados.

—¿Puede explicar a la sala, y especialmente a los señores y señoras jurados, en qué consiste la labor de un agente infiltrado?

El Catalán sonrió, como si recordar aquellas historias le hiciera rejuvenecer. Tenía una bonita y cautivadora sonrisa.

—Nos dejamos crecer la barba y el pelo. A mí me llegaba casi por los hombros, y solía cogerme una coleta. Torino lo llevaba algo más corto. Vestíamos ropa vieja, nos duchábamos poco y pasábamos semanas sin ver a la familia. Alquilamos una habitación de mala muerte en un motel del centro, y nos dedicábamos a peinar poco a poco la zona. Bebíamos más de la cuenta, fumábamos mucho, comíamos mal y, a base de tomar chatos con unos y otros, íbamos entrando en el ambiente con la esperanza de ser aceptados como otros perros callejeros. Mientras eso ocurría, íbamos confeccionando un mapa de quién era quién en el mundo de la venta de drogas en la provincia: me refiero a quién vendía a quién, y en qué cantidades; cómo y dónde se hacían los intercambios; a qué precios estaba el mercado; de dónde procedía; en qué lugares se comercializaba; ese tipo de cosas… Hasta ese momento, la policía no contaba con ningún dato y tenía que ir, por decirlo así, a ciegas.

»Para sostener nuestra tapadera, nosotros también comprábamos, pero nunca vendíamos ni consumíamos, aunque a veces imitamos estar colgados: como actores no teníamos precio. Teóricamente nos dedicábamos a limpiar domicilios…, quiero decir que decíamos que robábamos en chalés de las afueras y, con la venta del producto de los robos, nos manteníamos. Cada dos semanas, presentábamos un informe de los progresos a la central. Uno de esos días, estando en comisaría, nos pilló uno de los colegas al que habían detenido. Nuestra tapadera saltó por los aires y tuvimos que dejarlo y regresar a la oficina. Nos cortamos el pelo y cambiamos de escenario. Así funcionan estas cosas.

—Entiendo que, durante esos tres años, el inspector Torino y usted compartieron muchas horas y muchos momentos, digamos, arriesgados.

—Así es. Trabajar en la calle no es tarea fácil. Quien más quien menos va armado (un pincho, una navaja u otra arma blanca; en el peor de los casos, una pistola) y está dispuesto a salvar su posición como sea. Cuando llegas, te miran y te tratan como a un extraño, como a un potencial enemigo o como a alguien a quien robar. Y la desconfianza, naturalmente, es mutua.

—Supongo, inspector, que en circunstancias como las que describe, habrá que tener nervios de acero.

—La verdad es que sí. Hay que tenerlos templados para no saltar antes de tiempo y mandar al traste la tapadera. Y también para no olvidar cuál es tu misión. A veces hay que repetirse que tú eres el bueno y que lo que haces merece la pena.

—Me imagino, inspector, que, en la calle, la violencia gratuita estará a la orden del día.

—Se imagina bien.

—¿Y cómo reaccionaban ustedes ante ella?

Esta vez, Palau no respondió inmediatamente. Se tomó su tiempo. Y fue ese lapso el que incrementó aún más la expectación. El silencio era total. Creo que hasta el aire acondicionado escuchaba.

—Solo puedo hablar por mí. No soy un hombre violento. De serlo, habría dejado el cuerpo el primer día en que pisé la calle. Porque, ante determinadas circunstancias, uno es capaz de hacer cualquier cosa. Si no sabes frenarte, es mejor no llegar hasta allí… Verá, visto desde fuera, esa gente es mala gente: drogatas, traficantes, ladrones, pero son personas, ¿me entiende? Y cuando has vivido con ellos un tiempo, aún te das más cuenta de que, incluso allí, hay buenas personas.

—Comprendo. Y el inspector Torino, ¿qué puede decirnos de él?

—¿Qué quiere saber?

Su tono fue tan cortante que el fiscal reculó. Volvió a adoptar gesto complaciente y escogió cuidadosamente las palabras:

—Pues me gustaría que contara a esta sala algo sobre su carácter: cómo era; si era de fiar, si se apoyaba usted en él… Supongo que en su trabajo la ayuda mutua es esencial.

La había camuflado entre otras muchas palabras, pero todos habíamos escuchado de sus labios la pregunta, que en aquel contexto, resultaba maldita: «¿Era de fiar?». Lo que empezó siendo un murmullo se elevó por la sala hasta convertirse en un pequeño guirigay. La colonia de policías partidarios de Torino no parecía estar de acuerdo ni con la presencia del testigo ni con el cariz que estaba tomando el interrogatorio. Sus detractores permanecían en silencio. El ojo de su señoría García empezó a contraerse y expandirse cada vez más deprisa. Finalmente, estalló. Se puso en pie, llamó al orden y amenazó con expulsar a todo el mundo si no se guardaba el debido silencio.

Todavía estaba hablando cuando una mujer (luego supe que era la hermana de un policía) que se hallaba en pie en la zona izquierda de la sala, es decir, a dos pasos de la espalda de Palau y que llevaba un pequeño cargamento de huevos ocultos en el bolso, aprovechó el momento para sacarlos y lanzárselos. Uno impactó en su espalda, el otro en el cogote; un tercero se perdió en la nada y cayó al suelo.

García casi se vuelve loco. Empezó a chillar y nos echaron a todos.