21

Chantal me llamó a las seis y veinte del domingo, cuando había perdido la esperanza de que lo hiciera.

Me pilló comiéndome una pera limonera. Tras darme cuenta de que me había precipitado y que, en realidad, no había nada que celebrar, el cargo de conciencia por la ingesta de calorías a granel se elevó de tal manera que me dispuse a enmendar el error decretando un día de fruta. Estaba a punto de desmayarme, de modo que la llamada me alegró doblemente.

Dejé que el teléfono sonara media docena de veces antes de descolgarlo. Quería saber si estaba decidida a hablar conmigo; si la llamada llevaba fraguándose desde el sábado o se trataba de un impulso repentino, del que luego se arrepentiría. De ser así, colgaría. El teléfono continuó con su monserga y respondí. Cruzamos un par de frases. A mí no me gusta hablar por teléfono. Supongo que a ella sí, ya que es mujer, pero tampoco teníamos mucho que decirnos, de modo que nos limitamos a fijar un sitio y un momento. Repasé mentalmente la lista de los que conozco. Pensando que le gustaría fumar, me decidí por un local tranquilo que tiene una terraza coqueta y amplia. Hice una reserva para las nueve.

Chantal vestía un conjunto de falda y blusa, en tonos salmón. Se había maquillado levemente y pintado los labios de rojo oscuro. Estaba guapísima, pero seria. El día que la conocí rebosaba energía, en consonancia con lo que me pareció su natural espíritu; sin embargo, en aquel momento, su rostro mostraba una apariencia triste. Dijo que no tenía demasiada hambre y, para mi disgusto, sugirió compartir un entrante. A regañadientes, accedí. Pedimos una ensalada mixta, un pescado a la brasa y una botella de vino blanco de Rueda. Nos trajeron la ensalada con tal presteza que apenas nos dio tiempo a cruzar un par de comentarios sobre la ola de calor que había llevado los termómetros hasta los treinta y nueve grados.

Gracias al cielo, las raciones eran de buen tamaño.

Serví yo. Guardé para ella el espárrago y el trozo más grueso de ventresca, y me quedé con lo verde: un completo despilfarro, ya que casi no los tocó. Se dedicó a mover las viandas por el plato con la ayuda del tenedor. No me hizo falta darle cuartelillo: se arrancó enseguida, con voz pausada. Tuve la sensación de que, en efecto, esas palabras llevaban largo tiempo macerándose en su interior.

—El día que nos conocimos, me preguntaste si era de Bilbao. La respuesta es sí. Nací allí.

—¡Se te nota a la legua! —bromeé. Pero ella no estaba para bromas, y siguió hablando.

—La mía era una de esas familias típicas de Neguri. Mi padre viajaba todas las semanas a Madrid, por el banco, y mi madre se entretenía con sus amigas, organizando las cenas del fin de semana y ocupándose de sus tres hijos: yo soy la pequeña. Contábamos con un marquesado antiguo, mecánico, doncella e institutriz alemana. Jugábamos al golf y pasábamos largas temporadas en internados británicos. En fin, lo típico. Todo iba a las mil maravillas hasta que mi hermano mayor, que iba para ingeniero, como papá, se enganchó a las drogas. Mis padres miraron para otro lado y lo dejaron estar, pensando que eran tonterías de juventud. Pero no fue así. Una de las noches de cuelgue, tuvo un accidente con el coche y se mató. Bueno, él y los dos barrenderos a los que se llevó por delante. Se pagó religiosamente a las familias para que el asunto se silenciara, pero no se consiguió del todo. Dejaron de invitarnos a determinadas fiestas, y de convocarnos a trofeos de golf. A mi madre casi le da un patatús. Tuvimos que ingresarla porque se cogió una depresión tremenda e intentó quitarse de en medio.

»Al segundo de mis hermanos, que estaba muy unido a ella, la situación le excedió, y salió por peteneras. Está en una cárcel de Extremadura. Es miembro de ETA. Mi madre definitivamente se trastornó y ahora vive en un psiquiátrico. Mi padre siguió yendo a Madrid, por el banco… y por la mujer que le esperaba en el piso de Serrano. Y yo salí corriendo y, aprovechando la dificultad de pronunciar mi primer apellido, empecé a usar el de mi madre: Dupont. No he vuelto a ver a mis padres. Esa es mi historia: una tragedia y una huida hacia delante.

»Volví hace unos años a Bilbao, ¿sabes? Me puse gafas de sol y sombrero. Pero ya no es como lo recordaba, y no he querido volver más. La casa se vendió. La han convertido en un hotel. Dan bodas y bautizos. El día que regresé había una boda. No iba vestida para la ocasión, pero me ofrecieron un cóctel y con él salí al jardín. No han tocado ni una piedra, pero han dejado morir la enredadera y está todo lleno de verdín… Una pena —indicó.

Serví un poco más de vino. Estaba fresquito y entraba muy bien. Ella encendió otro cigarrillo. Creo que era el décimo y se quedó un rato callada. Parecía deleitarse con aquel recuerdo que pretendió haber lapidado, sin saber que no se puede matar a la memoria.

—¿Por qué me cuentas todo eso, Chantal? Acabas de conocerme. Debe de haber una razón —le dije, consciente de que no debía indagar en una caverna tan oscura.

—La hay. Durante años he vivido avergonzada por errores que no cometí y pagado por daños que nunca causé. Pensé que había dejado eso atrás, pero no. Ayer, en el juzgado, volví a hacerlo. Necesito contárselo a alguien. Necesito que me aconsejen: tú eres abogado… Tengo miedo de hacer daño a alguien sin querer.

—Entiendo —dije, aunque era mentira. No entendía nada.

Las lágrimas afloraron en sus ojos. Oscuras y silenciosas.

—¿Qué debo hacer? —me preguntó.

Me detuve unos instantes a sopesar mis palabras.

—Vayamos por partes. Dices que el otro día, en el estrado, mentiste, ¿es así?

—No exactamente, aunque sí. Aunque no tengo mucha experiencia, creo que la autopsia fue esencialmente correcta. Todo se hizo según la ley: si me preguntaran, pondría la mano sobre la Biblia y aseguraría que en ese cadáver las únicas heridas sangrantes eran los tres orificios de bala.

—¿Entonces?

Levantó las manos, con un claro ademán de impotencia.

—La hice yo, Efrén. La doctora Pernas estaba agotada, y se fue mucho antes de terminar. Ambas firmamos, pero ella no estuvo allí… La autopsia es mía. El dictamen es esencialmente correcto, pero no es legal. Si me voy a hablar con el juez, le caerá una buena. Y a mí también. Dime, ¿qué debo hacer?

Miré a Chantal a los ojos. Parecía atribulada. Esperaba mi respuesta con los codos apoyados en la mesa y la cabeza entre las manos. El humo del enésimo cigarrillo se le colaba por entre los dedos.

—¡No sé qué debo hacer! —insistió.

—Sin duda, calmarte y terminarte ese pescado. No has comido nada y es una pena dejar un lomo de merluza así en el plato.

No me hizo caso, pero bebió un sorbo de vino y me sostuvo la mirada.

—Verás, Chantal, cuando Pilatos recibió a Jesucristo en el litóstrotos, y le dijo aquella famosa frase: «¿Y qué es la verdad?», ejercía como juez. Y es que no hay nada más complicado, a mi modo de ver, que delimitar qué es la verdad, quién dice la verdad y cuánta verdad dice. En un juicio, la verdad es simplemente lo que puede establecerse. Los hechos son verdaderos si narran lo que verdaderamente sucedió. Tú has dicho lo que sabes: en ese sentido, estás en la verdad. Además, nadie te ha preguntado por la doctora Pernas. Ella ha mentido; tú, no. Sin embargo, procesalmente hablando, estás en posesión de una información que podría anular el juicio. Has de ser tú quien decida qué hacer.

—¿Y tú qué harías?

Sopesé mi respuesta, mientras escuchaba cómo las migas de pan crujían bajo el peso de sus pequeños zapatos del treinta y cuatro. Ella me había abierto su corazón y yo no podía engañarla. Sin embargo, soy un cagueta.

—Verás, en este caso no puedo ser objetivo. Creo que Torino es culpable. Y me importa más el espíritu de la ley, y la justicia de la víctima, que la validez procesal. Me temo que no puedo ayudarte más. Debes decidir tú.

Me fastidió que el reloj avanzara tan deprisa. Sin embargo, en cierto modo, cuando dijo que se había hecho tarde y tenía que marcharse, me sentí aliviado. No porque me molestase hacer concesiones a los sentimientos (ella se fue con lágrimas en los ojos) sino porque me sentía un traidor. Me dio las gracias y se alejó.