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—¿Puede decirnos su nombre completo y a qué se dedica exactamente? —preguntó Pérez, tras prestar juramento.

—Mi nombre es Chantal Urizitebarrena Dupont y soy médico forense en el Instituto de Medicina Legal de esta ciudad. En este momento, y mientras dure la baja maternal de la doctora Pernas, directora del instituto, realizo las funciones que ella detalló anteriormente. Supongo que a usted, como a mis colegas, mi apellido le resultará impronunciable. Si le parece, puede hacer lo mismo que ellos, que emplean mi segundo apellido.

—Gracias, lo haré. Doctora, le formularé unas preguntas sencillas y le agradecería que me respondiera de la misma manera. ¿Participó en la autopsia del finado, señor Liu?

—En efecto, participé. También me encargué de elaborar el resumen de conclusiones que el jurado ha recibido.

—¿Diría usted que la del señor Liu fue una autopsia convencional?

—No sé qué quiere decir con convencional.

—Quiero decir que si se hicieron las cosas como marca el procedimiento, sobre todo en lo relativo al examen externo del cadáver.

Chantal se detuvo un segundo y miró de reojo a Pernas, que estaba sentada en primera fila. Esta había reemplazado los zapatos por unas sandalias anchas y planas.

—No tengo mis notas, pero recuerdo perfectamente las fases porque era la primera vez que hacía una autopsia completa. Desde luego, comenzamos con el examen externo del cadáver: identificación, estudio de los vestidos, dentadura y presencia de cicatrices o tatuajes. Para fijar la data de la muerte, estudiamos lo preceptivo: el enfriamiento, la deshidratación, la rigidez y livideces y la propia putrefacción cadavérica. Finalmente, analizamos los signos relativos a la causa de la muerte.

—Sí, a eso quería llegar. ¿Puede explicarnos brevemente, y de modo que todos podamos entenderlo, cómo llegan a una conclusión sobre ese extremo?

—Verá, para tener un diagnóstico completo, hay que abrir el cadáver, pero, en muchas ocasiones, los exámenes externos resultan ilustrativos. En este era evidente que murió a consecuencia de los disparos. No obstante, completamos el procedimiento: primero, miramos las lesiones traumáticas: ya sabe, número, tipo, localización, dimensiones, si hay sangre, pus o exudados, cómo son los bordes y cosas por el estilo. Después, analizamos la coloración o los olores. Parece una tontería, pero es importante: el ácido cianhídrico, por ejemplo, deja un olor a almendras amargas —explicó.

—Y en el caso del señor Liu, ¿qué encontraron?

En un tono de voz frío, Chantal concluyó:

—Creo que no hace falta aburrir al jurado: todo ocurrió exactamente como la doctora Pernas ha explicado. El informe es, esencialmente, correcto.

—Para que no queden dudas en el jurado, doctora Dupont, ¿el cadáver de Qiu Liu presentaba heridas sangrantes, aparte de las heridas de bala?

—No, no había más heridas.

—Gracias, doctora Dupont. No haré más preguntas.

Había estado con Chantal menos tiempo que con mi última gripe, sin embargo, igual que Paco, a lo largo del tiempo, he desarrollado una especie de sexto sentido, una suerte de olfato para la observación. Y lo primero que se aprende mirando es a discernir quién falta a la verdad.

Yo suelo llamar la atención al principio, por el tamaño, pero enseguida me mimetizo con el ambiente y dejo de preocupar. Me convierto en el gordo del parque, el del libro, un inofensivo ser que el día menos pensado se transforma en estatua. Desde mi banco he podido observar cómo se enturbia la mirada del marido que asegura haber estado trabajando todo el fin de semana, la del niño que dice desconocer cómo se ha roto el pantalón, los novillos de la escuela, el suspenso modificado, la enfermedad fingida, las promesas de papel y humo. Creo que, al menos, soy capaz de captar dos de cada tres mentiras. Chantal mentía, sin duda. Además, se notaba que no estaba acostumbrada a hacerlo.

El codazo de Paco no me extrañó.

—¿Esa es la chica que estaba sentada a tu lado?

—La misma.

—Pues parece que…

—Lo sé —añadí.

Ambos guardamos silencio.

—¿La defensa tiene preguntas?

El asociado dudó. Miró el reloj: la dos menos cinco. Luego, echó un vistazo a su alrededor. No sé si le frenó la hora o la imagen de su compañero metiendo la pata, pero el caso es que decidió no preguntar.

—¿El jurado tiene alguna pregunta?

Cris levantó la mano y a mí se me revolvió el estómago. Entregó su papel al alguacil y este se lo llevó al juez, que lo desdobló y lo leyó.

—Una de las jurados asegura que, en sus declaraciones, parecía usted dudar. Quiere saber si decía la verdad, pero no hace falta que conteste a eso, doctora, porque yo mismo lo aclararé: antes de sentarse en esa silla y dar su testimonio técnico, la doctora Dupont ha prestado juramento. Y, como profesional al servicio del Estado, sabe que tiene una obligación con la verdad y con este tribunal. Eso es suficiente.

Chantal le interrumpió.

—Señoría. Por lo que he entendido, se me ha pedido testificar para confirmar un punto escabroso: si el cadáver del finado presentaba o no otras heridas sangrantes, además de los tres orificios de bala. Es posible que haya parecido nerviosa, es la primera vez que testifico, pero quiero dejar claro que confirmo lo dicho por la doctora Pernas: esas heridas no existían.

—Gracias por la aclaración y a todos por el esfuerzo. Nos veremos el lunes a las nueve de la mañana. Espero que descansen. Nos aguarda una semana intensa —sentenció el magistrado presidente.

Chantal se quedó rezagada, hablando con su jefa. La esperé en la puerta exterior de la Audiencia.

—¿Quieres que tomemos algo? —pregunté.

—No, pero gracias. Hoy estoy cansada.

No sé por qué esperaba esa reacción y me había preparado. Le entregué una tarjeta de Romaní y asociados, donde había añadido a mano el número de mi teléfono móvil.

—Si quieres que tomemos una cerveza o te enseñe lo que no conoce nadie más que los viejos de esta ciudad, llámame. Veinticuatro horas al día, para ti. Si quieres que hablemos, se me da bien escuchar… Y guardar secretos.

Con una sonrisa vaga, se alejó.