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El presidente carraspeó. Fue un gesto instintivo, que reflejaba, en parte, la sensación de agarrotamiento en la garganta que todos sentíamos. El nivel de agresividad de la testigo resultaba desagradable y enrarecía el ambiente de la sala. Si se había comportado de esa manera con la fiscalía, en el caso de la defensa las cosas, previsiblemente, se pondrían peor. Miré a Chantal, al fin y al cabo era su jefa. No había mentado palabra. Seguía en la misma posición en la que estaba cuando empezó. No me atrevía a recabar su opinión.

—Es el turno de la defensa. Ilustrísimo letrado…

El primogénito de Fulano se puso en pie y estiró su toga; mientras lo hacía, fue preparando su mejor sonrisa y su más exquisita educación. Posiblemente, quería compensar los malos modos de sus exempleados.

—Buenos días, doctora Pernas, gracias por su exhaustivo informe y las aclaraciones que acaba de ofrecernos. En todo caso, me gustaría comentar algunos puntos que no me han quedado del todo claros.

—A su disposición —señaló. Definitivamente, se había desprendido del zapato izquierdo y mostraba síntomas de alivio.

—Según su informe, usted realizó un examen externo del cadáver…

La testigo le interrumpió.

—Naturalmente, letrado. Como seguro conoce, nuestro trabajo se desarrolla siguiendo un procedimiento muy estricto. Siempre lo llevamos a cabo de la misma manera; paso tras paso. Si usted quiere puedo explicárselo, pero no estoy segura de que al jurado le interese saber cómo extraigo los órganos y los peso o cómo examino los orificios corporales —replicó de nuevo con acritud. La doctora Pernas llevaba anillo de casada y por un instante sentí lástima del señor Pernas.

—No será necesario, doctora. Solo deseo hablar del examen externo. Dice usted que no apreció lesiones sangrantes en rostro, brazos, tórax o piernas.

—Así es, modernas no había. Sí presentaba alguna herida antigua en la ceja, en el brazo derecho y en el muslo izquierdo, como indica el informe. Todas cicatrizadas.

—Sí, señora, eso es precisamente lo que me preocupa, porque en la basura del finado se localizó un apósito ensangrentado de cierto tamaño… Digamos una especie de tirita grande.

El fiscal se levantó.

—Señoría, esta fiscalía no tenía noticia de ese apósito y los expertos que declararon anteriormente no hablaron de él.

—No hablaron porque usted no preguntó —replicó el defensor—, pero, si presta la suficiente atención, podrá ver que se cita en el informe policial.

El fiscal rebuscó entre sus papeles hasta dar con ello.

—Señoría, en ningún momento se dice que esa sangre fuera del mismo tipo que la del finado.

—No se dice porque no se mandó analizar. Pero apareció en el cuarto de baño de la casa de la víctima y este vivía solo, ¿de quién si no iba a ser?

El defensor se giró hacia la funcionaria forense y le espetó:

—¿No le parece raro, señora, que usted no haya encontrado herida alguna pero se haya localizado un apósito con sangre en la papelera del cuarto de baño del occiso? ¿No pudo usted descuidarse y dejar pasar alguna herida?

La doctora Pernas fue categórica.

—No. Como le digo, una autopsia es un proceso estandarizado. Siempre lo hacemos de la misma forma. Las heridas no se te pasan: están o no están, es así de simple.

El hijo de Fulano se acercó a la mesa y consultó sus notas durante un cierto tiempo. El jurado aguardaba expectante. El juez le llamó al orden, momento en el cual, vestido de nuevo con su mejor sonrisa, volvió a acercarse a la testigo: era obvio que entraría a matar.

—Creo que acaba de ser usted madre por primera vez. Una niña, ¿no es cierto? Vaya por delante nuestra enhorabuena…

Antes de que la doctora Pernas pudiera siquiera agradecerlo, el fiscal elevó una sentida protesta.

—¡Señoría, las maniobras del letrado son infames! La maternidad de la doctora Pernas es un asunto privado que, se mire como se mire, no compete a este tribunal.

—Le ruego, señoría, que me otorgue un poco de margen. Enseguida explicaré los porqués de este interrogatorio y a dónde nos conduce.

El magistrado presidente dudó unos instantes, pero finalmente le permitió continuar, advirtiéndole, eso sí, que lo vigilaba a corta distancia y que, en cuanto cruzara la línea roja, le cortaría el privilegio.

—Doctora, según mis notas, en este momento está usted de baja laboral por maternidad. Lleva exactamente diez semanas y media sin acudir a su trabajo.

—¡Protesto! —se escuchó de la voz de un fiscal puesto en pie y notablemente enfadado.

—Denegada, continúe.

—Por el momento en que tuvo lugar el alumbramiento, usted debió de realizar esa autopsia embarazada de treinta y cinco semanas. ¿Mis cálculos son correctos?

—Si usted lo dice, lo serán. Lo mío no son las matemáticas.

—Con un embarazo casi a término, trabajando de pie, y con esas ropas tan incómodas, tendría que estar usted agotada. Supongo que se le hincharían los pies…

—¡No lo sabe usted bien!

—Interpreto su exclamación como un sí. Estaba cansada y deseando terminar con todo.

Fue en ese momento cuando Rocío Pernas alcanzó a ver la estrategia del fiscal y se colocó a la defensiva.

—Desde luego que sí. Cualquiera estaría cansada en esas circunstancias, pero eso no quiere decir que no siguiera el procedimiento establecido. Lo hice cansada, como cualquier otra mujer en mi estado, pero como marcan los cánones.

—¿Puede decirnos cuánto tiempo empleó en realizar esta autopsia, doctora Pernas?

La médico consultó sus notas, gafas en mano.

—En nuestro departamento, empleamos la técnica de Letulle para la práctica de las autopsias. Con ella, el tiempo empleado en la disección anatómica ronda las cuatro o cinco horas. Aunque con el cadáver propiamente dicho estamos cerca de dos. En este caso, dos horas y tres minutos: eso es lo que pone el informe.

—¿Cuánto tiempo suele tardar, por término medio, en hacer una autopsia?

—Depende de las circunstancias, pero, según le acabo de decir…

El abogado la interrumpió.

—Según mis notas, en esa primera fase, usted empleó dos horas y cincuenta y cinco minutos en su última autopsia; y tres horas y dos minutos en la precedente. Hay casi una hora de diferencia, lo cual no es baladí. Dígame, ¿no cree que, en la del señor Liu, fue usted demasiado rápido, que estaba ya con la cabeza en el paritorio? ¿No cree que, como era evidente que había muerto por aquellos tres tiros, no prestó la debida atención?

—¡Protesto! —chilló el fiscal—. Y pido, señoría, que conste en acta.

La cara de la testigo se tiñó de grana. Pensé que la habían pillado, pero está claro que no conozco a las mujeres.

—Se hará constar en acta. La testigo responderá —contestó el magistrado.

—Mire, caballero, yo soy una profesional. Medir mi trabajo por el tiempo que empleo o el número de meses de mi gestación indica un nivel de ignorancia y estupidez digno de un buey. ¿Acaso es mejor el abogado que hace discursos más largos o emplea más palabras? Yo creo que no. Si usted piensa lo que está sugiriendo, es decir, que mi colega y yo no hicimos bien nuestro trabajo, podría haber solicitado una segunda autopsia: estaba en su derecho. Sin embargo, no lo hizo. Y ahora es tarde. ¿Y sabe otra cosa? Con la sangre de una herida que se cierra con una tirita (que podría llevar semanas allí) no puede mancharse una zapatilla, un pantalón y una camiseta. Ni de broma —concluyó.

—Lo que me ha quedado claro a mí y al jurado, doctora, es que le falta objetividad, y es una verdadera pena porque de su testimonio depende la suerte de una persona muy querida en esta comunidad —incidió el abogado.

—¡Debo protestar otra vez, señoría, esto es ultrajante! No es un testigo de la defensa, es un perito forense. La actitud del letrado está confundiendo al jurado.

—De acuerdo, señoría, retiro la pregunta. Tengo otra pregunta sencilla para usted, doctora Pernas. Es sobre su informe, ese que descansa en su regazo y todos hemos leído ya. Verá, en la página tres, párrafo cuatro, dice usted que el señor Liu había recibido tres tiros, dos de ellos mortales de necesidad. ¿Es correcto?

—Lo es, sí.

—¿Se le ocurre por qué alguien querría disparar por segunda vez a alguien que ya está muerto?

—¿Que si se me ocurre? Pues claro que sí, se me ocurren muchas cosas. Pero ese no es mi trabajo, abogado, es el suyo o el de la policía.

—Tiene razón en eso. A mí sí se me ocurre: entiendo que quizás su asesino quiso dejar claro que era él quien mandaba.

—Protesto, especulación.

—Se acepta. ¿Ha concluido, letrado?

—Solo una pregunta más. ¿Presentaba la piel del señor Liu alguna zona tatuada?

—Sí: lo tiene usted en el exhaustivo informe, pero no me importa repetirlo. Tenía un tatuaje de un dragón de veinticinco por quince en el muslo derecho y otro más pequeño, de cinco por cuatro, en el brazo: unas letras chinas, creo, dentro de un triángulo.

Se acercó a su mesa y regresó con una fotografía de gran tamaño.

—¿Es este el tatuaje del que habla?

—Yo diría que sí.

Mostró la fotografía al jurado.

—Ahora sí que he terminado, gracias. Sin embargo, les pido que recuerden este signo porque volverá a aparecer: es el emblema de las triadas, el signo de las mafias chinas.

El magistrado presidente interpeló al jurado. Si tenían preguntas que formular al testigo, era el momento para entregar los papeles. Había varias. El alguacil las recogió. El magistrado se caló las gafas. Mientras repasaba las peticiones escritas movía la cabeza a ambos lados.

—Algunos de ustedes preguntan por qué no enviamos al laboratorio la citada tirita y salimos de dudas. Verán, aunque la reflexión es lógica, no resulta posible hacerlo. Hubo una fase de instrucción previa en la que las partes tuvieron la oportunidad de examinar esa prueba. Ahora ya no es posible. Si tuviéramos que readmitir cualquier prueba surgida en la fase de investigación, no acabaríamos nunca ni podríamos asegurar que se cumplen todas las garantías procesales. Lo siento. ¿Algo más?

La jurado número cinco, la señora de más edad, levantó la mano. El presidente la miró con extrañeza.

—¿Sí, señora Yllera?

La mujer carraspeó un par de veces antes de explicar al juez que había olvidado las gafas de cerca en casa, y que, sin ellas, no podía escribir. Si no tenía inconveniente, formularía su pregunta de viva voz. En otro caso, se la dictaría al ujier. Era sábado, hacía calor y todos deseábamos terminar. El magistrado admitió la petición.

—Gracias, señoría. Querría comentar algo. Verá, como yo estoy ya mayor, mis hijos se turnan para ayudarme en la cocina, porque los domingos nos juntamos casi veinte personas para almorzar. Por ejemplo, mi nieto Javi siempre está dispuesto a limpiarme los cacharros o a partir cebolla. No sé si lo sabe, pero, si se humedece el cuchillo, no se llora…, y de paso me recuerda que ponga sal. Como el médico me obliga a tomar todo soso, siempre se me olvida.

—Reunir a la familia es una gran cosa, señora Yllera, pero no alcanzo a comprender su pregunta.

—Bueno, es obvio: según ella misma ha dicho, la doctora Pernas también tiene alguien que la ayude. Tan embarazada como estaba en ese momento, es de suponer que su pinche de cocina, si me permite explicarlo así, le hiciese parte del trabajo. Quizás si hablaran con ella, lograríamos arreglar este malentendido…

La sala se había quedado en silencio: la mujer tenía toda la razón. El informe forense tenía dos firmas. El juez llamó a las partes a una vistilla. Escuchamos cuchichear. Era obvio que al fiscal no le hacía ninguna gracia, pero se tuvo que callar. Después cada uno volvió a su lugar y el magistrado presidente informó al jurado de que había decidido aceptar la sugerencia de la señora Yllera y llamar a la colega de la doctora Pernas al estrado. Había sido citada por ella, y su firma figuraba en el informe, de modo que procesalmente no veía problema alguno en hacerlo. Había varias sentencias del Supremo que certificaban su validez.

—Doctora Pernas, dé los datos al secretario y la buscaremos. Intentaremos que sea pronto. Y, por supuesto, las preguntas se ceñirán a lo tratado esta mañana.

Miré a mi derecha: Chantal estaba del color de los tomates maduros.

—¡Que no me llamen, que no me llamen! —susurraba.

—Señoría, no creo que haya mucho problema. La doctora Dupont ha venido conmigo. De hecho, en este momento está en la sala —aseguró.

Chantal ocultó la cara entre las manos.

Pernas secuestró a su ayudante al instante. La siguiente vez que la vi, estaba en el estrado.