Incómoda por tantos ojos fijos en ella, Rocío Pernas, jefa de Chantal y directora del Instituto de Medicina Legal de la ciudad, recorrió con presteza, incluso con cierta altivez, la distancia que mediaba entre la puerta y el micrófono. Llevaba un grueso informe en la mano.
Pese a sus ímprobos esfuerzos por mantener la espalda erguida y el porte digno, no pudo evitar dejar al descubierto una ligerísima cojera. Sus extraños andares llamaron mi atención. No eran asimétricos pero rítmicos, como suele ocurrir en otras cojeras; reflejaban, más bien, un cierto caos. La seguí con la mirada y caí en la cuenta de que evitaba apoyar el pie izquierdo. Y entonces lo comprendí: lo suyo no era tanto un defecto físico cuanto unos zapatos nuevos. Por la espera y el calor, era probable que le apretaran y se le hubiera formado alguna ampolla. El magistrado también debió de darse cuenta porque le informó de que, después del pertinente juramento, podía utilizar la silla si así lo deseaba.
Por lo demás, era una chica normal, de unos treinta y ocho o cuarenta años, bastante más alta que la media, con cara agradable y un poco rellenita. A excepción de los zapatos, que como decía parecían nuevos, vestía con descuido. Llevaba la falda arrugada y una mancha blancuzca adornaba la solapa de su americana azul marino.
Ya sentada, la mujer aguardó resignada la llegada de las tediosas preguntas de las partes. Mientras respondía a las cuestiones de rutina sobre su profesión, los años que llevaba ejerciendo como médico forense, el número de autopsias que tenía en su haber y algún que otro detalle menor, que no logro recordar, en su rostro apareció una expresión de hastío que se tradujo a palabras en cuanto tuvo ocasión, es decir, cuando el fiscal le dio los buenos días y le explicó por qué había sido convocada.
Formalmente, sus palabras no violaron el código de decencia que se espera en un juzgado, pero no ocurrió lo mismo con su contenido. La mujer dijo estar dispuesta a responder a las cuestiones que los abogados de la defensa o el ministerio fiscal quisieran formularle, faltaría más, lo que no entendía era por qué deseaban seguir interrogándola cuando el informe presentado por su oficina, revisado y firmado de su puño y letra, era concreto, completo y exhaustivo. Con solo leerlo, uno tenía la sensación de haber estado a su lado, realizando la autopsia al finado. Por si aquello fuera poco, alegó después que su oficina (Chantal me propinó un codazo y me aseguró que lo había hecho ella) se había tomado la molestia de realizar un breve resumen del mismo para los jurados, evitando el empleo de tecnicismos y otras expresiones que pudieran confundirlos.
El magistrado presidente la llamó al orden y le instó a contestar a todas y cada una de las preguntas que se le formularan, por muchas o reiteradas que fueran. Era un derecho de las partes y debía asumir su obligación. Pernas acató con un movimiento de cabeza, pero la reprimenda no logró cambiar su gesto avinagrado. De hecho, en cuanto el fiscal reanudó el interrogatorio, volvieron a asomar sus malas pulgas.
—¿Ha leído usted mi informe, letrado? Está todo ahí.
—Naturalmente, doctora Pernas. Y los jurados han recibido cumplida copia de su resumen. Se lo agradezco en su nombre y en el de todos. Sin embargo, necesitamos que nos conduzca a través de sus afirmaciones con el fin de poder entender el alcance de las mismas. Veamos, cuando se enfrentó al cadáver del señor Liu, ¿hubo algo que le llamara la atención?
—¿Se refiere a que estaba muerto y presentaba tres orificios de bala, o a otra cosa?
—Al resto. Sabemos ya cómo murió.
Se puso las gafas que llevaba colgadas en el cuello, abrió con parsimonia su informe y releyó algunos párrafos. Después, se las quitó.
—Pues si se refiere a eso, a tenor del estado de sus pulmones y de la edad que tenía, debió de empezar a fumar muy pronto y a hacerlo casi compulsivamente. Y también bebía. Bastante, creo. Pero quizás usted se refiera a otra cosa…
—En efecto, quería que se centrase en cualquier hecho que hubiera podido tener lugar en los momentos cercanos a su muerte.
—¡Ah! Pues puedo decirle que, amén de los tres disparos, recibió un número indeterminado de golpes en la zona abdominal que le ocasionaron una leve hemorragia interna. Podrían ser puñetazos…
—A consecuencia de esos golpes, ¿el señor Liu derramó sangre? Mi pregunta concreta es esta: ¿sangró exteriormente?
La mujer negó varias veces con la cabeza. Su cara mostraba desesperación, pero el fiscal no se inmutó. Una sonrisa llenó su cara durante todo el interrogatorio. Era un testigo crucial, y era de los suyos.
—Como acabo de decirle, los golpes recibidos le produjeron una pequeña hemorragia interna. Interna quiere decir que se mantiene en el interior y, por consiguiente, no sale a la superficie. De modo que la respuesta es no: fuera no se percibía.
—Cuando examinó el cadáver, ¿observó alguna otra herida que pudiera haberle causado un sangrado exterior, fuera de los balazos? Una herida sangrante, quiero decir.
—No. Lo pone…
—Lo sé, doctora Pernas, lo pone el informe. Pero quería asegurarme de que usted no vio ninguna otra herida, además de las de bala, por la que el finado pudiera sangrar.
Un asociado, distinto del que acababa de liarla, que había desaparecido de la sala (y supongo que, para siempre, de Fulano & sons), se levantó como si tuviera un resorte en el trasero.
—¡Protesto! Está dirigiendo a la testigo.
El fiscal levantó las manos, como si pidiese disculpas.
—Reformularé la pregunta. Doctora Pernas, si al difunto señor Liu le hubieran pegado tres o cuatro golpes en el estómago para mantenerlo a raya, y luego tres tiros, el cuerpo que hubiera recibido para examinar ¿presentaría un estado similar al que usted examinó?
Se lo pensó unos instantes.
—Creo que sí.
—De modo que si el asaltante se hubiera manchado de sangre del finado, esta debería proceder de alguna de las heridas de bala recibidas.
—Es muy posible, sí.
—¿Es muy posible o sí? —preguntó, replicando al hijo de Fulano. Hay que aprender allá donde se pueda.
Cruzó la pierna.
—Sí.
—Gracias. Recordarán los señores y señoras jurados que, en el interrogatorio anterior, el señor Corey nos ha asegurado que, en sus zapatillas, y también en los pantalones del acusado, aparecieron manchas de sangre tipo AB+, de un perfil genético coincidente con el del finado. Pues bien, la doctora Pernas acaba de confirmar que en el cuerpo del señor Liu no había más heridas que las de los balazos. En suma, sin otras lesiones de donde pudiera proceder esa sangre, debemos concluir que las manchas halladas en las ropas del acusado no solo pertenecen a la víctima, señor Liu, sino que tuvo que mancharse con dicha sangre cuando le disparó.
—Doctora Pernas, ¿puede recordarnos en qué franja temporal fijan ustedes la hora de la muerte del señor Liu? Sé que lo pone en su informe, pero le agradecería si pudiera leernos ese párrafo.
La forense se colocó de nuevo las gafas en el tabique nasal, buscó el párrafo demandado y leyó en voz alta:
—La muerte tuvo lugar entre las dos y las tres de la madrugada.
—Estoy seguro, señores jurados, de que todos ustedes se fijaron en la hora de entrada y de salida que recogía el vídeo que se visualizó en esta sala del señor Torino en las inmediaciones del domicilio del señor Liu. Por si, con tantos datos, lo hubieran olvidado, les recuerdo que entró a las 2.10 de la madrugada y salió a las 2.19, lo que resulta coincidente con la hora que acaba de indicarnos la doctora Pernas. Gracias, doctora. No tengo más preguntas.