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El segundo testigo de la acusación, un chaval joven, íntegramente vestido de negro, incluida la corbata de cuero, era experto en seguridad electrónica.

Dedicó cerca de diez minutos a disertar sobre los sistemas de videovigilancia, la grabación digital o el control perimetral. Explicó a la sala los tipos de cámaras, la diferencia entre televigilancia y videovigilancia y hubo de ser interrumpido por el fiscal porque era un pelmazo.

—Señor Rojas, ¿quiere usted hacer el favor de atenerse a la pregunta concreta que se le ha formulado?

—Lo siento, tiene razón. Es que me apasiona mi trabajo, y si me dejo llevar… En fin, veamos, el vídeo que acabamos de visualizar muestra desde dos perspectivas distintas la calle PPP a la altura de los números seis y ocho. Respecto a la hora en que los hechos ocurrieron, pueden notar que en la parte superior derecha de la pantalla hay un reloj, que marca el tiempo exacto. En suma, que esa persona que se ve en pantalla se personó en las inmediaciones de ese establecimiento del número seis, permaneció en esa zona nueve minutos y treinta y dos segundos, y por el mismo sitio que había llegado se marchó. Si lo captaron dos cámaras desde distintos ángulos es que estuvo allí ese tiempo. Eso no tiene vuelta de hoja: no se puede engañar al objetivo de una cámara.

—Señor Rojas, le hemos pedido que nos facilitara una imagen del calzado del acusado, antes y después de entrar en el negocio del señor Liu. ¿Son estas las fotografías que sacó de ese vídeo?

—Se trata de ampliaciones, pero sí, son esas.

El fiscal las proyectó sobre la tela blanca de la pantalla portátil.

—Gracias. Los miembros del jurado pueden constatar que, en la segunda fotografía, es decir, la tomada cuando el acusado salió de la vivienda del señor Liu, llevaba manchada la zapatilla izquierda. ¿Lo ven?

El fiscal miró al jurado. Todos sus miembros asentían.

—Quiero llamar su atención sobre esto porque es importante: sus zapatillas estaban limpias cuando entró y sucias cuando salió, de modo que tuvo necesariamente que mancharse en el interior, durante esos nueve minutos y treinta y dos segundos que capta la cámara. Los siguientes testigos nos ilustrarán sobre la composición de esa mancha. De momento, reitero: se manchó dentro. Gracias, señor Rojas. No tengo más preguntas.

—Y la defensa, ¿tiene preguntas?

Fulano se levantó. Estaba impecable, como recién salido de la ducha. Seguro que cuando era niño ni siquiera se manchaba en el parque.

—Sí, señoría. Tengo dos preguntas, ambas muy sencillas. La primera es esta: señor Rojas, ¿puede decirnos qué lleva en las manos el inspector cuando se aleja de la zona indicada?

Se quedó mirando la pantalla.

—Pues, según lo que indican las grabaciones, no lleva nada.

—De modo que tiene las manos vacías.

—Sí, mírelo: está a la vista.

—Yo lo veo, me gustaría que lo notaran también los jurados. Porque se acusa a mi cliente de haber robado dinero y drogas al fallecido, pero, a la vista de estas pruebas, que como nuestro experto señala son incuestionables, salió de allí con las manos en los bolsillos. Segunda pregunta: ¿entró alguien más en el domicilio del fallecido esa noche? Me refiero en el tiempo transcurrido entre que el inspector abandonó el lugar y la llegada de la policía municipal.

—¡Ah, buena pregunta! Sin embargo, no puedo responderle.

—¿Y cómo es eso?

—Muy sencillo: las cámaras están preparadas para la vigilancia del cajero y de la joyería, no para el domicilio del fallecido. Respecto a este último, existen muchos ángulos oscuros, ciegos, no visibles. De modo que ni siquiera podemos certificar por medio de las cámaras que entró en ese domicilio. Lo sabemos porque el inspector así lo ha declarado, y estas cintas y las huellas encontradas vienen a corroborarlo. Si el inspector hubiera llegado al número seis entrando por la izquierda, en vez de hacerlo por la plaza, es casi imposible que lo hubiéramos captado.

—De modo que si otras personas hubieran entrado esa noche por esa vía alternativa en ese domicilio no tendríamos constancia de ello. ¿Es así?

—Es así.

—Gracias, eso es todo. He terminado, señoría.

—En ese caso, llamaré al siguiente testigo de la acusación, que será el penúltimo de hoy.

Salomé se acercó y me susurró:

—¿Por qué no preguntan más? Casi no dicen nada.

—A mí me parece que han dicho más que suficiente, muy a mi pesar. Veamos qué pasa con el próximo.

—Agente Domingo Elizes.

Se abrió la puerta y entró un hombre de mediana edad. Vestía una camiseta de manga corta negra, un pantalón del mismo color y botas de cordones. Sobre la ropa llevaba un chaleco reflectante; en la mano, su gorra reglamentaria. El presidente le dedicó una larga parrafada sobre la necesidad de decir la verdad cuando uno sirve al Estado, como era su caso. Luego, le pidió que jurara y permitió que el fiscal le interrogara.

—Señor Elizes, ¿es usted el agente de la policía municipal número 231?

—En efecto.

—¿Sabe por qué causa comparece en esta sala?

—Sí, lo sé.

—¿Conoce al acusado, inspector Torino, o a algún miembro de su familia?

—No, señor.

—¿Conoce al fallecido Qiu Liu, o a algún miembro de su familia?

—No, tampoco.

—Muy bien. En ese caso, le pediré que nos cuente los hechos acaecidos el día de autos.

—Pues verá, el 27 de junio estaba de servicio y nos dieron aviso de que acudiéramos al número seis de la calle PPP, porque había habido una llamada alertando de una reyerta. Nos dijeron que podía haber algún herido, de modo que nos trasladamos con urgencia. Cogimos las motos y, en tres o cuatro minutos, estábamos allí. Eran, más o menos, las 2.45 de la madrugada. Al llegar, nos encontramos con que habían forzado la puerta del citado local a patadas. Desde fuera, se percibía cierto desorden, cajas por el suelo y cosas así, pero nada más. Sin embargo, había un ventanuco alto en la parte de atrás. Apoyándome en la espalda del compañero, conseguí encaramarme y vi lo que me parecieron los pies de un hombre. Se lo dije a mi compañero y decidimos llamar al jefe de sala para avisar de que íbamos a entrar. Y lo hicimos de inmediato. Por si acaso aquel hombre estaba herido y necesitaba asistencia médica, pedimos una ambulancia.

—Es una reacción muy lógica, agente. Continuemos. Su compañero y usted mismo, tras recibir la orden preceptiva, entraron. ¿Pueden explicarnos qué vieron?

—Bueno, como digo, en la parte de la tienda había bastante desorden, cajas volcadas, latas por el suelo… Pero en el interior, donde había una vivienda, las cosas estaban bastante peor. Habían abierto los armarios y volcado los cajones; todo estaba patas arriba, como si hubiera entrado un ladrón y buscara algo valioso que llevarse. En medio de aquel caos, había un hombre, con los brazos extendidos sobre la cabeza. Nos acercamos a él para auxiliarle, pero comprobamos que ya estaba muerto. Le habían disparado tres veces. Entonces, llamamos de nuevo y el aparato se puso en marcha. Para no contaminar la escena, tras comprobar que no había nadie más allí dentro, salimos con cuidado y permanecimos fuera, con la señora que había llamado por teléfono y algún otro vecino que luego se sumó, impidiendo que nadie entrara hasta que llegara la gente del juzgado.

—Dígame, ¿había mucha sangre?

—Había sangre junto al cadáver, como es normal, pero nada en los alrededores. Como si el ladrón, después de matar a ese hombre, hubiera salido corriendo.

El fiscal se volvió hacia el jurado y proyectó una nueva imagen.

—Voy a pedirles que miren esta fotografía. Es la del cadáver del señor Qiu, tal y como fue encontrado. Sé que es desagradable, pero es necesario que lo vean. Quiero que se fijen en los brazos, que están sobre la cabeza, estirados. Agente, cuando vio el cadáver en esa posición, ¿qué fue lo que se imaginó que había pasado?

Fulano contraatacó.

—¡Protesto! La imaginación del agente municipal no interviene en este juicio.

Pero Pérez estaba presto a la batalla.

—Lo primero que a uno le viene a la cabeza al ver una escena tiene importancia, señoría: nos permite acercar al jurado al lugar de los hechos.

—Denegada. El testigo responderá.

—Imaginé que, en respuesta a la amenaza de un hombre armado, había levantado las manos y que, en ese momento, le habían disparado.

—Gracias, no haré más preguntas.

Fulano se levantó con parsimonia para informar a su señoría y al jurado que formularía una única cuestión al testigo.

—Con la venia. Señor Elizes, gracias por su presencia. Como nos comentaba, la autoridad competente realizó una inspección exhaustiva del domicilio de Qiu. ¿Puede decirnos si encontraron drogas, armas o dinero?

—Nosotros no encontramos nada, porque no buscamos, pero, que a mí me conste, los que llegaron después hallaron un arma de pequeño calibre, cerca de cinco mil euros y unas cuantas pastillas. Drogas, vamos.

—Es decir, que no le habían robado.

Elizes movió vivamente la cabeza.

—No puedo responder a esa pregunta. De hecho, resulta imposible de contestar al desconocer qué había dentro antes de que entraran. Lo único que yo puedo certificar es que lo que encontraron no se lo habían llevado.

—Gracias, eso es todo.

—El testigo puede retirarse. Señores jurados, supongo que estarán ustedes cansados. Es lógico, llevamos un día intenso. De no darse las circunstancias que luego explicaré, lo dejaríamos por hoy y continuaríamos mañana. Pero para la declaración del siguiente testigo ha sido necesario realizar ciertos trámites y… En fin, no creo necesario explicarles los detalles, pero deben saber que es preceptivo que declare hoy. Voy a ordenar un receso para que preparen los medios técnicos. Quince minutos. Tras esta declaración, todos podremos volver a casa.

Propusieron ir a buscar un café en la máquina del pasillo. Yo no quería abandonar mi sitio, pero tampoco me apetecía dejar a Chantal demasiado tiempo sola con Salomé: podría contarle cualquier cosa, de modo que me fui con ellas, dejando, eso sí, mi pañuelo sobre la silla, por si servía de algo.

—¿Tú fumas, Salomé? —le preguntó Chantal, mientras se tomaba un café con avellana.

—No. Una persona a la que odiaba cuando era niña siempre fumaba encima de mí. Ya ha muerto, gracias al cielo, pero, desde entonces, odio esa costumbre. Perdonadme, debo ir al baño —añadió, antes de marcharse.

Su tono contenía tanto resentimiento que Chantal y yo nos miramos extrañados.

—Esa mujer, tu secretaria, ¿es una chica maltratada?

—¿Por qué lo dices?

—No lo sé, deformación profesional, supongo. Pero parece tener ese estigma. Es muy característico.

—No sabría qué decirte. Tampoco la conozco tanto. Pero, en efecto, tiene un toque peculiar. No me refiero a la forma de vestir, sino a su actitud en general. En fin, ¿qué te parece el juicio? —pregunté para cambiar de tema.

—Pues que lo del testigo sorpresa, oculto, sin identidad, me suena la mar de bien. Pero como no nos demos prisa, nos lo perderemos. ¿Crees que alguien te habrá robado el pañuelo? —me preguntó con una sonrisa socarrona.