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Bien, empezaremos con los testigos del ministerio público. Que comparezca doña Helena Sáenz-Díaz —indicó el presidente.

Pérez se levantó. Se ajustó la toga y se separó el flequillo de los ojos. Verdaderamente, parecía un niño, o, al menos, un fiscal «en prácticas».

—Con la venia, esta fiscalía pide que la testigo declare sentada, si no es inconveniente.

—Coloquen una silla junto al micrófono —ordenó el magistrado.

Mientras se ejecutaba la orden, en la sala apareció una señora entrada en años. Vestía un traje nuevo, lleno de volantes y encajes en color fucsia, más propio de una boda que de un juicio. Sé que era nuevo porque había olvidado quitarse la etiqueta, que asomaba de la cremallera de su espalda con una refulgente pegatina que decía: «50%». Había ido a la peluquería, donde le habían cardado el pelo hasta hacerlo parecer un casco inexpugnable. El agente judicial la acompañó hasta la silla emplazada en el centro de la sala, junto a un micrófono de pie.

—Diga usted su nombre completo, por favor…

La señora obedeció.

—Helena Sáenz-Díaz.

—¿Profesión?

—Mis labores. Soy mayormente ama de casa, ¿sabe?

—Ama de casa. ¿Estado civil?

—¿Cómo dice?

—Que si está usted casada, soltera, viuda…

—Viuda desde hace diecisiete años, para servirle.

—Viuda. Señora Sáenz-Díaz, ¿jura usted por Dios o promete por su honor que el testimonio que va a prestar se atiene a la verdad? Debe saber que, de no decir la verdad, cometerá un delito de falso testimonio por el que puede ser castigada.

La señora se recolocó un pelo del flequillo, que se le había movido, y miró a los ojos al hombre manifiestamente ofendida.

—No sé, joven, por qué me habla de esa manera: yo siempre digo la verdad. Pregunte lo que le venga en gana y yo responderé.

—¿Eso significa que jura? —inquirió el oficial, incapaz de abandonar su traje de burócrata.

—Sí, que juro.

—Siéntese, por favor.

Pérez caminó despacio hacia ella. Ya que el magistrado lo había permitido, él también iba a disfrutar del privilegio.

—Doña Helena, buenos días. Represento al ministerio público, soy el fiscal. Muchas gracias por venir. Quisiera hacerle algunas preguntas sobre lo que ocurrió el día de autos.

—Para eso he venido, claro.

—Gracias, allá voy. Dígame si es correcto que vive usted en la calle PPP, en el número seis, en la primera planta, justo encima del local donde el señor Liu regentaba su tienda de ultramarinos y tenía su vivienda.

—Yo no sabía que vivía allí. Pero lo de la tienda sí lo sabía. Lo veía allí de cuando en cuando, casi siempre a última hora de la tarde. El resto del tiempo atiende el negocio una china morena… Bueno, no sé si hay chinos que no sean morenos. En fin, que luego, mismamente, pasó lo que pasó.

—Eso le quería preguntar. En su opinión, ¿qué fue lo que pasó?

—¡Ah, pues no lo puedo decir exactamente! Hubo voces y gritos. Llamé a los municipales y vinieron enseguida. Entraron en el local, y yo me quedé fuera. Luego me dijeron que el señor chino estaba muerto.

—Escuchó usted los gritos.

—Los sentí, sí, señor. Algunos airados, fuertes. Después, más ahogados, no sé si me explico…

El fiscal no le respondió.

—¿Entendió lo que decían?

Dudó. Finalmente, se irguió y respondió.

—No, señor. Mismamente, no.

—¿Nada, ni una frase? Dice que los primeros gritos fueron fuertes y airados, así los ha llamado usted misma. Entiendo con ello que hablarían muy alto, ¿cómo es posible que no escuchara ni una sola frase?

La mujer se aferró con fuerza a su silencio.

—Doña Helena, ¿se encuentra usted bien? ¿Quiere que le traigamos un vaso de agua?

Negó con la cabeza.

—¿Necesita que le repita la pregunta, señora?

Negó de nuevo.

—Pues, entonces, le agradecería que contestara. ¿Puede repetirnos lo que escuchó aquella noche, por favor?

Se cruzó de brazos mientras negaba con vehemencia:

—¡De ninguna manera, faltaría más!

El fiscal lo intentó por activa y por pasiva, pero no hubo forma de que la testigo se apease del burro. El juez terminó por intervenir.

—Señora Sáenz-Díaz, ¿acaso está usted asustada? ¿Alguien ha osado amenazarla?

Nueva negativa.

—Le aseguro que no debe tener miedo. A usted no se le acusa de nada. Todos sabemos que es un testigo, nada más que un testigo.

—No tengo miedo.

—Entonces, ¿por qué no quiere responder?

Se estiró el vestido y se recolocó los volantes, mientras explicaba:

—Me ha dicho Susana, mi vecina del cuarto, que ustedes graban todo lo que los testigos dicen y que luego lo ponen en Internet y la gente lo ve.

Un murmullo se elevó por la sala; el presidente ordenó silencio.

—El juicio se está grabando, en eso tiene razón, pero no lo colgamos en Internet. En todo caso, a usted eso no le afecta —explicó el presidente.

La mujer le quitó la palabra.

—¡Claro que me afecta! Dirán que tengo la boca sucia, que no tengo educación. Solo estudié dos cursos en el instituto, porque tenía que trabajar, pero es suficiente.

Las carcajadas llenaron la sala. Rodrigo, el jurado número nueve, levantó la mano. El juez, cuyo tic comenzaba a producir dentera, le informó de que no estaban previstas las intervenciones orales de los jurados. El financiero se apresuró a escribir una nota y a pasársela al juez, que procedió a su lectura.

—Señoría, si mi abuela fuera la testigo, se comportaría de la misma manera que doña Helena. Lo digo porque, en esos ambientes delictivos, la gente suele ser muy mal hablada. Como salta a la vista, la testigo es una mujer educada, y resulta fácil de comprender que no quiera repetir esas expresiones de viva voz. Por eso, se me ocurre que quizás pueda escribirlas en un papel y que otra persona las lea en su nombre…

Todos los jurados, a excepción de Cris, prorrumpieron en aplausos ante la agudeza de su compañero. El fiscal se hizo eco de la sugerencia, y Fulano no se atrevió a protestar.

—¿Sabe usted escribir, señora Sáenz-Díaz?

—Sí, señor. Y leer y contar. Y canto bastante bien —respondió. Una enorme sonrisa llenaba su cara.

—¿Le parecería bien escribirnos las frases que oyó? Nosotros las leeríamos después, en alto.

—¡Ah, me parece muy bien!

Trajeron un folio y un bolígrafo. Y, tras un par de minutos, pudimos oír la esperada frase. El secretario judicial la leyó en voz alta.

—¡Maldito chino, hijo de la gran puta, te voy a matar! —dictó.

—¿Es eso lo que oyó, señora? —repreguntó el fiscal.

—Sí, señor.

—¿Nada más? Después de esa discusión, ¿no oyó nada más?

—Golpes, ruidos de muebles, gritos de auxilio y cosas que no entendí: yo no sé chino. ¡Ah, y los disparos! Fueron tres. Al principio, no supe que eran disparos: me parecieron petardos. Luego, cuando la policía me contó lo del asesinato, me enteré.

—Le agradecemos mucho su testimonio, señora. Como ustedes han podido escuchar, miembros del jurado, quien hablaba lo hacía en español. Y mencionaba la palabra «chino» en tono despectivo. De tratarse de un compatriota, no es lógico que se hubiera expresado en esos términos. He terminado, señoría.

Fulano no se levantó esta vez. Habló desde su sitio y chillando.

—¿Oye usted bien, señora Sáenz-Díaz?

—A las mil maravillas. Desde que me puse el audífono, lo oigo todo. ¡Fíjese que casi me parece escuchar los pasos de las hormigas! Usted también debería mirarse el oído, si chilla tanto es que lo tiene mal.

Sin bajar el tono continuó.

—Y si no lleva puesto el audífono, ¿oye bien?

—¡Ah, no, mucho peor!

—Entiendo. Y para meterse en la cama, ¿se lo quita?

—¡Naturalmente! No soy tonta. Es un aparato muy caro y hay que cuidarlo. Aunque no me muevo mucho en la cama, podría romperlo. O perderlo, que sería peor. Aunque tengo contratado un seguro que…

Fulano zanjó en seco su verborrea.

—Es lógico, sí. ¿A qué hora suele acostarse usted, señora Sáenz-Díaz?

—A eso de las once. A veces, si la película se alarga, a las doce.

—¿Y el día de autos, se acostó a la hora habitual?

—Sí.

Fulano bajó el tono de voz hasta convertirlo en un susurro audible para gente con buen oído. De hecho, nosotros escuchamos la frase completa.

—De modo que a las dos de la mañana de aquel día, cuando empezó la supuesta discusión, usted estaba en la cama, dormida, y su audífono se hallaba en la mesilla. ¿Está segura de que oyó lo que dice?

—¿Puede usted repetir? No le he escuchado bien.

—No hay más preguntas, señoría.