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Salomé dijo que se iba a la peluquería (sospeché que se había liado con el peluquero, de lo a menudo que iba) y Paco que iba a tomar una cerveza en el bar donde trabajaba Cris, la jurado número dos, a ver si conseguía averiguar algo. Debería haber aprovechado la ocasión, pero no lo hice. Tras sopesar cómo abordar a Chantal, llegué a la conclusión de que se salía por completo de mis posibilidades, de modo que bajé la vista y, con un gesto imperceptible del mentón, me despedí de ella hasta la sesión de la tarde. Después, maldiciendo mi suerte, salí del edificio camino de una tasca cercana a la que había echado el ojo por la mañana.

Tras el aire acondicionado, los treinta y dos grados de la calle fueron como una bofetada, y me dejaron clavado en la puerta, pensando si no sería preferible acercarme a casa. En esas estaba cuando dos golpecitos en el hombro me hicieron volverme. Era Chantal, con su enorme manual de Anatomía entre las manos y su bolso rojo, de muñeca, colgado del brazo.

Sonreía.

—Voy a ir a un sitio que conozco a tomar algo. Está aquí al lado. Si estás solo, si no vas con tus colegas, quizás quieras acompañarme. Cada uno paga lo suyo, claro. Es por si pensabas que… —Volvió a echarse a reír—. Lo siento, ya he vuelto a liarla. No te sientas obligado si tienes otros planes…

Me faltó tiempo para decirle que estaba dispuestísimo a servirle de compañía.

—¡Me encantará! Iba a dedicar el receso a consultar mi cuaderno de notas. Podríamos hacerlo juntos.

—Perfecto. Pero antes debes saber algo sobre mí.

Puse cara de decepción. Seguro que una chica mona como ella estaba casada o tenía pareja. Quizás, hasta tuviera hijos. Hay chicas que se casan muy jóvenes. Pero no iban por ahí los tiros, gracias a Dios.

—Fumo, ¿sabes? Sé que es una estupidez sabiendo lo que los cigarrillos hacen. Porque he visto los pulmones negros y cavernosos de los cadáveres de los fumadores, pero no puedo dejarlo. Ni quiero. Lo digo porque, si no te molesta, mientras vamos me gustaría tomar mi dosis de nicotina.

—En absoluto —afirmé, aliviado, aunque odio el olor del tabaco.

Aliviado y feliz. Porque allí, delante de una Coca-Cola light y de una ensalada mixta por mi parte, y de una cerveza y unos pescaditos fritos por la suya, Chantal y yo tuvimos nuestra primera cita. Profesional, nada serio, pero ¿acaso importa? Una cita es una cita.

—¿Qué te ha parecido la intervención del fiscal, Efrén? Tú eres abogado —indagó. Tenía la boca llena y se tapó con la servilleta para evitar que se le escapara la comida.

Me encogí de hombros.

—No sabría juzgarlo. Soy novato: este es mi primer juicio penal. Pero la verdad es que me ha gustado. Se nota que le faltan tablas, pero creo que ha tenido bastantes aciertos.

—¿Por ejemplo? —me interrogó, al tiempo que me tendía un trozo de pescado. Lo comí con gusto. Sabía a mar y a gloria. Con el gustillo del aceite de fritanga y del exceso de sal, regresé a épocas pasadas, aquellas en las que no me veía los pies pero en las que comer era un verdadero placer. Sonreí su atrevimiento, y añadí:

—Mi dietista no me deja tomar esas cosas, pero te lo agradezco: hacía tiempo que no saboreaba un veneno tan rico.

—¡Vaya, lo siento! Perdona. No sabía que estuvieras a régimen. ¿Eres diabético?

—No, solo gordo.

—¡Hombre, no exageres! Te sobran algunos kilos, eso es todo. Así es la vida, a ti te sobran kilos y a mí me faltan centímetros. ¿Sabes qué número calzo?, ¿a que no lo adivinas? ¡Venga, nos apostamos el café!

Negué con la cabeza. Hubiera sido incapaz.

—¡Un treinta y cuatro: lo mismo que una niña de diez años! ¿Y sabes qué tiene eso de malo? Que las niñas de diez años no llevan tacones, ni visten a la moda, y me las veo y me las deseo para encontrar unos monos… ¿Y la ropa interior? ¡Eso sí que es una hazaña! Puedo escoger entre princesas Barbie, Justin Bieber o flores hawaianas… ¡Vaya! No sé por qué te estoy contando estas tonterías. Perdona. Continúa, te he interrumpido: me hablabas de los aciertos del fiscal.

Tuve que hacer esfuerzos para concentrarme. La imagen de Barbie princesa se me antojaba de lo más sugerente.

—Sí, bueno… Creo que su primer punto fuerte ha sido presentar a Liu como un delincuente. Que no era un hermanito de la caridad resultaba evidente, pero hacerlo tan abiertamente ha hecho pensar al jurado (o, al menos, a mí) que era un fiscal confiable, que siempre nos iba a decir la verdad. Y ha quitado esa baza a la defensa. —Abrí el cuaderno en el que había tomado nota de algunas de sus frases y las leí en voz alta—: «Estoy seguro de que la defensa se esmerará en airear todos los trapos sucios del occiso. Se lo aviso con anticipación para que luego no les pille de sorpresa. Todos tenemos algo en nuestras respectivas trastiendas, cosas que nos disgustaría que conocieran nuestros amigos o nuestras familias; cosas que, con razón o sin ella, nos avergüenzan. Ustedes, yo, el elegante abogado defensor, su señoría incluso; todos ocultamos cosas. Liu también tenía cachivaches en su trastienda, pero eran mucho más sucios que los de la mayoría. Aun así, aquí no juzgamos nuestras trastiendas, ni las de Liu, sino a quien supuestamente le ha arrancado la vida. Y por ahí vendrán mis pruebas. Se las presentaré puntualmente, sin dejar ninguna».

—Tienes razón, eso ha estado bien. Puede que no haya convencido al jurado de que Torino es un asesino, pero ha creado el clímax para que esperen con avidez y receptividad la presentación de las pruebas. No obstante…

—¿Qué, hay algo que no te haya gustado?

Asintió. Bebió un sorbito de cerveza y me contestó:

—Ha presentado a Liu como un minúsculo traficante, como una víctima del sistema. A tenor de sus gestos, no creo que esa parte haya convencido al jurado. Presentarle como un delincuente de poca monta podría ser una buena estrategia para desmontar posibles argumentos de la defensa, pero se ha hallado una fortuna en casa del inspector, y varios de los jurados están en paro o sufren apuros económicos. No se van a creer que medio millón es algo de andar por casa. Consulta tus notas, a ver si ha sido apreciación mía.

Pasé varias páginas hasta que di con un párrafo que había copiado casi íntegramente, y que daba la razón a mi nueva amiga.

«Liu no pertenecía a una cepa consagrada de la mafia china, si es que alguno de ustedes está pensando en algo así. Nació en un barrio periférico, en una familia sin padre. Era un niño de la calle, como tantos otros, que sobrevive como puede. Le trajeron a nuestro país escondido entre pacas de prendas de algodón y lo emplearon en una tienda. Pero él quería prosperar. Tenía un primo segundo que estudiaba química en la universidad, allá en China. Le resultó sencillo fabricar la 2CB. Liu se encargaba de venderla a los camellos locales. Resultaba fructífero, aunque no lo suficiente para que sus compatriotas se preocuparan por él y le echaran el guante…»

Lo pensé unos instantes.

—¡Pues vas a tener razón! Es mucho dinero para que lo dejen pasar así como así. En fin, empate: uno a uno. ¿Qué juego crees que puede dar Pérez a partir de ahora?

Chantal se encogió de hombros.

—Bueno, no diré que sea un hombre capaz de hipnotizar, pero creo que logrará que ese puñado de desconocidos tenga una causa común sobre la que discutir. ¿Tú trabajas para la defensa o para la acusación?

—Para ninguno. Pero espero que le condenen —respondí.

—¿Por qué?

—Digamos que odio a los policías corruptos… ¿Y tú?

—Yo aún tengo mis dudas, porque el abogado defensor parece un lince. Pidamos la cuenta. Tenemos que regresar.

Mientras nos la traían, como de pasada, comentó:

—¡Pobre mujer! Me refiero a su madre. No importa lo malvado que sea, no importa lo que haya hecho o dejado de hacer, ninguna madre debería enterrar a un hijo. Es antinatural. —Se detuvo y cambió de tono para afirmar—: Y ese tío que le han puesto al lado, ¡válgame el cielo! ¡Parece la encarnación de Mao Tse-Tung, pero en flaco!