Era el turno de la defensa.
No me pilló por sorpresa. Lo había presenciado con anterioridad: Fulano de Tal es un maestro de la escena, un prestidigitador. Modula la voz como si fuera un predicador. Se muestra altivo cuando hace falta y cercano cuando no queda otro remedio. Sabe hacer llorar y sabe enfadar a la gente, llenarla de ira hasta que execra el veredicto esperado. Es, en suma, un hombre al que disgusta tanto perder que hace lo necesario para obtener una victoria.
El alegato inicial era suyo. Luego, ya encauzado, dejaría el juicio en manos de sus hijos y de los asociados que hubiera destinado. Pero mientras llegaba ese momento, era la estrella alrededor de la cual todos orbitaban.
Se puso en pie y se ajustó pausadamente la cinta de su impecable toga: ni corta ni larga, en su justa medida, como el terciopelo de su delantera. Luego, pidió permiso para acercarse al jurado, que el presidente, tras un instante de duda, le concedió de inmediato. El fiscal había hablado desde su mesa. Con la primera victoria en el bolsillo, sonrió con esa sonrisa cautivadora que tan bien conozco.
—Con la venia. Señoría, señores jurados: de todo lo dicho por el joven fiscal, hay solo una cosa cierta —sentenció. Todos notamos cómo se detenía en el adjetivo. Llamar a alguien joven en aquel contexto equivalía a despreciarle por inexperto—. Pero el ministerio público tiene razón en ella y yo quiero ser justo y reconocérselo. Hablo de la delicadeza de su misión. En efecto, su misión es delicada. Por ello, ambos, acusación y defensa, les rogamos encarecidamente que no se dejen llevar por opiniones poco fundadas, por susurros sin soporte, por juicios de valor. Como bien saben, para ejercer la justicia a la que han sido llamados no necesitan saber de leyes. Yo les hablaré lisa y llanamente, de modo que puedan entender sin excepciones cada una de mis expresiones.
»Lo primero que quiero decirles, y todos ustedes van a entenderme, es que los hechos no ocurrieron tal y como los ha expuesto el ministerio fiscal. Lo que mi joven colega les ha contado no es cierto, es solo una fantasía que él mismo se ha construido. El inspector Torino es un policía ejemplar, trabajador y competente, un buen policía. La noche de autos, cuando entró en el domicilio del señor Liu, no enseñó su placa porque iba disfrazado. Mi cliente lleva años trabajando, con alto riesgo para su integridad, como agente camuflado, y no podía echar por tierra una tapadera tan difícil de construir. El señor Liu le recibió con malos modos y, como podrán escuchar, disponía de un arma. Gracias a Dios, no disparó porque en otro caso mi cliente estaría a dos metros bajo tierra. Él, como es preceptivo, mantuvo su arma guardada y no la mostró. Por estos hechos, no se merece un veredicto de culpabilidad sino una medalla al valor. Sí, eso es lo que deberíamos darle: una medalla al valor.
»Señoras y señores jurados, les pido que me dediquen unos minutos. Quiero mencionarles tres hechos de los que vamos a hablar mucho durante los días que dure este juicio: el primero, el fallecido señor Liu; el segundo, mi cliente, el condecorado inspector de policía Rafael Torino; el tercero, las triadas.
»Respecto al difunto señor Liu, sepan que tiene un historial delictivo extenso que corresponde a lo que era: un delincuente consagrado. Bien conocido por la policía con distintos apodos como Yo, Black, Gha o Piu, entre otros, antes de su fallecimiento, había sido detenido en treinta ocasiones por delitos menores. En el momento en que murió, era seguido de cerca por mi cliente, debido a que pesaba sobre él la fundada sospecha de que había montado una red de tráfico de sustancias estupefacientes, drogas de diseño procedentes de un laboratorio químico ubicado en su país de origen, China. El inspector Torino fue a hablar con él haciéndose pasar por un camello de medio pelo. Cuando llegó estaba vivo y cuando abandonó ese domicilio seguía vivo. Nadie va a asegurarles que esto no es así, porque no puede. Y esa es precisamente la cuestión: a mi cliente se le juzga por asesinato, es decir, que el fiscal tiene que demostrar, por encima de toda duda razonable, que mi cliente disparó al señor Liu y lo mató. Teniendo en cuenta que no tienen el arma, eso es casi imposible. En ese sentido, entiendo que esta causa debería haberse sobreseído y no haberles hecho perder el tiempo. Pero el fiscal no lo cree así, y debemos seguir.
»Respecto a eso, nada puedo hacer.
»De mi cliente, el inspector Torino, deben saber que tiene una profesión tan honrada como meritoria y estrictamente necesaria para mi seguridad y la de cada uno de ustedes. Como inspector jefe de la sección de estupefacientes de la policía nacional que se encarga específicamente de las llamadas drogas de diseño, su labor estriba en quitar de las calles esas sustancias que matan el espíritu y anulan el cuerpo de nuestros jóvenes. Su trabajo no es fácil. Él y sus colegas combaten el crimen desde la raíz. Por ello, para avanzar en sus investigaciones, deben mezclarse con rameras y traficantes, con camellos y tahúres, con soplones e indeseables. Para que su posición sea creíble, viven como ellos, viven con ellos, tragando saliva al verse obligados a ser testigos de comportamientos execrables. Cuando consiguen reunir suficientes pruebas, lo ponen en conocimiento de la fiscalía. Así funcionan.
»Eso es lo que mi defendido pensaba hacer con el señor Liu cuando fue detenido debido a una denuncia anónima, algo que, en mi opinión, es un grave error de la ley: quien denuncia tendría que dar la cara. Porque, como argumentaremos, es muy posible que sea uno de esos delincuentes el que, con ánimo de venganza, haya montado una escena que, a todas luces, huele a falsa.
»El tercer hecho sobre el que llamaré su atención es que el señor Liu era ciudadano chino. China es un gran país, pero sus mafias ancestrales, las llamadas triadas, son peligrosas. Estoy seguro de que han oído contar algunas de sus terroríficas historias. Uno de los testigos de la defensa les explicará qué hacen estas triadas y cómo lo hacen. Pues bien, como les decía, el señor Liu era chino, nació en Wenzhou. Lo que ha omitido es que ese lugar es una de las cunas de esas mafias. Liu quiso funcionar por libre, olvidándose de que los largos tentáculos de las mafias le alcanzarían. Probablemente, hubo una advertencia previa; la segunda fue mortal. Por eso está muerto. El condecorado inspector Torino nada tiene que ver con ello.
»Si me preguntan ustedes si mi cliente entró en la tienda del señor Liu el día de autos, a la hora indicada, mi respuesta es sí: lo hizo. ¿Mantuvieron una discusión? Sí, así fue: el señor Liu hablaba a gritos, como tantos chinos; maldecía y amenazaba, como tantos delincuentes. Finalmente, tras obtener la información que buscaba, el inspector Torino abandonó la tienda del señor Liu, se fue a su casa y se durmió. Eso es todo lo que el ministerio público podrá probar, porque fue lo que pasó. Lo demás es mera especulación.
»Como bien ha señalado al iniciarse este juicio el ilustrísimo magistrado que lo preside, nuestra Constitución configura la presunción o el estado de inocencia como un derecho fundamental. Permítanme que les detalle en unos segundos qué queremos decir con eso. Presunción de inocencia es el derecho de todo acusado a ser considerado inocente en tanto en cuanto no se establezca legalmente su culpabilidad. En la práctica, y en lo que a ustedes, a mí y al inspector Torino compete, ese principio significa que corresponde a la fiscalía buscar y presentar las pruebas que acrediten la existencia del delito y la autoría del señor Torino. Mi cliente no está obligado a demostrar que es un policía honesto y leal y que no ha asesinado o robado a nadie; muy al contrario, es al ministerio público a quien incumbe probar su culpabilidad. En otras palabras, y a mayor abundamiento, el ministerio público debe reunir suficientes pruebas que les convenzan a ustedes de que deben destruir esa presunción de inocencia. Pues bien, señores, debo advertirles que eso no va a producirse. Por ese motivo, pido la libre absolución de mi defendido. Gracias.
Fulano volvió a su posición, satisfecho de sí mismo. Palmeó cariñosamente a su cliente en el hombro y se sentó. El juez miró el reloj y todos le imitamos. Eran las dos y cinco. Demasiado tarde para continuar.
—Nos tomaremos un par de horas para almorzar. Continuaremos a las cuatro. Les ruego que sean puntuales. Y les advierto, señores jurados, que lo que acontece en esta sala debe quedarse en esta sala: ustedes, y no sus familias, sus amigos o los periodistas especializados, son los encargados de poner un veredicto. No se dejen influir, no hablen con nadie de ello. Ni siquiera entre ustedes fuera de aquí. Les recuerdo también que, a cada uno, se le ha asignado una retribución de noventa y ocho euros al día mientras dure este juicio, para que esta labor no les sea económicamente gravosa. De modo que almuercen bien y tomen luego un café cargado: esta tarde tenemos mucho trabajo. Gracias. Buen provecho.