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La aparición del inspector Rafael Torino en la sala motivó una larga colección de exclamaciones del público. Los jurados, que habían sido aleccionados al respecto, vestidos de objetividad, se abstuvieron de hacer comentarios sonoros, y satisficieron su curiosidad en silencio y cada cual a su modo. La mayoría lo hacía de reojo, los ojos pululando como insectos por la sala, dirigiendo las miradas alternativamente a las partes, sin atreverse a posarse en nadie concreto. Pero había dos salvedades: Cris, la jurado número dos, y Rodrigo, el financiero. Me fijé en cómo los ojos descarados de la mujer se dirigieron al acusado en cuanto se sentó y que Torino, lejos de evitarlo, le mantenía la mirada y sonreía. ¡Aquellos dos estaban coqueteando! Es más, por un instante especulé con que se conocieran. Y me pareció tan posible que me acerqué a Paco.

—Deberíamos investigar a esa tía, ¿no crees? Porque sería una mala noticia, muy mala, que Salomé tuviera razón.

—Lo haré. Aunque no será fácil. Trabaja de camarera en un antro de los peores. En esos sitios, nadie habla.

Salomé se sumó a la conversación. Permaneció con la vista puesta en el testigo, pero se inclinó un poco hacia Paco y añadió:

—Comprueba su cuenta corriente. Si hay unos cientos o un par de miles de euros de más es que se conocen. Torino es de los que la tienen pequeña. Necesita pistola o cartera. Y esa chica parece más inclinada por la cartera. ¡Mira, mi Rodrigo también ha captado los gestos!

En efecto, el financiero miraba alternativamente a su colega de bancada y a Torino. Yo también miré a este último. Lo hice con descaro; total, ¿quién iba a recriminármelo? Aparentemente, no era más que otro curioso sentado entre un público sembrado de curiosos.

El inspector se había afeitado con profundidad y cortado el pelo al estilo tradicional. El pendiente definitivamente había desaparecido de su oreja. El traje gris marengo, tengo que admitirlo, le sentaba que ni pintado. Habían pensado en todo. La camisa blanca escondía convenientemente el espeso vello de brazos y pecho, de donde procedía su apodo, ya que, por lo general, los velludos esconden un punto siniestro. Una corbata discreta, azul marino, completaba el atuendo haciéndole desprender el aire muelle de los ejecutivos de empresa familiar. A la luz de los focos, aquel disfraz, esmeradamente preparado, le hacía parecer virtuoso en vez de innoble; un cordero en lugar del lobo que era.

Dejé de observarlo cuando el magistrado presidente tomó la palabra. Su señoría (esta vez con fortuna) dio la enhorabuena a los jurados por su elección y les explicó el desarrollo normal de un juicio. Señaló que la secretaria judicial daría lectura al acta con los escritos de calificación y que luego el ministerio fiscal y la defensa, por este orden, explicarían su apreciación de los hechos y las razones por las que pedían determinadas pruebas o llamaban a determinados testigos. Insistió tres veces en que, de momento, no había ningún culpable, porque regía la presunción de inocencia. Por si no sabían qué significaba lo explicó.

Tres veces.

La secretaria judicial se acercó al micrófono y con voz monocorde dio comienzo a la lectura. Cuando se quitó las gafas, dando por concluida su labor, una mujer se abrió paso, medio a empujones, entre el público. La policía intentó detenerla, pero ir medio vestida (o medio desnuda) en un tribunal de justicia no era suficiente motivo para ponerle la mano encima. Lupo se giró al escuchar la voz, de fuerte acento de Europa del Este.

—¡Me alegro de que te trincaran, cabrón! Me alegro por mí y por todas las compañeras a las que llevas años vejando aferrado a tu placa. Te has aprovechado de todas nosotras, nos has robado, violado y vendido drogas. Ahora ha llegado tu turno: ¡jódete! Si quiere usted, señoría juez, que contemos al jurado lo que este hijo de puta nos ha hecho pasar durante años, yo me ofrezco voluntaria. Estoy dispuesta a jurar sobre la Biblia y todo eso…

Fulano, instintivamente, se llevó el dedo índice a los labios, como pidiendo silencio. Después, protestó con brío. El magistrado presidente puso orden de inmediato, se secó la frente varias veces con su pañuelo arrugado y pidió al alguacil que sacara a la mujer de la sala, pero cuando dijo al jurado que no debía dejarse influir por los comentarios de aquella señora, su voz sonó divertida. La susodicha se marchó muy digna, con la espalda erguida y los pechos al viento, a lo Agustina de Aragón. Al llegar a la puerta, se volvió y sonrió. Miré a Paco y supe de inmediato que esa sonrisa le iba dirigida.

«¡Bravo, socio!», pensé. Diga lo que diga su señoría, nadie olvida lo que ha oído. Y, aunque no fuera una actuación capaz de decantar la culpabilidad o inocencia del acusado, reducía necesariamente su credibilidad. Lo que, en última instancia, podía decantar a un jurado indeciso.

Miré a la jurado número dos: Cris estaba muy seria. Los demás sonreían con malicia.

El presidente, nervioso como una rata enjaulada, ordenó silencio y aseguró que esas cosas no iban a volver a pasar. En su sala no. Y, sin más interrupciones, se caló las gafas, repitió la bienvenida y dedicó al jurado un discurso lacrimógeno sobre la honestidad, la valentía, la sinceridad y el sentido profundo de la justicia. Lo llevaba escrito, pero eso no lo mejoraba: era malo a rabiar, tanto que hasta él se dio cuenta y, dejándolo a medias, cambió de tercio.

—Supongo que todos ustedes son propietarios de un teléfono móvil. Yo también. Pero en la sala debemos mantenerlos apagados. No es suficiente con silenciarlo: hay que desconectarlo, y este es un buen momento para hacerlo. Si quieren salir de la sala, en la medida de lo posible, y siempre que no sea estrictamente necesario, agradecería que esperaran a que hubiese un receso, o a los pequeños intervalos entre un testigo y otro, porque si no esto es un jaleo… Y hechas estas precisiones, daremos paso a las exposiciones iniciales.