La sala de un juicio es un lugar deprimente.
Quizás no lo sean todas, quizás solo la número dos de nuestra Audiencia Provincial, pero esa fue mi sensación al ver aquellas sillas escasamente aceptables arracimadas en sectores, como guetos, y el micrófono plateado en medio, tan solitario como uno de esos cardos esbeltos que se yerguen en la vera de los campos de colza. Lejos de arreglarlo, el olor a jabón desinfectante que ondeaba desde la entrada de la sala no hacía sino empeorar la imagen global. Sin embargo, lo que iba a acontecer en su interior era de tal suerte importante que pronto se me olvidarían esos otros detalles.
El día en cuestión amaneció espléndido. Soleado, pero con una brisa fresquita que lograría mitigar el calor de la estación: estrenábamos mayo. Me desperté casi de madrugada. Desayuné una tostada integral con un café con leche desnatada y aguado («La leche es veneno», suele decirme mi dietista online. «¿Conoces algún animal que tome leche después de destetado?») y me entretuve leyendo los diarios en Internet. En cuanto el reloj alcanzó una hora decente, me fui caminando hasta la Audiencia. Ya teníamos jurado: el juicio entraba, por fin, en la fase interesante y no quería perderme un detalle.
Tardé más de lo previsto en entrar en el edificio. El escáner se había averiado y había una larga cola de periodistas acreditados ante el control de seguridad. El funcionario responsable debía de tener por máxima la inmutabilidad, y se tomaba su tarea con la misma calma que si no hubiera aglomeración.
Cuando por fin alcancé mi destino, me encontré con que la sala tenía las puertas abiertas de par en par. Eché un vistazo antes de atreverme a entrar porque habitualmente es el magistrado el que da el pistoletazo de salida. Sin embargo, ruidos y conversaciones caldeaban ya el interior. Asomé la cabeza. Mucha gente no había, media docena de personas a lo sumo. Miré a derecha e izquierda. Como nadie me detuvo, avancé.
Igual que en los días previos, cuando aún la sala no estaba preparada para la función definitiva, me dirigí a la última fila. Pero alguien se había afanado mi sitio. Lo primero que sentí fue indignación, una indignación que contuve con grandes esfuerzos porque aquello era un hurto en toda regla. ¿No era de mala leche que, habiendo tantas sillas vacías, todas igual de incómodas, aquella mujer fuera a ocupar precisamente la mía? ¡El día anterior me había pasado largas horas intentando acomodar mi culo en ella!
De inmediato, se impuso la prudencia. Por muy hombre de costumbres que sea, aquel no era mi sitio: no pasaba de ser uno de los muchos asientos de plástico negro mate colocados en aquella sala estrecha y larga que olía a lejía con limón. Además, y aunque ignoraba por qué lo había ocupado, la probabilidad de que fuera para fastidiarme era casi nula. Aunque, claro, la prudencia, por definición, se encuentra en el término medio. No iba a echarla a patadas, pero tampoco permitir que me arrinconara y luego me robara. Me acerqué hasta allí dispuesto a reconquistar educadamente mis antiguas posesiones y, entonces, cuando estaba a un solo paso del enemigo, me dio un vahído, uno muy fuerte; vamos, que me invadió un terrible y hasta entonces desconocido vértigo: la okupa era una verdadera preciosidad.
Me quedé petrificado ante ella y la contemplé estupefacto. Leía un libro muy gordo. Parecía un tratado sobre algo; por lo repulsivo de los dibujos que alcancé a ver, era de Medicina. Levantó la vista y esbozó una sonrisa. ¡Válgame Dios, todo en ella era admirable!
—Perdona, ¿necesitas algo? —me dijo con desparpajo, uno encantador.
Porque, como seguro saben, hay desparpajos y desparpajos. Uno es el de Salomé, apoyado en prótesis de silicona y faldas cinturón. Otro es el del deslenguado con gracia hiriente (de esos había varios en el despacho de Fulano) y otro era el suyo: la desenvoltura de quien no se arredra ante las circunstancias, que sale de las situaciones azarosas esbozando una sonrisa y preguntando lo que, por obvio, nadie se atreve a mencionar.
Desperté del ensueño y me comporté incluso más torpe e inseguro de lo habitual. Es decir, que, sin pronunciar palabra, me coloqué a su derecha, en la silla contigua. No había empezado con buen pie, pero ella no pareció notarlo.
—A mí también me gusta la última fila: se ve todo y nadie te mira —aseveró, mientras cerraba el manual. Práctica forense, rezaba la carátula—. ¿Defensa o acusación?
—Abogado —respondí.
—¡Ah!
A su expresión, que sonó decepcionada, le siguió un instante de silencio hostil, como si dudara si debía o no dar el siguiente paso. Afortunadamente para mí, lo dio. Tras tamborilear un par de veces con los dedos sobre la tapa del manual, se presentó:
—Yo soy médico forense. Como quien dice, acabo de sacar plaza. Solo llevo once meses en esta ciudad y, fíjate por dónde, en mi primera semana, ya tengo un cadáver sobre la mesa. Gracias a Dios, solo soy la segunda de a bordo… ¡Perdón, qué torpe: ni siquiera me he presentado! —Se giró hacia mí y me tendió una mano pequeña, infantil, en la que lucía un inmenso anillo de colores vivos, tejido con abalorios minúsculos. Su apretón fue fuerte y amistoso—: Chantal Urizitebarrena…
Rompió a reír en cuanto vio mi cara de perplejidad. Aquello era para nota: ¿lo llevaría apuntado, haría ensayos ante el espejo para pronunciarlo todo seguido?
—¡Le pasa a todo el mundo! —explicó—. Menos mal que no me han llamado al estrado. Al pobre fiscal se le hubiera trabado la lengua. Como habrás podido imaginar, vengo del norte. Todo el mundo me llama por mi nombre, Chantal, o emplean mi segundo apellido: doctora Dupont.
—¿Bilbaína? —especulé.
Sonrió pero respondió saliéndose por la tangente.
—Mi madre es francesa, de ahí el nombre —aclaró.
Los de Bilbao (como también los de Donosti) dicen enseguida que lo son, como si sus gentilicios equivalieran a alguna suerte de título nobiliario. Sin embargo, aquella chica de apellido impronunciable guardó silencio, prueba de que contaba con un secreto no apto para recién llegados, algo que me llenó de gozo e incrementó a mis ojos varios enteros su valor.
—Y tú, ¿tienes apellido?
Esta vez fui yo el que sonrió. Chantal tiene ese don: sacar de ti tu mejor sonrisa.
—¡Tal para cual! Yo me apellido Porcina. Efrén Porcina.
No podía parar de reír. Se retorcía en la silla negra, mientras las lágrimas se le escapaban por las esquinas de sus ojos oblicuos color Coca-Cola zero.
—¡Menos mal que solo estás un poco gordito: si no todo el mundo haría chistes con tu apellido! —concluyó entre hipos.
«Un poco gordito.»
Al escuchar esa frase sentí cómo mis noventa y ocho kilos (¡sí, ya he pasado a las dos cifras!) entraban en el paraíso. Jamás nadie me había hecho un cumplido tan maravilloso. De haberme confundido con Brad Pitt o con Tom Cruise no me hubiera sentido mejor. Pero cuando estaba a punto de alcanzar el éxtasis, cuando ya la miel se deshacía en mis labios, llegó Salomé y lo fastidió.
En cuanto tuve delante su minúsculo vestido negro de tirantes, sus tacones, sus largos pendientes de color turquesa y su moño alto, se me cayeron definitivamente las legañas de los ojos. Fue en ese preciso instante cuando supe que había cometido un error imperdonable, un error de bulto. Y me pareció mentira que hubiera tardado tanto tiempo en darme cuenta de que Romaní y asociados no era mi vida, solo mi trabajo. Y, por las mismas, que Salomé no era tanto mi tabla de salvación cuanto un apaño. Y, mirando a Chantal de reojo, comprendí que una comida caliente, un par de tetas y un poco de cariño no bastaban. Que podía vivir, que había vida fuera del cuatro duplicado y de Romaní y asociados.
—Buenos días, cariño, ¿quién es tu amiga? —me interpeló con tono desdeñoso.
Con disgusto en la voz (nunca antes me había llamado así), hice las presentaciones.
—Chantal, ella es Salomé: mi secretaria. Chantal es médico forense.
—¡Secretaria y socia, no te vayas a pensar! —me reprochó—. Encantada de conocerte. ¿Sabes que le has quitado el sitio? Efrén es como los viejos, animal de costumbres: una vez que escoge un sitio, siempre se sienta en el mismo lugar.
Le hubiera retorcido el pescuezo en aquel mismo instante.
Digna de encomio, Chantal hizo ademán de levantarse, solo ademán. Porque le costaba y porque no le permití acabar el movimiento. Le sujeté la mano y pronuncié alguna de esas frases hechas: «De ninguna manera», o algo así. Su crema de manos desprendía un olor dulzón. Y, por si alguno se ha quedado intrigado, diré que si le cuesta levantarse no es porque padezca algún tipo de discapacidad. Lo que ocurre es que Chantal es bajita, tanto que, cuando se sienta, los pies no le llegan al suelo. Los balancea como los niños en los pupitres de los colegios. Calculo que no pasará de metro y medio, y eso siendo generoso. Sin embargo, todo en su cuerpo resulta dulcemente proporcionado. Es una estatura perfecta para ella, que la convierte en una especie de diosa pecosa, comprimida, sin defectos ni entresijos, con una sonrisa perfecta, una mirada limpia y un precioso pelo oscuro cortado a lo Nefertiti.
En el pequeño forcejeo, la chaqueta, colgada en el respaldo de la silla, cayó al suelo. Era la pieza que completaba el juego de un conjunto rojo con un ribete negro con el que iba vestida. Me levanté para recogerla, pero antes de hacerlo me entró la curiosidad y eché un vistazo a la etiqueta. Quería saber cuál era su talla.
Me llevé una sorpresa mayúscula: talla 12. Zara júnior.
¡Vestía ropa de niña!
El mazo del presidente indicó que la función comenzaba y que debía concentrarme en el juicio.