No estamos en Norteamérica: esto es España. Torino no es el presidente del consejo de administración de una empresa petroquímica al que le van millones con la sentencia: es un inspector que, a lo sumo, se juega unos años a la sombra. Digo esto porque, si alguno ha visto películas o leído libros sobre juicios penales celebrados en los Estados Unidos y espera batallas de espionaje y sobornos, se va a sentir decepcionado: en la piel de toro la selección del jurado resulta una tarea mortalmente aburrida.
No quiero que se me entienda mal. Como en los Estados Unidos, la composición del jurado resulta vital porque un solo miembro puede arrastrar a los demás a un veredicto sorpresivo e incluso irracional. Pero, a diferencia de lo que ocurre allí, en España no se estila que los carísimos bufetes de abogados defensores gasten millones de euros en contratar expertos en selección de jurados. En la sala donde nos habían colocado, no vimos psicólogos de corbata observando hasta los más ligeros movimientos del cuerpo de los candidatos. Estoy seguro de que fuera tampoco había expertos estudiando su caligrafía o costumbres, interrogando a los vecinos o indagando en su pasado a fin de distinguir rasgos ocultos que pudieran perjudicarlos y así formular recusaciones más certeras.
Por otro lado, alrededor de Torino no se daban cita intereses comerciales; ninguna empresa ganaría o perdería cantidades considerables con un veredicto de culpabilidad o de inocencia, ni ningún político se jugaba su lucrativa silla. De haber sido así, alguien estaría recabando información sobre los pecadillos de cada uno de los candidatos: qué no confesaron el día de su boda, dónde y cuándo se fumaron a hurtadillas aquel porro, qué manifiesto antialgo firmaron, o con quién se habían acostado fuera de lo esperado. En nuestro juicio, si es que puedo llamarlo así, la cantidad de dinero invertido en la selección del jurado era mínima.
Pese a todo, cuando entramos a la sala aquella mañana, llevábamos los deberes hechos: los nombres de aquellos candidatos que no querríamos ver ni en pintura y aquellos por los que claramente apostábamos.
No siendo parte en aquel proceso, lo nuestro era papel mojado, aun así de esas personas dependía textualmente nuestro futuro. Por ello, en las noches previas a la selección, y desde que tuvimos noticia del resultado del sorteo, del listado de los candidatos que se personaron y de los primeros descartes, nos reuníamos en casa e investigábamos. Y mientras cenábamos algo ligero, nos sumergíamos en la bendita red, que llega a parecer el ojo de Dios, y rastreábamos los perfiles de cada uno de los nombres que allí figuraban escritos.
A cuenta de esas horas conectados a Internet puedo decirles que, de cinco de los candidatos, no logramos información alguna: eso significaba que nunca habían aparecido en un trámite administrativo de exposición pública, ganado unas oposiciones o pagado una sanción administrativa. De otro, un hombre de cincuenta y dos años, que aparecía en la lista de beneficiarios del Plan Renove de electrodomésticos de la Dirección General de Industria y Comercio, supimos que contaba con antecedentes penales añejos, pero parecía haber rehecho su vida: se había casado, había tenido tres hijos y trabajaba en una fábrica. Doce de ellos tenían página en Facebook y tres en LinkedIn. Cinco personas estaban afiliadas a partidos políticos (dos al Socialista, dos al Partido Popular y la quinta a Izquierda Unida) y otra había firmado en un manifiesto de indignados.
Solo de la mitad encontramos fotografías. Pero fueron suficientemente ilustrativas para permitirnos cerrar nuestra propia lista de preferencias.
Como decía, la selección comenzó con un poco de retraso por el tema del aire acondicionado. Eso había puesto al magistrado presidente de mal humor. Eso y que la mitad de los convocados habían declinado «la invitación de la justicia» (así lo llamó) y presentado excusas diversas.
Con modales bruscos, ordenó empezar por el estudio de las causas aparentes y de los certificados médicos. En poco más de diez minutos, liquidaron todos. La primera era una señora cuya partida de nacimiento aseguraba que había nacido en 1926. Como superaba la barrera de los sesenta y cinco y además estaba sorda, se la eximió. Las dos siguientes también fueron inmediatas: una mujer primeriza de cuarenta años, embarazada de treinta y siete semanas que argüía que podía ponerse de parto en cualquier momento y que debía acudir con frecuencia al cuarto de baño, por lo que no aguantaría tantas horas sentada; y un hombre de treinta y dos que decía no cumplir los requisitos por padecer un tipo de enfermedad (no entendí de qué enfermedad hablaba) cuyo tratamiento le atontaba impidiéndole hacerse cargo de deliberaciones y argumentos. Tanto este como la mujer embarazada presentaron sendos certificados médicos. La quinta excusa fue la de un joven que había desempeñado funciones de jurado dos años antes.
Las justificaciones de los demás jurados potenciales solo intentaban evitar que les hicieran perder su valioso tiempo asumiendo responsabilidades que, creían, correspondían a otros: «Tengo un negocio que atender, señor juez, y no tengo quien me sustituya», había escrito el primero, con lamentos de cordero degollado. Tampoco sus vecinos fueron demasiado originales: «Tengo un contrato basura. Si me ausento durante una semana, me ponen de patitas en la calle». «Soy demasiado joven, no sabría qué decir: es mejor que busquen a alguien más experimentado.» «Mi padre está delicado de salud; si le pasa algo, tendré que ausentarme, y les estropearé el veredicto.» «Preparo oposiciones: no puedo dejarlo así como así.»
Todas fueron desestimadas sin discusión y con la misma celeridad que en el caso anterior. Si, según el dictado constitucional, la justicia emana del pueblo, no puede ejercerse sin el pueblo, quiera este o no.
Una vez vistas las excusas, llegó el turno de las recusaciones, algo que las partes pueden hacer sin alegar causa alguna, hasta cuatro por equipo. La fase anterior había sido tan rápida que el magistrado presidente —que seguía de un humor de perros— ni siquiera concedió un receso.
Defensa y acusación empezaron con sus interrogatorios. Sus preguntas no eran rebuscadas ni sesudas, pensadas por mentes calenturientas obsesionadas con los detalles sórdidos. Eran, por decirlo de alguna manera, puro sentido común: les preguntaron uno a uno, repetidamente, si tenían opinión formada, favorable o desfavorable, sobre la policía; si contaban con algún familiar que trabajara en alguno de los cuerpos y fuerzas de la seguridad del Estado; si conocían al acusado directa o indirectamente; si habían leído en los periódicos los pormenores del caso y se habían formado una opinión; si se sentían capaces de ofrecer un juicio objetivo y atenerse a las pruebas; si estaban a favor de la legalización del tráfico de drogas o de la anarquía, y cosas por el estilo.
Tras las respuestas, el juez eliminó a dos personas por tener relación directa con la causa (uno había sido detenido por Torino y el otro era primo de un sobrino de su madre) y el fiscal recusó a tres de las cuatro personas que figuraban en la lista negra que nosotros habíamos compuesto. Dejó, sin embargo, a la jurado número dos: una mujer de cuarenta años que había sido inscrita en el Registro Civil con el nombre de Cristina María, aunque prefería que la llamaran Cris. Estaba divorciada dos veces y trabajaba de camarera en un bar. Figuraba como persona no deseada porque, cuando Salomé vio sus fotografías en Internet, aseguró que su gesto chulesco (que, sin duda, lo tenía) le resultaba desagradable.
—Parece una puta y Torino es un chuloputas. No me gusta la mezcla. Seguro que causa problemas —aseveró con desdén—. Hay que investigarla.
Yo lo que pensé fue que, al menos por su vestimenta, me recordaba a Salomé. Y que era el verse reflejada lo que no le gustaba, aunque ustedes comprenderán que me abstuviera de hacer comentarios.
En el otro extremo de la lista estaba el jurado número nueve, la antítesis de la citada Cris, y uno de nuestros favoritos. La defensa lo miró con malos ojos, pero nada pudo hacer porque había agotado sus recusaciones. El número nueve respondía al nombre de Rodrigo. Había estudiado Derecho pero trabajaba de financiero en una consultora de nombre británico. En las fotografías colgadas en su perfil de Facebook se había quitado la corbata, pero sus ropas, sus gestos, las fotografías de viajes a destinos exóticos, todos sus movimientos delataban sus orígenes y su presente: olía a banquero, y, por las mismas, solo parecía desear que el juicio acabara cuanto antes.
Yo no supe qué pensar de él, pero a Salomé le fascinó desde el principio.
—¡Él es la clave! —aseguró, con tanta o más contundencia que en el caso anterior—. Esa tal Cris querrá guiar al jurado, y solo Rodrigo puede detenerla. Al fin y al cabo, como abogado es capaz de captar la importancia de determinados hechos.
Bueno, no quiero enrollarme más con este tema. Cuando salimos de la sala aquella mañana, el caso Torino tenía jurado: seis hombres y tres mujeres, entre los titulares, y un hombre y una mujer como suplentes. De los hombres, tres trabajaban establemente y uno estudiaba; dos se hallaban inscritos en el Inem y otro era empresario. Entre las mujeres, dos eran amas de casa y otra profesora jubilada. La cuarta era Cris.
Los norteamericanos, que son los que más han estudiado estas cosas, afirman que los mejores jurados son hombres de mediana edad que ejercen una profesión remunerada. En este caso, las cosas pintaban bien. Pero estaba Cris. Esa mujer cada vez me preocupaba más. Parecía una tía con carácter, capaz de arrastrar al resto hacia sus posturas, y, por lo que percibí, se inclinaba por Torino. Creo que, de haberla visto, cualquiera de ustedes hubiera coincidido con nuestras apreciaciones.
Aunque siempre nos quedaba Rodrigo.
Obviamente, todos juraron o prometieron hacer las cosas como mandaba la ley.