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Asesinato con toda suerte de agravantes, veintidós años: de eso iba el juicio. Así lo entendió la juez instructora, que apreció ensañamiento, alevosía y precio. El ministerio público y la defensa tomaron buena nota y se prepararon también para el resto de los cargos (tráfico de drogas, robo, blanqueo de capitales y no sé cuántas cosas más), aunque lo principal era el crimen.

El crimen: esa era la espina que, en ese momento, llevaba clavada en las entrañas y no me dejaba dormir. Y no por el difunto, que, como decía, espero que se pudra eternamente en el infierno, sino por el juicio en sí.

A ver cómo me explico sin pasarme de la raya…

Si alguno, en vista del poco tiempo empleado en la instrucción, y de la abundancia de pruebas, pensaba que estaba ante uno de esos casos evidentes, casi de trámite, se equivocaba. Tratándose de un crimen nada resulta sencillo, ni simple, ni evidente. En primer lugar, por la naturaleza del hecho, siempre oscuro y lleno de recovecos; en segundo, porque en España ese delito se juzga en un tribunal con jurado. Cuando se imparte justicia en un tribunal con jurado pueden ocurrir muchas cosas, pero casi ninguna será evidente, ni fácil, ni simple.

En los juicios con jurado hay un magistrado presidente que dicta sentencia e impone, en su caso, la pena y las medidas de seguridad que procedan, pero el veredicto, que es, en suma, lo medular, lo emite el jurado. Con eso quiero decir que los nueve miembros titulares, y los dos suplentes si se diera el caso, son los que tienen en su mano proclamar la culpabilidad o inculpabilidad del acusado, y eso sin saber de leyes, sin distinguir un recurso de una sandía, o sin tener constancia de si tribunal va con b o con v. Basta con que sean mayores de edad, sepan leer y escribir (el dominio ortográfico es opcional), no estén tocados del ala ni sean delincuentes, políticos o funcionarios (con perdón por la proximidad).

Algunos sesudos especialistas opinan que intentar mezclar los dictámenes de un juez profesional con las opiniones de un paisano censado en la provincia (doña Encarna, mi vecina, pongamos por caso) es tan inútil e irracional como batir agua y aceite, y que de tan innatural mezcla solo pueden derivarse veredictos inexpertos o inauditos. Yo, hasta el caso Torino, no opinaba del mismo modo. Estaba convencido de que juntos, el togado y doña Encarna, prudente y lista donde las haya, podrían alcanzar un provechoso equilibrio en beneficio del sistema. De hecho, he leído que menos del diez por ciento de los veredictos han sido anulados o modificados por jueces profesionales cuando se ha interpuesto un recurso. Sin embargo, ahora que es mi cuello el que espera la sentencia, ya no lo tengo tan claro. Es más, si me dieran a escoger, con los ojos cerrados optaría por un jurado profesional o, al menos, por uno mixto.

Esa es la raíz de la preocupación que manifestaba hace un momento. Que el de Torino se convirtiera en uno de esos juicios con resultado sorpresivo; que Lupo le cayera simpático al jurado y lo dejaran libre como el viento. Si lo declaran no culpable, el fiscal puede recurrir, conforme, pero ni Salomé ni yo tendremos una segunda oportunidad: si sale libre, si pone los pies en la calle siquiera por unas horas, se nos come vivos.

En todo caso, así lo dicta la ley.

Y con estos bueyes hay que arar.

Me parece que tengo que centrarme porque estoy yéndome de nuevo por las ramas.

Intentaré dejar de filosofar y ajustarme en los prolegómenos del juicio.

Veamos: el primer ingrediente para cocinar un juicio como este es, precisamente, contar con un jurado: once ciudadanos mayores de edad (nueve titulares y dos suplentes), seleccionados al azar, y dispuestos a cumplir con esa sagrada misión.

Creo que, de nuevo, me pierden mis carencias. Voy a aclarar esto. Cuando digo que te seleccionan al azar no quiero decir que, un día por la tarde, mientras paseas tranquilamente por la avenida, tomándote un helado de chocolate y avellana (soñar no engorda), alguien te toca el hombro y te dice que has sido seleccionado para ser jurado. En realidad, hay un proceso mucho más aséptico. En cada provincia, bienalmente, la Oficina del Censo Electoral hace un sorteo y confecciona una lista general de candidatos a jurado. Posteriormente, cuando hay una causa, se efectúa otro sorteo y se escogen treinta y seis candidatos, de los que saldrán los once que finalmente se las verán con el supuesto criminal.

Pululando por el juzgado, supe que, en la causa contra Torino, de los treinta y seis candidatos convocados solo se presentaron veintidós, lo cual era más que suficiente, si tenemos en cuenta que veinte es el mínimo. De modo que el magistrado designado apretó el botón y la maquinaria se puso en funcionamiento: se trataba de examinar con lupa a esos veintidós ciudadanos para conocer si, desde un punto de vista jurídico, podían considerarse buenos candidatos a jurado, un encargo que, por otro lado, era de obligada aceptación.

La cita era a las diez de la mañana del miércoles siguiente. La vista era pública. Y nosotros tres, anónimos ciudadanos interesados en la causa, podíamos acudir si lo deseábamos. Y por supuesto que lo deseábamos. Y cuando, con media hora de retraso sobre el horario previsto, porque el aire acondicionado metía un ruido rarísimo (agudo, casi estridente) que imposibilitaba escuchar lo que allí se decía, y hubo que esperar a que llegara un técnico y lo arreglara, la selección comenzó, Paco, Salomé y yo nos hallábamos sentados en la última fila, observándolo todo, tomando nota y cruzando los dedos por si acaso.