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Como estaba previsto, Torino fue puesto de inmediato a disposición judicial.

Contaban con setenta y dos horas, pero no les hizo falta tanto tiempo. Al día siguiente, en la preceptiva audiencia, el ministerio fiscal pidió prisión provisional para el imputado. La juez, con buen criterio, entendió que había bastantes motivos para creer que era criminalmente responsable del delito y que había peligro de destrucción de pruebas y riesgo de fuga, de modo que elevó la detención a prisión, puso el auto en conocimiento del ministerio público y lo notificó al procesado. A nosotros, su señoría (una preciosidad, por cierto) no nos dijo nada, pero, de no haber sido imprudente, le hubiéramos enviado la caja de bombones más grande del mundo: su decisión nos permitiría, por fin, dormir tranquilos y retomar, al menos temporalmente, nuestra vida normal.

Mientras en el juzgado de instrucción comenzaban las diligencias de investigación, nosotros volvimos a los testamentos, los problemas de don Justo con los inquilinos morosos, el despido de don Félix y los protocolos familiares: había que comer.

Tengo algunos contactos en ese juzgado. No todas las semanas, pero sí cada quince días, me acercaba por allí y recababa datos. Según me dijeron, los del maletín también pululaban por aquellas dependencias pero, claro, como no los conozco, no los vi. Por esas visitas pude enterarme de que la actividad instructora engordaba el expediente por minutos. Había muchos indicios. Y lo más importante, resultaban suficientes para concluir que existían sospechas fundadas de la participación de Torino en la muerte de Black, así como en el robo de su dinero y de su droga.

En una de mis últimas visitas, no recuerdo el mes, pero sé que me había quitado la bufanda porque ya el sol empezaba a calentar, debía de ser marzo o abril, me llevé una grata e inesperada sorpresa.

—Todo hecho, Porcina. El ministerio público acaba de solicitar la apertura de juicio oral —me comentó mi amigo, el secretario judicial.

—¿Cómo que todo hecho? ¿Qué han pasado, ocho, nueve meses?

—Diez, para ser exactos.

—¡Pues ya se han dado prisa! Os vemos montados a lomos de burra vieja y, de pronto, os subís al AVE. ¿Qué ha pasado?

—Estoy tan sorprendido como tú. Nadie sale de su asombro. Se dice que la cúpula policial ha ejercido mucha presión. Y es verdad, porque se les ha visto por aquí. El tío es un veterano inspector antidroga, y es lógico que sus jefes quieran quitarse el grano del culo cuanto antes. Pero yo creo que hay más… ¿Has visto los periódicos de hoy? —Negué con la cabeza—. Pues léelos y te enterarás de que la semana próxima, en la misma Audiencia Provincial, empieza el juicio contra ese alto cargo de la Junta al que han pillado con las manos en la masa.

—¿Y eso qué tiene que ver con Torino?

—¡Macho, se ve que hacer testamentos te está envenenando las neuronas! A ver, piensa: al político le van a juzgar por cohecho y apropiación indebida: un rollo macabeo para los periodistas. Si les pones en la sala de al lado un juicio por asesinato, con drogas, chinos y dinero, lo que pinta la mar de divertido, ¿a cuál crees que los corresponsales novatos van a asistir?

—Es posible que tengas razón.

—La tengo, amigo. Pero ahora debo marcharme. A ver si nos vemos fuera de aquí, con unas birras.

—¡Hecho, pago yo!

En cuanto salí del juzgado, telefoneé a Paco y a Salomé y los cité en el cuatro duplicado para aquella misma tarde. Luego, me fui de compras y volví con una botella de cava y un cuarto de kilo de un buen jamón serrano partido en lonchas finas como el papel de fumar. (Para su información, en el régimen de este mes, de primer plato toca jamón serrano: resulta un poco caro, pero es bastante efectivo. ¿Saben ustedes cuánto peso? ¡Nada más y nada menos que cien kilos y medio: a un paso de las dos cifras!)

—¡Ya está! La función comienza… —exclamé, mientras descorchaba el cava.

Salomé, que se pierde en las palabras, me exigió que me explicara «sin considerandos», es decir, de forma que ella pudiera entenderlo todo. Aquel día vestía vaqueros ceñidos y una cazadora de cuero negro, a juego con una ridícula gorra que parecía sacada de una película de mafiosos de Harlem de los años cincuenta. Por no hablar de que le faltaba la moto.

—Lo que quiero decir es que han reunido suficientes elementos para calificar los hechos y procesar a Torino. El trabajo del juzgado de instrucción ha concluido. Ahora, la juez, como marca la ley, remitirá el sumario a la Audiencia Provincial. Allí designarán por sorteo a un magistrado presidente; se nombrará un jurado y comenzará el juicio. El de verdad, Salomé: de su resultado depende que Torino continúe en prisión o salga libre.

—¿Y a qué viene el cava, acaso no lo esperabas? —me preguntó Paco—. Yo lo daba por hecho.

—Verás, Paco, con la justicia, como con las mujeres, siempre se pueden y se deben esperar sorpresas. No cabía duda de la abundancia de indicios: le hemos dado tráfico de estupefacientes, allanamiento, corrupción y un muerto sobre la mesa con tres tiros a bocajarro. Sin embargo, tú y yo sabemos que la realidad es otra…

—No es otra, Efrén, Torino es un asesino, un traficante, un corrupto y un ladrón. Lo que dicen las pruebas es exactamente la verdad.

Asentí enfadado.

—De acuerdo, pero el fiscal no hubiera llegado a esas conclusiones de no haberle dado un empujoncito.

—No volvamos a las andadas, ¿vale?

—No, no volveré. Pero olvidas una cosa: nosotros no somos los únicos que jugamos este partido. Torino es policía y tiene amigos policías y ha tenido mucho tiempo para pensar. No conviene subestimarlo. Igual que nosotros hemos preparado el terreno, puede pedir a sus colegas corruptos que ellos hagan lo mismo.

—A ver, tío, ¿puedes decirme a las claras qué te preocupa?

Asentí. Paco me había pillado.

—Me preocupa que Torino no se haya deshecho del arma. Si, en vez de lanzarla al río, la ha escondido, sus amigos pueden colocársela a cualquier narco y a mitad del juicio aparecer y echarnos a perder todo el invento.

—¡No es tan imbécil, Efrén! Si tú acabaras de cargarte a un tío, ¿qué sería lo primero que harías? ¡Pues hacer desaparecer cualquier rastro del arma!

—Dios te oiga, Paco. Dios te oiga.

—¡Va, te preocupas demasiado! Y el cava se está calentando —me recriminó Salomé.