Me sobresalté al oír el teléfono. Estaba muy cerca. Esperaba la llamada desde hacía horas, pero el sonido me pilló desprevenido. Creo que todo el color se me fue de la cara.
La noche, larga, me había atormentado impenitentemente. Ni por un momento había dejado de imaginar los pormenores de la trampa y su desarrollo: la violenta entrada de la policía; el descubrimiento de la droga y el dinero; el balbuceo del inspector, anonadado, tratando de justificar lo injustificable; la humillante detención… Amén de la ilegalidad, el plan no era del todo descabellado, pero contaba con demasiadas incógnitas y demasiados cabos sueltos. Muchas cosas podían torcerse. Algunas las habíamos sopesado, pero me preocupaba mucho más el factor azar, que es el que estropea la mayor parte de los planes. En suma, que además de sentirme como un delincuente de los peores, sentía que todo estaba sujeto con alfileres y se podían caer de un momento a otro.
Me lancé compulsivamente sobre el teléfono, aunque, ya con él en la mano, dudé. No estaba seguro de querer contestar. ¿Y si quien estaba al otro lado de la línea era Torino, que se había librado de la trampa y nos había identificado como la mano negra?
«Quizás debiera haberme hecho un seguro de enterramiento como el de mi padre», dije para mis adentros.
Gracias a Dios, era Paco.
—Todo como estaba previsto.
Eso fue lo que dijo, nada más. Su voz me pareció extrañamente calmada. Viniendo de donde venía, supuse (mejor, di por cierto) que acababa de meterse tres lingotazos de aguardiente entre pecho y espalda.
—Pero entonces, ¿le han detenido? —indagué.
No obtuve respuesta. Solo el tono liso y llano del teléfono muerto. Había colgado.
Dudé si despertar a Salomé, más por poderlo comentar con alguien que por informarla, pero parecía necesitar tanto el descanso que ni el estridente sonido de la llamada la había perturbado. Además, no estaba seguro de querer hablar con ella. Desde que se presentara en mi casa, no habíamos cruzado más que un par de frases.
Me preparé un café, y empecé a sopesar qué vendría después de aquel registro. Que un inspector jefe de antidrogas tenga en su casa una bolsa con medio millón de euros, en billetes usados, resultaba indicio evidente de que algo poco frecuente ocurría. Sin embargo, el hecho no tenía necesariamente que estar correlacionado con algún asunto turbio: podía haber ganado esa cantidad en la ruleta de un casino, en una noche de suerte; podía haber recibido una herencia de una tía lejana, o comprado un boleto merecedor del premio gordo de la lotería. Esas cosas son infrecuentes, pero a veces pasan. Solo tenía que mostrar el resguardo del billete premiado y todo quedaría aclarado. Naturalmente, Lupo no lo tenía. Aunque quizás tuviera tiempo de pensar e idear una explicación. Previendo alguna jugada en ese sentido, Paco y Salomé habían insistido en colocar también, esta vez en su coche, la bolsa con las pastillas azules. «Hay que apostar sobre seguro. Si esto es una ruleta rusa, más vale que la pistola sea mía. Con dinero y drogas en su poder y en grandes cantidades, no se libra ni aunque cante La Traviata», aseguró el detective.
Pero yo no las tenía todas conmigo.
Preparé más café y me tomé otra taza.
Paco apareció por el cuatro duplicado tres horas más tarde, cuando el día despuntaba y yo estaba al borde del infarto. Despertamos a Salomé. Preparé otra cafetera, tostadas y huevos revueltos. Mi régimen del día decía fruta, yogur desnatado y café negro. Me apetecían los huevos, pero no los probé, con solo olerlos terminaría zampándome un elefante. Había tomado una decisión e iba a mantenerla. Por aquellas alturas, mis tobillos parecían casi los de una persona.
—Podemos estar tranquilos, chicos, todo ha ido bien. Estupendamente, diría yo. Torino se ha defendido, como tocaba. Ha chillado, pataleado y asegurado a mordiscos que se trataba de una farsa, que no había visto ese dinero o esas pastillas en su vida. «Seguro que alguno de los que he trincado me tiene ganas, ¿es que no lo veis? ¡Esto es un montaje!»: eso es lo que ha dicho a los de Asuntos Internos.
—¡Coño, Paco, es que es un montaje! ¿Qué quieres que diga?
—Nada, solo narro los hechos. Ahora lo que tenemos que hacer es cruzar los dedos para que el ministerio fiscal monte una acusación que se sostenga.
—Y para que el inspector no lo descubra —añadió Salomé, dechado de inocencia, pese a las pechugas al viento.
Paco se aprestó a corregirla. Yo no lo hubiera hecho, la verdad. Era preferible dejar que chapoteara en el desconocimiento. Se acercó a ella, le sujetó la mano y la obligó a mirarle.
—Lupo no tiene que descubrir nada, sabe perfectamente que hemos sido nosotros. No creo que llegue a explicarse cómo, pero terminará atando cabos.
—¿Por qué? ¡No hemos dicho nada a nadie!
—A ver, mujer, piensa. ¿Dónde ha visto antes esas pastillas?: aquí. ¿Quién le ha dicho que no era medio millón sino un millón?: el chino que asesinó. Le convenciste de que era mentira, pero ahora ya sabe que el chino decía la verdad. Por otro lado, hemos utilizado al Niño, su confidente, y a la Chari, que sabe que es una profesional. En fin, que ata cabos sí o sí.
Por un momento, todos guardamos silencio, conscientes de que, si algo salía mal, Lupo nos comería con patatas. Sin embargo, Paco se echó a reír estrepitosamente.
—No he podido ver lo ocurrido con mis propios ojos: lo que os he dicho me lo han contado mis antiguos colegas. Pero estaba en un bar cercano y lo vi salir, esposado, delante de los del maletín, todos de paisano, pero con la placa colgada al cuello. No os podéis imaginar la cara de desesperación del pobre inspector. ¡Dios, es una maravilla ver al cazador cazado!
—¿Dónde colocaste el dinero? —quise saber.
—Ya te he dicho que cuanto menos sepas, mejor. Tú lo que tienes que hacer ahora es asegurarte de que el fiscal entre a matar.
—¿El fiscal, pero qué dices? ¡Yo no tengo nada que ver con el fiscal! Solo podemos esperar.
Salomé rebañó la fuente de los huevos y, como si se me hubiera ido la pinza, me gritó:
—¡Por todos los demonios, Efrén, tienen al muerto sobre la mesa y al delincuente pillado con las manos en la masa! Tienen un montón de dinero y un montón de drogas, ¿a qué esperan para colgarle?
—Para empezar, socia, aquí ya no se cuelga a nadie desde hace siglos. Por otro lado, el sistema tiene sus tiempos. Este coche ha arrancado, eso es todo: crucemos los dedos para que nos lleve al destino que queremos. Como no lo encierren, ya podemos buscar una piedra donde escondernos.