La tarde fue poco menos que terrible.
Me dolía el cuerpo y, casi tanto como las costillas, me dolía el alma. Porque aquella noche iba a saltarme las líneas rojas que con tanto esmero mi familia y la universidad habían dibujado. Iba a comportarme como un criminal para coger a un criminal peor. ¿Aquello era justicia?
A eso de las cinco, me encontraba como un león enjaulado y me fui al patio. Doña Emilia bordaba.
—¡Hombre, Efrén, qué gusto verte! Tienes mejor aspecto.
—Gracias. El dolor va poco a poco remitiendo.
—¿Y lo demás?
La miré con cara de extrañeza.
—El otro asunto, ya sabes…
Me encogí levemente de hombros.
—Es posible que se arregle hoy mismo, aunque no deja de ser arriesgado. Y tampoco tengo claro que…, en fin, ya sabe cómo son estas cosas.
—¿Y Salomé, ella lo tiene claro?
—Ella sí.
Me sonrió. Y, sin saber muy bien por qué, dije:
—Doña Emilia, llevo días encerrado y me apetecía salir un poco de la ciudad y tomar el aire. Iba a coger el coche y dirigirme hacia la sierra, sin rumbo fijo, y parar en una de esas bodegas a tomarme tranquilamente un vinito. ¿Le apetecería acompañarme?
—¡Naturalmente! Pero debes prometerme que llegaremos antes de que empiece el telediario.
—Prometido.
Sabía que conducir sería una tortura, pero más tener esa angustia dentro. Cogimos la autovía. El sol ya no aturdía, como por la mañana, pero seguía impregnando el paisaje y se fundía con el polvo y la tierra roja preñada de olivares. Pasaban ante nosotros como hordas de soldados dispuestos a la batalla. Quietos, duros, fuertes, todo lo contrario que yo. Al verlos, me noté débil, minúsculo, insulso. Y me sentí tan solo como la tonta cigüeña que se había instalado en el poste del tendido eléctrico que dejamos a la derecha. Sin poder evitarlo, se me saltaron las lágrimas. Doña Emilia me dio un par de palmadas en el muslo. Al minuto, le estaba contando mis cuitas.
—Verá, doña Emilia, estoy ante un difícil dilema moral y no sé qué decisión debo tomar.
—Pues yo de moral poco sé. Deberías ir a la parroquia…
—No es ese tipo de moral. Es algo más… terreno. Usted ha visto al hombre, le ha oído y sabe de lo que es capaz. Creemos que ha matado a alguien. Su acción quedará impune si no hacemos algo al respecto…
—¿Y es eso lo que te preocupa, hacer algo al respecto?
—Sí. Porque lo que podría hacerle pagar por sus culpas no está dentro del procedimiento. Quiero decir que no es legal. No. Quiero decir que es una ilegalidad de las mayúsculas.
—¿Vas a matarle?
—¡No, mujer, qué barbaridad!
—Como has dicho mayúscula y él es un asesino…
—No. Salomé y Paco proponen poner pruebas falsas en su domicilio, para que así le juzguen por el asesinato.
—Coger a un mentiroso con una mentira, se trata de eso, ¿no?
—Más o menos, sí. ¿Qué le parece a usted?
—Pues que podríamos parar en ese mirador. La vista parece magnífica.
Aquella mujer resultaba exasperante.
Me detuve, bajé muy despacio, tragándome el dolor, y luego la ayudé a bajar a ella, que tiene las rodillas artrósicas y anda fatal. Y luego, ambos cogidos del brazo, lentos como tortugas lentas, nos acercamos al mirador y contemplamos la belleza del paisaje. Pese a que no había llovido mucho durante el año, la montaña estaba verde, y el valle precioso.
—¿Me va a dar su opinión, doña Emilia?
—¡Ah, hijo, yo no soy más que una vieja ignorante! Pero sé que las mentiras siempre conducen a más mentiras y acaban fatal.
—Solo es una mentira.
—¡Eso es lo que dice siempre el mentiroso! Pero le pasa como a los fumadores cuando encienden un cigarrillo. Siempre cae alguno más. Y, como bien decías, es peligroso: antes se coge a un mentiroso que a un cojo. Si ese inspector se entera, os entierra.
—Entonces, ¿qué debería hacer?
—Nada. Dejar que se regodee en sus éxitos. La vida es muy larga. Seguro que le espera en la esquina.
—¿Y si mata a alguien más?
—Todos los días muere gente. Y, salvo que el muerto seas tú o alguien próximo a ti, eso no te compete. Así, por lo menos, podrás dormir en paz contigo mismo. No sabes lo importante que es eso. Dormir en paz… ¿Podemos irnos ya? Empiezan a dolerme las rodillas.
—¿Le importa si la dejo sola un instante, sentada en el coche? Voy a hacer una llamada.
Me sonrió como respuesta.
Llamé de inmediato a Paco.
—Paco…
—¿Me llamas desde casa?
—No, he salido a dar un paseo.
—Vale, entonces dime qué quieres.
—Verás, lo he pensado mejor. Creo que es una locura y que no debemos hacerlo bajo ningún concepto. Es más, me opongo a que lo hagáis en mi nombre. Si es necesario, reclamaré mi parte del dinero para impedirlo…
Escuché un suspiro al otro lado.
—Efrén, eres un cagado.
—Llámame como quieras, pero violar la ley para hacer cumplir la ley no tiene ningún sentido. No quiero convertirme en un delincuente. Hasta este momento, yo no he hecho nada malo…
—Lo siento, tío, es demasiado tarde. El plan ya está en marcha. Vuelve a casa. Diré a Salomé que vaya también allí. Os mantendré informados.
—¿Todo bien? —me preguntó doña Emilia cuando regresé al coche.
—Demasiado tarde.
—Bueno, a veces el destino tiene estas cosas. No te preocupes y conduce con cuidado.