La buena de Salomé: tan próxima y tan extraña.
Debo decir que desconozco la mayor parte de los datos biográficos referentes a mi socia y secretaria. Nunca ha mencionado a su padre, de modo que concluyo que no lo hubo (apenas un poco de esperma), o de haberlo le hizo suficiente daño para borrarlo de sus anales. Me comentó en una ocasión que su madre, auxiliar de laboratorio en un hospital público, murió cuando ella cumplió los dieciséis. Eso es todo. Nunca ha hablado de hermanos, primos, tíos o abuelos. Nadie, nada. O todo, según se mire. Porque los silencios pueden ser muy expresivos.
El enigma de su carácter no es menor.
Salomé es carne de discoteca, el típico ligue de fin de semana. Lleva enmarcado el título de chica tonta y fácil, vestida con minifaldas minúsculas, a la moda, pero con toque progre. Da tan bien el perfil que hasta conduce como un ciego borracho. Sin embargo, siempre he sabido que aquel exterior de plástico prefabricado esconde un carácter peculiar, que aún no he terminado de comprender. Sabía de su determinación, sin ella Romaní y asociados nunca se hubiera constituido, pero me equivoqué al juzgar que le perdía el corazón. Así me lo habían hecho creer sus ligues, los Igor de turno, a los que disculpaba incluso los bofetones, las salidas de pata de banco, o las «peticiones» desacostumbradas en la cama. Pero no era más que fachada.
La chica que tenía delante, la misma que me miraba con una fijeza que dolía, era otra. No le sangraba el corazón, no. Todo lo contrario. Sus dientes destilaban sangre, ansias de venganza. Y me pregunté qué habría pasado entre Lupo y ella en aquella caja de seguridad para que, de pronto, aflorara tanto odio de su pecho.
—¿Estás con nosotros o no? —inquirió con voz lineal, técnica.
Hundí la cara entre las manos. En esa posición escuché su ultimátum.
—Decídete, Efrén, no son momentos para dudas. Si no lo haces tú, lo haremos nosotros.
—¿Y para qué me necesitáis, entonces? Veo que lo tenéis todo previsto.
Salomé no me dio tregua. Ni una pizca.
—Mira, Efrén, quería tu aprobación porque la mitad del dinero te pertenece. Pero quiero que sepas que haré esto con o sin ti: estamos decididos. Es él o nosotros, en el mundo no cabemos todos.
—¡Un momento, un momento! ¿Decididos? ¿Qué quiere decir decididos, decididos a qué? Y el dinero, ¿qué tiene que ver el dinero?
Paco apagó el enésimo cigarrillo en el cenicero de cristal, tan maltrecho que se tenía en pie de milagro. Y por fin entró en materia.
—Queremos que pague por lo que ha hecho y, de paso, nos deje en paz. Por eso, vamos a ponerle delante de un juez.
Me eché a reír con sarcasmo.
—De eso sé un poco y te aseguro que no hay caso. La investigación preliminar asegurará que no existen pruebas concluyentes. Estuvo allí, de acuerdo, él mismo lo corroborará. Dirá que era uno de sus confidentes y que fue de visita. No hay indicios de que él sea el asesino: según dijiste, no se ha localizado el arma, ni tampoco tienen un móvil que lo explique.
Cuando expuse esta última frase, noté cómo se les iluminaba la mirada.
—Sabíamos que dirías algo así, por eso vamos a poner manos a la obra. Tenemos dinero y tenemos drogas: con esos dos ingredientes, les vamos a cocinar un móvil que ni un juez ciego y sordo podría pasar por alto. Si lanzamos bien el anzuelo, te aseguro que los del maletín picarán.
En aquel momento, lo comprendí. Proponían tratar a Torino con su propia medicina. A aquellas alturas, estaba tan excitado y nervioso que sudaba sin medida. A Salomé, impertérrita, ni siquiera se le había corrido el rímel.
—Eso es repugnante… Es más, es ilegal. Mira, Paco, no quiero ofenderte, ni a ti tampoco, Salomé, pero amañar pruebas es un delito, y además nunca funciona…
—Piensas demasiado, eso no es sano —me interrumpió mi socia.
—¡Tendríais que dar gracias de que, en este grupo de locos, alguien piense! Si hacemos lo que proponéis, con toda seguridad nos pillan y somos nosotros los que terminamos en la cárcel. Esa gente tiene mucha experiencia y distingue perfectamente cuándo un escenario ha sido preparado…
Paco me cortó. Era evidente que habían pensado en todo.
—Para el carro, amigo. Tú hablas de oídas, yo no. Te recuerdo que he sido policía durante casi dos décadas. De hecho, sigo considerándome policía, porque esta profesión imprime carácter. Con esa experiencia a la espalda, te aseguro que te equivocas. Es un tío del que todos hablan a escondidas, un tío al que siguen los del maletín, un tío que ha salido de la casa de un chino que ha acabado fiambre… Créeme, cuando encuentren lo que vamos a poner en su casa, nadie se extrañará.
—¿Qué vais a poner?
—¡Pues qué va a ser, Efrén, pareces bobo: el dinero! —replicó Paco.
—Y la droga —añadió Salomé, bajando la voz.
—Y la droga, en efecto. —Paco se detuvo un instante y me interrogó—. Oye, tío, eres legal, ¿verdad? Quiero decir que tus reticencias no tienen que ver con que te vayas a quedar sin la pasta…
Negué con toda la viveza que mi cuerpo me permitió.
—Cuando lo encontramos, le aseguré a mi socia aquí presente que no quería nada. Vivo de mi trabajo y no de los ahorros ilícitos de los demás. Y mantengo mi palabra.
Salomé aplaudió ruidosa.
—¿Ves? ¡Te dije que podíamos contar con él!
—Tienes razón, siento haber dudado.
—No importa, pero ahora contadme los detalles: cómo, dónde, cuándo…
—Esta misma noche. No hace falta que sepas más.
—¿Cómo que no?
—A mí tampoco me ha dicho nada. Es preferible. Si algo sale mal, ni siquiera tendremos que mentir… Y hablando de mentiras, he ido al banco antes de pasar por aquí. Le he dado el dinero a Paco.
Me molestó.
—Y tú, Paco, ¿eres de fiar? ¿Cómo sé que no cogerás el dinero y saldrás corriendo? Con medio millón largo, puedes poner un bar o ese hotelito rural en Galicia del que siempre hablas.
Se tragó el humo, y lo expulsó por la nariz.
—¿Que si soy de fiar? Bueno, eso no puedes saberlo. Es así de simple: cuestión de confianza.