40

Me pasé dos días en el hospital y el resto de la semana entre la cama y el sofá, girando sobre mí mismo como si fuera una croqueta que hay que rebozar. No era por capricho que pareciera tener el baile de san Vito. Intentaba encontrar una posición en la que no viera las estrellas, una en la que el dolor fuera, al menos, soportable. Pueden pensar que soy un exagerado, pero se equivocan: no se pueden imaginar lo que duelen un par de costillas fracturadas.

Curiosamente, desde que doña Emilia y «su banda» me condujeron al hospital, no volví a ver a Salomé. Ni siquiera apareció por el cuatro duplicado para ver cómo me encontraba, cocinar algún gazpacho o llevarme un poco de leche fresca. Tampoco llamó, de modo que supuse que había pasado por el banco y, con el bolsillo bien forrado, había tomado las de Villadiego. Con cierta decepción, pero no demasiada extrañeza, di por sentado que no volvería a verla, que Romaní y asociados había sido un breve paréntesis en su vida, y que estaría en alguna playa exótica, luciendo el más minúsculo de los biquinis fabricados a lo largo de la historia.

Del hospital, me habían devuelto bien aprovisionado de calmantes y antiinflamatorios. Respecto a los víveres, el primer día me apañé con lo que había en la despensa y, cuando ya no había nada, llamé a la tienda por teléfono para que trajeran lo que me hacía falta. Como todos se habían enterado del «robo», se portaron con mucha amabilidad y me trajeron lo que me hacía falta: leche, yogures, carne, aceite y papel higiénico: sobre todo papel higiénico, porque no quedaba ni un solo rollo.

La noche del tercer día, cuando estaba delante de dos pechugas de pollo a la plancha y una ensalada de lechuga y cebolla, sonó el teléfono: era mi secretaria. Tras dos frases de relleno (ninguna de ellas sobre mi estado de salud), me avisó de que llamaba para proponerme un «encuentro informal». Paco, ella y yo. Se esforzó tanto en hacerme creer que se trataba de una reunión totalmente inocente entre viejos amigos apaleados por un mismo destino cruel que me dejó con la mosca detrás de la oreja.

—De acuerdo, os espero. ¿A qué hora pensáis venir?

Pero no. Ese no era el plan. No solo convocaban la reunión, también imponían el lugar: una cafetería de fama en pleno casco histórico, donde solían sangrar a todo visitante que osara poner los pies en el establecimiento.

Mostré mi extrañeza con frases lapidarias: no me gusta que me tomen el pelo ni que me confundan con un turista. De hecho, no sé cuál de esas dos cosas me molesta más. Pero ella se escabulló con alguna evasiva que no logro rememorar: que lo había escogido Paco, que le pillaba de paso para no sé dónde, algo así.

No me quejé más.

Al día siguiente, algo más temprano de la hora D, según mi costumbre (o mi manía, si se prefiere) de no hacer esperar a mis citas, ocupé una de las mesas de la terraza del café en cuestión y pedí un botellín de agua muy fría. Beber agua siempre está bien. En los regímenes para adelgazar como el mío, te insisten en que hay que beber al menos dos litros diarios. Pero si pedí agua y no otra cosa fue porque estimé que sería el producto más barato. «¡Que se jodan: yo no soy un turista!», pensé al ordenar mi pedido.

No había mucha gente cuando llegué, de modo que pude escoger un lugar estratégico, con la espalda pegada a la pared y la vista al frente, que me permitía avistar con tiempo a cualquiera que se acercara. Ya no me fiaba ni de mi madre.

Unos diez minutos después, vi llegar a Salomé y a Paco. Caminaban juntos, circunspectos, como si no se conocieran.

—¿Vamos a jugar a turistas despistados? —pregunté cuando se hubieron sentado—. Lo digo porque, con lo que aquí nos van a cobrar por un agua mineral, podríamos estar en el cuatro duplicado bebiendo champán.

Paco torció el gesto, y replicó:

—La cosa va así, Efrén: estamos aquí porque, en los lugares públicos como este, no hay micros ni teléfonos pinchados.

Di un respingo, pero me abstuve de hacer más comentarios. Soy consciente de que, hoy en día, ni siquiera hace falta personarse en el domicilio del sospechoso para pinchar un teléfono, y poner un micro resulta más sencillo que abrir un bote de aceitunas, pero no pensaba que en Romaní y asociados fuéramos lo suficientemente importantes para que alguien deseara emplear alguna de esas tácticas policiales.

Pidieron cerveza, aunque era temprano, al menos para Salomé. Paco, que bebe como un cosaco, aunque nunca le hayamos pillado borracho, se desayuna lo menos con aguardiente.

—Bueno, pues aquí estamos —tercié, cansado.

Me seguía doliendo el pecho y cuando estaba mucho tiempo sentado se me hacía difícil respirar. Pero no me hicieron caso y siguieron bebiendo cerveza.

Los minutos pasaban. Estábamos rodeados de ruido ambiental, pero en nuestra mesa reinaba un silencio denso y tozudo. El dueño se impacientaba porque ocupábamos la mesa demasiado tiempo y nos vimos obligados a pedir unas patatas fritas. Nos sirvieron unas de Matutano. Abrieron la bolsa allí mismo, sin complejos. Pensé que de haber pedido calamares o pescadito frito seguro se nos habría enfriado porque nadie las tocó.

Finalmente, Paco apuró su cerveza y se inclinó hacia delante. Salomé y yo, de manera instintiva, le imitamos. Vi las estrellas, pero no dije ni pío. Estaba claro que el detective se acababa de decidir a poner en palabras sus pensamientos más sesudos.

—Si te hemos citado aquí, Efrén, es porque queremos recabar tu apoyo en un asunto. Debes saber que correremos ciertos riesgos y que…, a ver cómo digo esto para que me entiendas, bueno, mira, el caso es que cuando hagamos lo que tenemos que hacer nos encontraremos a cierta distancia de eso que tú llamas ley. Si cualquiera de estas dos cosas te causa desazón, te incomoda o te provoca…, no sé, algún inconveniente o problema moral, es el momento de que pagues tu agua y tu parte de la bolsa de patatas y te vayas.

Salomé alzó los ojos con exasperación y luego le lanzó una mirada de odio.

—¡Desde luego, Paco, tienes un discurso tan motivante que te van a contratar de pastor en alguna parroquia metodista! Mira, Efrén, ¿por qué no te tomas una cervecita? Viéndote con un vaso de agua en la mano no hay quien hable contigo de cosas serias…

—Ya sabes que estoy a régimen, y que tengo prohibido el alcohol. Además, estoy cansado. Necesito tumbarme un rato, ¿por qué no os dejáis de coñas y me decís de una puñetera vez qué demonios estamos haciendo aquí?

Fue Paco quien llevó la voz cantante.

—Hemos decidido vengarnos del inspector Torino. Es completamente necesario.

Me eché a reír.

—¡Una idea brillante, sí, señor! ¿Cómo no se me ha ocurrido a mí antes? ¡Espera, ya lo sé! ¿Será porque hace agua por todos lados? Mirad, la venganza nunca es un buen camino. Y si por un casual lo fuera, estaríamos ridículamente lejos de poder hacerlo. Venga, miraos: ¿qué podemos hacer, colocar un cubo de agua sobre la puerta de su despacho y esperar a que le caiga en la cabeza? Será divertido ver cómo me patea el resto de las costillas…

—Hablo en serio. Sabes que nunca bromearía con algo así —replicó Paco, molesto.

Me detuve a pensar un instante.

—¡Oye, oye! ¿No se os habrá ocurrido…? ¡No, por supuesto que no! ¿O sí?

Paco se enfadó bastante.

—¡Qué poco me conoces, colega! Pero, para que te quede claro, te lo digo en voz alta aquí que se puede: no nos proponemos asesinarle, lo nuestro no son las Smith & Wesson. Lo que queremos hacer es tender una trampa a esa alimaña y que caiga en ella para siempre.

—¡Claro, las trampas se emplean para cazar alimañas! —repliqué en tono socarrón.

—Precisamente.

—Pues, entonces, creo que voy a pagar mi agua. He visto poner cepos en los bosques, cuando los conejos se comían las cosechas. Pero, pese a su apodo, Lupo no es un animal.

—Mira, tú y yo sabemos que hemos alcanzado un punto de no retorno. Él o vosotros. Si lo has olvidado, tócate el pecho… Puede que me equivoque, pero creo que no estás en situación de discutir: debes ser consciente de que estamos a dos movimientos del jaque mate. Y en tus manos está decidir quién entregará al rey. ¿Será él, o acaso Salomé y tú?

—Puede que ahora que tiene un montón de dinero y de pastillas con las que obtener más dinero se olvide de nosotros y nos deje en paz.

—No, no lo hará. Sabéis cosas que no quiere que nadie sepa. Y tú eres abogado, eso te convierte en doblemente peligroso, sobre todo con los del maletín pisándole los talones.

—¿Peligroso, yo? ¡Por Dios, mírame! Con un par de derechazos me envió directamente al hospital.

Negó con la cabeza.

—No lo entiendes. No es la primera vez que hace esto. Sus compañeros lo saben. Algunos, pringados como él, lo defienden, pero son los menos. Los demás aguardan a que alguna de sus jugadas le estalle en las manos. Nosotros solo vamos a ponerles en bandeja esa ocasión. Recuerda que escoges entre él y vosotros…

Volvió a envolvernos el silencio. Fueron, o eso me pareció a mí, unos larguísimos minutos. Paco fumaba. Estaba tenso, pero no nervioso. De hecho, desde que lo conozco, en contadas ocasiones le he visto perder los nervios. Yo sí lo estaba. El sol impactaba de pleno en mi frente, que es ancha como una autovía, pero no sudaba por eso.

—Salomé, ¿estás de acuerdo con lo que Paco propone? —pregunté.

Mi socia clavó los ojos en mí y sonrió, con una mueca enigmática, casi maligna.