38

Mi siguiente vida comenzó mucho antes de lo que pensaba.

Creo que ni siquiera había amanecido. De haberlo hecho, las luces del alba resultaban todavía embrionarias.

Unas manos fuertes y secas me sujetaron por la chaqueta del pijama y me sacaron a rastras de la cama. De un solo tirón, aterricé en el suelo. Mi mente estaba confusa y tardé unos segundos en saber qué ocurría y otros tantos (pocos, esta vez) en identificar al autor de aquel atropello.

Puedo asegurar que Lupo es un despertador de primera. Con una sola bofetada, me barrió la modorra como si fuera polvo. Con el primer puñetazo, me partió la nariz. En la batería posterior, cayeron dos costillas y un diente. Y me mordí la lengua. Tenía la boca llena de sangre y, por qué no decirlo, también de miedo. Sin embargo, lo que más me preocupaba era que los gritos despertaran a Salomé. Tiene un sueño muy profundo, pero el jaleo no era pequeño y ella no es sorda. Si aquel bestia bañado en adrenalina le echaba el guante, estaba perdida. ¡Y yo que me puse a adelgazar para defenderla de los chinos!

Los golpes continuaban, sin piedad y sin tregua, lo mismo que los insultos. En medio de ellos conseguí formular la pregunta del millón:

—¿Qué ocurre, por qué me pega?

Lupo se detuvo. Jadeaba. Iba a contestarme cuando Salomé apareció en el dormitorio. En una décima de segundo, ya la había agarrado de los pelos y empezado a abofetearla.

—¡Puta estúpida! ¿Te creías más lista que yo? ¿Pensabas que podrías engañarme, que no me enteraría? Pues ya ves que no: lo sé todo. Quiero el resto del dinero ahora mismo. ¡Ya! —chilló.

Pero Salomé es mucha Salomé.

—¡Le dimos todo lo que teníamos, inspector! Usted mismo me acompañó al banco. Vio con sus propios ojos cómo vaciaba la caja de seguridad: ¡no quedó ni un céntimo!

—¡Pero Black dijo que, al menos, había un millón!

Mi socia hizo un gesto burlón.

—¡Mintió! ¿Es que no se da cuenta, inspector? ¡No puede fiarse de alguien así! Es un embustero. Trató de engañarnos a nosotros y luego a usted…

Salomé hablaba con tanta convicción que hasta yo mismo estuve tentado de creerla. Pero sabía la verdad y no lograba entender su reacción. No me había parecido que le importara tanto el dinero para jugarse la vida por él. No sé cómo ni por qué, pero el teatro funcionó.

—Es posible que tengas razón, rubia. Sí, es posible que mintiera. De hecho, ese malnacido aseguró que nunca había oído hablar de mí. Pero ya no podrá volver a hacerlo.

El inspector le soltó el cabello y la ayudó a levantarse del suelo. La luz se filtraba ya por las contraventanas. Mi socia llevaba una camisa larga sobre la ropa interior. Los botones superiores estaban desabrochados. Torino pasó su dedo índice por la enrojecida mejilla de Salomé y muy despacio lo bajó por la camisa hasta llegar a sus pechos.

—Llevo toda la noche en vela. No he podido echar ni siquiera una cabezada. Ahora tampoco podría: estoy muy excitado. Si no descargo tensiones, no podré descansar en todo el día. —Agarró la mano a Salomé y se la acercó a su entrepierna—. ¿Lo ves? Mi amigo necesita liberarse. No eres mi tipo, pero, no habiendo nada mejor, no me importa utilizar ganado local. Ponte de rodillas.

Salomé palideció tan intensamente que pensé que iba a desmayarse. El policía se echó a reír.

—¡No seas tímida, guapa! No tienes pinta de virgen. Date prisa, mi amigo ya está a punto. Y mi pistola, también.

—¡Atrévete a tocarle un pelo, poli de mierda, y te juro por mi padre muerto que acabaré contigo! —chillé. Se había soltado el botón del pantalón y bajado la cremallera.

Por un instante, dejó de mirar a Salomé y clavó sus ojos en mí, que seguía en el suelo.

—¿De veras, Porcina? ¿Me matarás? ¿Cómo, de un susto?

Su voz me retaba a levantarme y plantarle cara. De hecho, sentí un morboso placer al hacerlo. Pero no hizo falta. Soy un hombre con suerte.

Al entrar, Lupo había dejado la puerta de mi domicilio abierta. Y cuando ya estaba con la rodilla doblada dispuesto a patearme la cabeza, las luces del salón se encendieron y escuchamos rumores de voces. Me recordó al Séptimo de Caballería, aunque no era más que una procesión de vecinos, encabezados por doña Emilia, que empuñaba una escoba.

La buena y dulce doña Emilia, con su camisón de puntillas y su rebeca rosa chicle, logró aplacar a la bestia, que se vio obligada a guardar el pájaro y el arma en sus respectivas guaridas.

—Chicos, ¿estáis bien? —chilló desde la entrada—. Dicen que han visto merodear por aquí a unos ladrones. Hemos llamado a la policía. Están al llegar.

Con la determinación de quien se sabe impune a casi todo, incluida la muerte, doña Emilia accedió a mi dormitorio, miró a Lupo de frente y le dijo en tono calmado:

—Buenos días, caballero. Creo que es mejor que vuelva a su casa antes de que llegue la policía…

—Yo soy policía —replicó.

—Lo sé, por eso se lo digo.

Ni un púgil se hubiera atrevido a tanto. Atónito, el inspector no mentó palabra. Dio media vuelta y desapareció. Esta vez, ni se molestó en dar un portazo.

Todos mis vecinos se volvieron hacia Salomé y hacia mí. Yo debía de estar bastante peor, porque a ella no le prestaron demasiada atención.

Tuvieron la amabilidad de no interrogarnos. En vez de eso, me condujeron al hospital más cercano. En urgencias, me arrancaron el diente que había quedado colgando y me hicieron algunas radiografías. Después, me vendaron el pecho, me cebaron a antiinflamatorios y analgésicos y me dejaron descansar.

Una maravilla, eso de descansar.