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Aguardé a que pusiera la mano en el pomo de la puerta. Inspiré un par de veces y solté la bomba.

—Temo, inspector, que esto no es tan sencillo como usted cree. Me refiero a que no es un asunto que nos competa en exclusiva a Black, a mi secretaria y a mí. Usted también tiene un problema técnico y puede que sea aún mayor que el nuestro. Como bien dice, el señor Black no es de los que olvidan.

Regresó y se colocó a mi lado.

—Explícate.

—Black nos presionó. Le aseguramos que no teníamos lo que nos pedía. Incluso le ofrecimos registrar el piso, pero no se amilanó. Cuando nos mostró lo que estaba dispuesto a hacer con nosotros si no cooperábamos por completo, tuvimos que decirle la verdad. Ahora, también él está al tanto de nuestras transacciones comerciales.

Su cara se oscureció de repente. A primera vista no pude discernir lo que su rostro dejaba escapar. ¿Era rabia? De ser así, me molería a palos hasta convertir mi dolor de estómago en una secuela permanente. ¿O quizás era otra cosa? ¿Miedo, soberbia?

—¿Nuestras transacciones comerciales? ¿A qué te refieres?

Al ver que no me pegaba, decidí apostar fuerte. Todo al negro.

—Se lo acabo de explicar, inspector. Black sabe que tanto el dinero como esas pastillas azules tan brillantes están en su poder. Nos apuntó con un arma y nos enseñó un horrible vídeo. No podíamos negarnos a hablar. Comprendió de inmediato la situación y nos dijo que le diéramos un recado de su parte…

Se enfureció. Justo lo que esperaba.

—¿Un recado? Pero ¿de qué va ese tío? ¿Un recado de parte de un chino?

—Dijo que se preparara. Que nadie, y menos un policía, se ríe de Black.

Esta vez sí esperaba que montara en cólera. Sin embargo, volvió a sentarse, encendió otro cigarrillo y se quedó callado unos instantes; concentrado, cavilando.

—Te acepto la Coca.

Fue más bien una orden. Me fui a la cocina y le traje un vaso lleno. No me molesté en añadir hielos.

Siguió en silencio hasta que se la terminó. De pronto, despertó.

—Quiero que repitáis con todo detalle lo que ha dicho y hecho. Desde que entró por la puerta hasta que se marchó. No omitáis nada, podría ser importante. Quiero saber quién le acompañó, cómo era su pistola, cuántos tatuajes llevaba y qué representaban, dónde se filmó ese vídeo y qué describía… En una palabra, todo.

Lo expusimos entre los dos, aunque Salomé llevó la voz cantante. No sé cómo alguien puede hacer manar lágrimas con tanta facilidad. Nos detuvo cuando llegamos a los detalles del vídeo.

—¿Y decís que os mostró la grabación del asesinato? ¡Qué cabrito! Necesito saber algunas cosas. Pensadlas bien antes de responder. Si no estáis seguros, decidlo también. ¿Cuántas personas visteis en ese vídeo, además de la víctima y de Black?

Miré a Salomé y ella me miró a mí. Respondí yo.

—Yo conté tres personas, tres hombres, además del pobre gitano. Pero Black no estaba entre ellos.

Se echó a reír.

—De modo que no estaba, ¿eh? Y cuando llegó aquí, ¿cuántas personas le acompañaron?

Volvimos a mirarnos. Su interrogatorio nos tenía despistados.

—Las dos veces que estuvo aquí vino solo.

Se puso en pie y paseó por la sala, mientras encendía otro cigarrillo. Se le veía mucho más relajado; satisfecho, casi jovial.

—Que quede claro que no soy vuestra madre, vuestro amigo, vuestro colega ni nada parecido. Si os ayudo es porque resulta evidente que en el mundo ya no hay sitio para los dos.

—¿Cómo negociará con él, inspector? —quiso saber Salomé.

Se echó a reír con grandes aspavientos. Hubo en su mirada algo que me alegró: era una mezcla de miedo y valentía; un punto de delirio… No sé.

—¡Yo no negocio, guapa, doy órdenes! —aseguró. Luego, volvió el silencio.

Mi socia y yo, ambos en pie, lo respetamos. Yo no tenía idea de por dónde saldríamos de aquella, y por lo que pude percibir Salomé tampoco.

—Me gusta la lluvia —dijo al fin. Una sonrisa maligna llenaba su cara—. ¿Tienes Internet en casa, Porcina? —Asentí—. Perfecto, porque vamos a conectarnos con los ficheros del departamento. Me darás un perfil, más o menos genérico, y la máquina buscará rostros con coincidencias. Quiero que identifiques a ese tal Black.

Le llevé al despacho. Encendí el ordenador, tecleé las claves y me retiré para que Lupo ocupara mi lugar. Pasamos la siguiente media hora ante la pantalla viendo rostro tras rostro. Es curioso, a primera vista, todos los orientales parecen iguales. Luego, no. Supongo que a ellos les ocurrirá otro tanto con nosotros.

Sentí ganas de vomitar cuando lo vi. Que yo sepa, no moví un músculo, pero Lupo captó de inmediato el cambio.

—¡De modo que es este! Bien, veamos sus antecedentes.

Mientras leía su ficha, en la cual figuraba hasta dirección y teléfono, una mueca burlona llenó su cara. Puedo dar fe de que Torino es propenso a excitarse; no obstante, en aquella ocasión se mostró especialmente calmado.

—Bueno, ya tengo lo que necesito. Tú, rubia, mete en la cama a tu novio y que duerma como un niño bueno. Tiene mal aspecto.

—Pero…

—No os preocupéis. Ahora es cosa mía.

Dijo adiós con un gesto y cerró la puerta con un golpe seco. Salomé corrió hasta mí.

—¿Crees que se lo ha tragado?

—Ya has visto que sí. Dice que ahora es cosa suya. Y parecía dispuesto a arreglarlo pronto.

—¿Y qué crees que hará, Efrén?

—Pues no tengo ni idea, Salomé, aunque intuyo que no será nada bueno. Supongo que lo mismo que hizo con nosotros: le intimidará, le extorsionará y le amenazará con meterle entre rejas. Después, le vaciará la cartera…

—Pero esta gente mata: ya has visto el vídeo…

—¿Te has fijado en su cara? No parecía sorprendido. Es más, aseguraría que había visto antes ese vídeo. ¡Hasta ha preguntado si el Ferrari era rojo! Y, en efecto, Black vino a vernos solo. Creo que es un pufo, que no pertenece a ninguna mafia. Nos ha tomado el pelo.

—Pero el dinero es de verdad; y las pastillas, también.

—¡Seguro! Pero será un negociete que se ha montado con Igor y algún chaval químico de su patria… Oye, Salomé, han sido demasiadas emociones en muy poco tiempo y estoy agotado. Necesito descansar, no me tengo en pie. Además, ya sabes que doña Emilia se acuesta temprano y que no le hace mucha gracia que la despiertes.

Me cortó.

—¿Te importa si hoy me quedo aquí? No sé, por si hay novedades. El sofá es muy cómodo, y tengo las sábanas del otro día guardadas…

Naturalmente, accedí.

Salomé se durmió nada más posar la cabeza en el cojín beis del sofá. Es un cojín muy cómodo, de plumas. Había insistido en que se quedara con mi almohada, pero no aceptó mi oferta. Yo me senté en el butacón de enfrente y permanecí un rato sin hacer otra cosa más que mirarla. Era un completo desastre y me había metido en un lío mortal, pero no era capaz de echarle en cara ninguno de sus actos. Cada día que pasaba, cada nueva metedura de pata, cada novio, me atraía más: o mi gen masoquista engordaba a marchas forzadas o estaba desesperado y necesitaba alguien a quien querer.

Me había tomado un par de pastillas para dormir (de farmacia esta vez, con todas las garantías). Cuando por fin empezaron a hacerme efecto, me fui a mi cuarto y con el pijama puesto me dispuse a desconectar hasta la siguiente vida. Quizás en el limbo pudiera dejar de pensar en la ocasión perdida.