36

«Tienes razón: no hay sitio para los dos.»

Esa fue la expresión con la que Lupo se despidió de nosotros. Era noche cerrada, pero, por primera vez, vi que se abría una pequeña luz en el horizonte. Aunque bebía agua casi compulsivamente, el dolor sordo que seguía rondándome el estómago me había impedido retener alimento alguno. Vomité la tortilla, los yogures y el fiambre de pavo nada más marcharse Black. Supongo que, en parte, en una ínfima parte, habría que achacárselo al puñetazo.

En el silencio de la habitación, resonó la risa chillona de Salomé.

—¡Ha sido una jugada perfecta, Efrén! No sabía que fueras tan listo.

Lo cierto es que, con un pase impecable, propio de Curro Romero en sus mejores tiempos, había conducido al toro directamente a la vara del picador, recogido el capote y salido dándoles la espalda.

Perdón. De nuevo, mis problemas con la pluma. He querido correr tanto que me he perdido por el camino. Vuelvo a la disciplina y al orden del relato.

Esto fue lo que ocurrió:

Tras la visita de Black, llamé por teléfono a la comisaría y pregunté por el inspector Torino. Dijeron que ni estaba ni se le esperaba aquel día. La negativa desairada no me detuvo. El reloj avanzaba y tenía prisa, por eso pedí (rogué más bien) que le dieran un recado. Me aseguré de que apuntara bien mi nombre y de transmitir la urgencia, la extrema gravedad de la situación. Como vi que no iban a hacerme caso, les dije que era abogado. Eso terminó de convencerlos.

Dos horas después, mucho antes de lo que pensábamos, Lupo estaba en la puerta del número cuatro duplicado. Venía con cara de pocos amigos y los puños preparados para continuar con la paliza. Pero Salomé y yo habíamos hecho los deberes y escrito el guion. Y, como sabíamos que no habría más que una función, estábamos dispuestos a representarla con mérito.

—Salomé, tienes que parecer completamente cagada de miedo —exigí antes de abrir la puerta.

—Lo estoy, no necesito fingir.

Negué con vehemencia.

—¡No! Quiero que llores, que gimas, que sientas la frialdad del metal de su pistola en tu sien. Necesito que me crea y, para eso, necesito que te crea a ti. ¿Serás capaz?

Asintió mientras aseguraba:

—¡Déjalo de mi parte!

Abrí. El inspector entró en la sede de Romaní y asociados con la altanería que le caracteriza. Acomodó su cuerpo musculoso en la esquina del sofá, posó sus desgastadas zapatillas deportivas blancas sobre la mesita, colocó ambas manos sobre la nuca y, ya completamente estirado, se decidió a escucharme.

—A ver, Porcina, ¿qué puñetas te pasa? ¡Ni que te hubieras enamorado de mí, cerdo mariquita! Pero, vamos a ver, ¿es que pretendes joderme? ¿Qué es eso de dejarme recaditos en la comisaría, diciendo además que eres abogado? No nos conocemos, ¿entiendes? No nos conocemos de nada, de modo que no se te ocurra volver a preguntar por mí. Además, hoy no trabajo, capullo. ¡Es mi tarde libre y lo estaba pasando estupendamente!

No contesté de inmediato. Como estaba previsto, tras el intenso calor la tarde, de pronto, se volvió oscura, casi negra. Me acerqué a la pared y encendí la luz.

—Lo siento mucho. No le hubiera molestado de no ser importante, inspector. Míster Black se presentó aquí poco después de que usted se fuera y…

Me interrumpió.

—¿Black? ¿Quién es Black?

—Un chino. Vino por aquí hace unos días, haciéndose pasar por un potencial cliente. Pero nos dimos cuenta enseguida de que no lo era. Solo venía a husmear. En fin, parece que no es usted el único que tiene espías en el hospital. Él también se había enterado de mi pequeño percance con su mercancía y había atado cabos: era el jefe de Igor, o, al menos, su socio. Esta segunda vez no ha fingido. Su mensaje ha sido muy claro: quiere que le devolvamos su dinero y sus drogas. Nos ha concedido veinticuatro horas de plazo, que vencen a las cinco de la tarde de mañana. No tengo que explicarle que nos es imposible hacer lo que nos pide porque ya no está en nuestras manos…

Torino miró alrededor como si buscara algo. Sin decir palabra, se levantó y revisó el piso, habitación por habitación. Supongo que pensó en una encerrona, en que había micros o cámaras filmándole. Cuando se quedó tranquilo, encendió la televisión de mi cuarto, subió el volumen y volvió a sentarse y a dejar caer los pies sobre la mesa.

La lluvia ya se había desatado y en ocasiones las ráfagas chocaban contra los cristales. En cada una de ellas, sentía el sobresalto. Salomé intervino de improviso. Su actuación fue, como decía, merecedora de un Oscar.

—¡Lo saben! —gimió—. Cuando nos ha amenazado, hemos pasado mucho miedo. Tenía un alma oscura, terrorífica, ese chino. Le hemos asegurado que nosotros no tenemos ya el dinero, pero ha dicho que le da lo mismo: que quiere lo suyo, y que lo busquemos allá donde esté. Que él volverá y, si no le damos lo que pide, nos machacará sin piedad.

Como si quisiera leer mi mente, Lupo se volvió y me miró fijamente a los ojos. Después, encendió un cigarrillo y me habló lentamente, como si yo fuera un discípulo torpe y él un profesor benévolo.

—Porcina, no quiero que pienses que soy insensible, porque no es cierto. Comprendo el lío en que os habéis metido y siento compasión por vosotros. ¡Esa es la verdad! Los que trabajan con esas mafias chinas son mala gente… Lo que quiero decir es que es mejor no tenerlas como enemigas. Pero el caso es que ese no es mi problema. Es algo que tenéis que resolver por vosotros mismos.

No esperaba menos de él. Aun así, fingí indignación y sorpresa lo mejor que supe.

—¡Pero la mercancía que nos reclama la tiene usted: tiene que devolvérnosla o nos matará!

Bajó los pies de la mesa, se inclinó hacia delante e hizo un gesto que sonó vagamente a inocencia.

—No sé de qué mercancía me hablas, abogado. Yo no voy por ahí quitando a la gente lo que no me pertenece. Os habéis confundido de pringado. —Se puso en pie y sonrió—. De todos modos, debéis saber que, si ocurre algo, y como marcan los cánones, el bueno del inspector Torino está dispuesto a hacer lo que haga falta…

Salomé suspiró aliviada. No supe si aquel ostentoso suspiro formaba parte de su papel o verdaderamente creía que iba a ayudarnos. Yo no tenía dudas. Aquel tío estaba emparentado con las serpientes. Y no te puedes fiar de una serpiente. Saltas de la sartén para caer en las brasas.

—¿Y podría concretar, inspector, qué significa eso de «lo que haga falta»? —me apresuré a corroborar.

Se echó a reír.

—¿Tienes birra? Hace un calor de la leche. ¡Maldito clima!

—Lo siento, inspector, solo Coca-Cola light.

—¿No tienes cerveza? ¡Mira que eres un tío raro, abogado! Bueno, no perdamos el tiempo. Hoy es mi día libre, y quiero pillar una buena mamada. ¿Qué es lo que os preocupa?

—¡Joder, inspector, se lo acabamos de contar! ¡Ese tal Black ha dicho que regresará mañana a por su dinero o a por nuestras almas! ¿Qué puede preocuparnos?

—Tranquilos. Como digo, si se diera el caso, me refiero a si apareciera por aquí, vosotros llamáis a comisaría y preguntáis por mí. Y yo, encantado, vengo y hablo con él.

—¡Y una mierda, inspector! Antes de haber marcado su número estaríamos muertos —aseguró Salomé, mesándose el cabello en señal de desesperación.

—Es muy posible, sí. Pero ¿qué puedo hacer yo? Como servidor público, no debo meterme en las relaciones entre particulares.

—¡Es usted despreciable! —le escupió Salomé.

—Míralo como quieras, guapa, pero ese es mi trabajo. Así me gano la vida.

—¿Trabajo? ¿Se refiere a robar a mujeres indefensas, pegar a abogados y apuntar con su arma a ciudadanos decentes? ¿Se refiere a negar protección a quienes ha puesto usted en peligro?

—No, ricura, no te confundas: yo confisco pastillas a narcos camuflados de leguleyos y meto en vereda a prostitutas baratas. No es lo mismo. A mi madre, que en paz descanse, la respetaba porque se lo merecía.

El inspector se acercó a mi dormitorio y apagó el televisor. Después, se dirigió a la puerta. Llovía sin piedad. Me alegró pensar que iba a mojarse. Y, al verle alejarse tan decidido, saboreé el palo que iba a propinarle como si fuera un jugoso chuletón de buey.