Era la hora del almuerzo.
Dábamos cuenta de unos huevos revueltos. Comíamos en la cocina, como siempre.
Normalmente, Salomé, que es más menuda que yo, se sienta en el taburete alto y deja para mí la silla con respaldo. La imagen resulta curiosa. Pese a la estrechez del asiento, la forma circular rodea su trasero como si fuera una tela, sin dejar nada fuera (a diferencia del mío, que se desborda por los cuatro costados). Cuando cruza la pierna y coloca los tacones en la barra metálica del taburete, la estampa resulta magnífica. Me gustaría sacarle una fotografía, ampliarla y colocarla enmarcada en mi dormitorio. Es lo más próximo a mi idea de perfección, más que un Picasso. Claro que nunca me he atrevido a hacerlo, y menos en aquella ocasión.
Eché un vistazo a mi derecha. Ensimismada, Salomé removía los huevos revueltos, que no había probado.
—Se van a quedar fríos —le advertí.
Me sonrió con resignación e hizo caso omiso.
Yo terminé los míos y me bebí dos vasos de agua. Ambos sabíamos que postergar la inevitable conversación era una estupidez.
—Cuando montamos Romaní y asociados acordamos que nos diríamos siempre la verdad. Creo que ha llegado el momento de hablar —me exigió—. Quiero que me digas todo lo que piensas, y yo intentaré…
No pasamos de ahí. En ese momento, sonó el timbre.
Ni Salomé ni yo nos movimos. Insistieron una y otra vez. A la tercera, el sonido de campanas vino acompañado por golpes secos y directos sobre la madera, demasiado insistentes para ignorarlos. Me levanté, medio encogido. El Nexus me mantenía más allá que acá; el puñetazo en el estómago, doblado. Ya en la entrada, miré hacia atrás. Salomé, con el delantal en la cintura, asomaba su nariz aguileña.
Una puerta cerrada es un peligro latente, una traición potencial. Puede esconder una deliciosa sorpresa, no voy a negarlo, pero las más de las veces oculta algo que, de haberlo sabido, no hubieras aceptado. Aquella vez no solo me sorprendió: me dejó perplejo. Porque a él no lo esperaba. Al menos, tan pronto. Si me hubieran pedido la lista de las posibles visitas, el señor Black, el chino Black, no hubiera estado en la terna.
Intenté no obsesionarme. Hice como si no pasara nada, como si tenerle allí fuera de lo más normal. Lo que quiero decir es que le sonreí con la mejor de las sonrisas y con suma amabilidad me interesé por su coche extraviado. Me contestó que lo había localizado y que por eso venía. Traía una bonita fotografía del mismo que quería mostrarnos y un pequeño vídeo casero que también deseaba compartir con nosotros. Le aseguré que no era buen momento, que teníamos una demanda entre manos y que los plazos se nos echaban encima, de modo que no le podríamos dar cita hasta pasados unos días. Pero él insistió. Dijo que su visita no se alargaría más allá de cinco minutos y decidido, casi autoritario, dio un paso al frente.
Su actitud era ineducada incluso para un nacional, mucho más para un oriental como él, acostumbrado a guardar formas y tradiciones y poco amigo de las prisas y de las improvisaciones. Pero su educación no era lo que más me preocupaba en aquel momento. Ni a Salomé tampoco, ya que se escabulló en el interior de la pequeña cocina en cuanto vio sus ojos rasgados. A regañadientes, me retiré hacia la izquierda para dejarle pasar.
Black vestía de manera idéntica al día anterior. Quizás por ello, mis ojos se dirigieron a los detalles que pudieran transparentar algo de su carácter oculto. Fue entonces cuando caí en su tatuaje. No era una de esas horteradas de colores que se desparraman por brazos y torso como las malas hierbas por los troncos de los árboles, o la baba por la comisura de los labios de mi muy querido padre (¡cuánto le echo de menos!). Era un pequeño triángulo equilátero, con unas letras chinas encerradas en su interior.
Que el chino Black no venía a tomar el té lo sabía desde que llamó al timbre, pero reconozco que al ver ese signo, el mismo que había encontrado la noche anterior en que investigué en Internet, y que representaba a alguna de las triadas chinas, me produjo un colapso total. La mala suerte no acechaba, ya estaba allí.
—¿Puede llamar a su secretaria, señor Porcina?
—¿Por qué? —respondí como si fuera un crío al que pidieran que abriera el puño tras el que se ocultaba una valiosa posesión.
—Lo que voy a decir le compete a ella también. Es justo que lo escuche de primera mano, ¿no cree? —conjeturó fría y lentamente.
No me hizo falta llamarla. Salió de la cocina y se colocó a mi vera. Ya no llevaba el delantal a la cintura.
Nos sentamos los tres en el sofá.
El Ferrari extraviado, naturalmente rojo, aparentaba lo que era: un vehículo excepcional. Pero el vídeo lo superaba con creces. Describía sin perder un detalle la paliza recibida por el gitano de dedos largos que se lo había llevado, un idiota que, cuando se encontró un cochazo en un polígono, con las llaves puestas, creyó que se le había aparecido la Virgen. Los golpes no acabaron cuando le rompieron los brazos, las piernas y algunas costillas; tampoco cuando le machacaron a puñetazos los pómulos y la mandíbula. Terminó cuando un musculoso hombre, al que solo se le veía la espalda (esta vez decorada hasta no dejar un centímetro) y unos pantalones blancos piratas, cogía carrerilla y le soltaba una patada en la garganta que le cortaba la vida de raíz. Parecía una película de kung-fu, y lo era, salvo que los actores no eran actores y el protagonista necesitaba ataúd en vez de camerino.
—Cuando a alguien le da por meterse conmigo, señor Porcina, respondo. Debe saber que yo no disfruto con nada de esto, pero mis hombres sí. Para ellos, su trabajo es un arte. En fin, quiero informarles de que regresaré mañana a esta misma hora. En ese momento, tendrán preparados en un saco de plástico negro, de los de jardín, tanto mi dinero como mi mercancía. Yo lo recogeré y me lo llevaré. Es importante que sepan que mi tiempo es muy valioso: me disgusta mucho esperar. —Se detuvo al acabar la frase y tomó aire. Nosotros continuamos mudos. Ni siquiera nos atrevíamos a temblar. Reanudó la conversación casi de inmediato—. Además de devolverme lo que es mío, deberán compensarme por las molestias que me han causado. Si les dejo ir sin castigo todos dirán: «Mira, el pobre Black se está volviendo viejo, blando, occidental», y entonces me perderán el respeto y mi negocio se irá al garete. Por ello, me veo obligado a castigarles. Unas magulladuras, unos golpes o unas costillas fracturadas no lavan mi honor: ustedes me han robado y necesito que todo el mercado sepa que no hay atajos, como no hay sexo seguro con una puta vietnamita. Por eso les propongo un trato…
Un nuevo silencio, denso, oscuro, terrible. Esta vez, tardó más tiempo en reaccionar. Nosotros permanecimos callados.
—Sé que esto les ha pillado por sorpresa, que no están ustedes en el ajo voluntariamente; que todo deriva de que tú, rubia, te liaste con mi hombre. Sin embargo, este bufete que ustedes tienen puede resultarme de utilidad. Es un sitio céntrico, de pequeño tamaño, respetable: nadie se extrañará de que por aquí vengan hombres de corbata. Deseo que trabajen para mí. Harán exactamente lo que yo diga, como lo digo y cuando lo diga. Si este trato no les place, me veré obligado a tomar otras medidas. Y serán contundentes. Un día, no demasiado lejano, cuando menos se lo esperen, alguien localizará sus cuerpos sin vida. Y el forense asegurará que les hicieron cosas que no habían visto ni siquiera en los libros… Esto es todo. Buenos días. Tienen veinticuatro horas. Perdón: veintitrés horas y cincuenta minutos. Y, si se les pasa por la cabeza huir, sepan que no es buena idea. Les encontraría pronto y me enfadaría mucho.
Cuando se marchó, cerrando suavemente la puerta de la calle, me pareció que Salomé iba a decir algo, pero no fue así. Se sentó en el sofá, lo más alejada posible de la posición que Black había ocupado, escondió la cara entre las manos y rompió a llorar. No se me ocurrió consolarla, mi mente funcionaba a toda prisa. Quizás Black no llevara la cuenta exacta de lo que producían sus negocios. Quizás se conformara con el medio millón que nos quedaba. Aun así, nos obligaría a trabajar para él, algo que no hacía sino retrasar nuestra sentencia condenatoria: pasaje de primera clase al infierno. Si tenía un buen contable, todo sería más rápido y mucho más doloroso.
—¡Lo siento, Efrén, todo es culpa mía! —sollozó Salomé.
—¡Ya puedes sentirlo, porque lo es! ¡Eres idiota, tonta del culo, y ni siquiera lo sabes!
—Lo siento. Pero ya me insultarás luego: ahora tenemos que hacer algo, ese tío va a matarnos.
—¿Y qué quieres que haga yo?
—No lo sé. Tú eres el abogado: puedes contactar con algún juez o llamar a la policía y que te crean…
—¿A la policía? Ya viste cómo…
Dejé escapar un suspiro. Pese al miedo, pese al estrés, pese al dolor de estómago, pese a todo, o por todo eso, empecé a tomar conciencia de que, en efecto, la policía era una buena opción, una magnífica opción. En realidad, la policía no: solo Lupo.
—¡Eres un genio, Salomé, aunque en cuestión de amores seas tonta! —chillé.
Me lancé a por el teléfono.