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Un paracetamol; media hora después, un ibuprofeno. Finalmente, logré incorporarme. Aquel bestia me había hecho un daño terrible. Las píldoras calmaron un poco el dolor, pero no la angustia.

Tardaban.

Volví a comprobar el reloj. En realidad, no habían transcurrido más de cinco minutos desde que lo consultara por última vez, pero el tiempo pasaba tan despacio que los segundos nacían viejos. Estaba tumbado en el sofá, con los ojos abiertos. Inmóvil, atento a cualquier sonido. Aproveché el momento para repasar mentalmente los últimos acontecimientos. Desde la visita de Black y mis escarceos con el «viagra», los hechos se habían precipitado con tal velocidad que no había tenido tiempo de pensar en ellos.

—Todo irá bien —pronuncié en voz alta.

Lo hice sin ninguna convicción porque mintiendo no tengo precio. Soy tan torpe que ni siquiera consigo engañarme a mí mismo. La pregunta que martilleaba mi cabeza era si esa cantidad de dinero y esa gran bolsa con droga resultarían suficientes para que aquel inspector corrupto se olvidara de nosotros. Si cumplíamos con nuestra parte y manteníamos la boca cerrada, ¿nos dejaría en paz? En vano trataba de convencerme de que la respuesta era afirmativa, que habíamos visto por última vez al inspector Torino. No obstante, cada hora, cada minuto que pasaba, más consciente era de que lo que estaba teniendo lugar no era más que un capítulo de una larga serie. Aquel corrupto malnacido nos tenía agarrados por las pelotas, esa era la verdad. En el mejor de los casos, nos exprimiría hasta que solo quedara la cáscara. En el peor, querría borrar sus huellas y acabar con nosotros.

Por definición, no desconfío de la policía. Sin embargo, hay que saber (todo el que trate con ellos lo sabe) que en ese cuerpo no se da el término medio. Los hay buenos y los hay malos. Los buenos son fieles y cumplidores servidores públicos que darían su vida por sus conciudadanos; los malos… Esos son brutales, crueles y terribles, delincuentes con placa y pistola. Y sin escrúpulos. Lupo pertenecía al segundo sector. Además, era listo, escurridizo y conocía bien la plaza. Sin duda, podía ponernos en graves aprietos.

Abatido porque Salomé no regresaba y aquel mal policía podía haberle hecho cualquier cosa, acabé atracando el frigorífico que doña Emilia acababa de llenar con lo que había rescatado del patio. Menos mal que los yogures eran desnatados y, en vez de chorizo cular, Salomé había comprado pavo en lonchas finas, porque no dejé restos ni de lo uno ni de lo otro. Curiosamente, el día antes del accidente (llamemos así a mis escarceos con el viagra-no-viagra) había abandonado oficialmente el sector de los obesos para adentrarme en el de los gordos. Un matiz importantísimo, al menos para mí.

Un obeso es un despreciable ser cuyo número maldito supera los 45 puntos, mientras que un tipo con sobrepeso es solo un hombre que se ha pasado un poco con la comida, llegando a los 30. Ese número se obtiene dividiendo el peso por la talla al cuadrado, en metros. Ahora peso ciento diez kilos y sigo midiendo lo que medía antes, es decir, metro ochenta y dos, de modo que mi número se va acercando al 30. No mucho, la verdad, pero sí algo. Como los precios, que 12,95 no es 13: es mucho menos.

Estaba con la boca llena y a punto de caer en una profunda depresión cuando algo en mí se despertó. Y me dije que, después de todo, tal vez tuviéramos suerte. No es que se me apareciera un ser celestial ni nada por el estilo, es que, de pronto, el miedo dio paso a la lógica y caí en la cuenta de mi profesión.

Soy abogado. Lupo sabe que soy abogado. Y también que no hay abogado pequeño. Podemos ser más peligrosos que una avispa puñetera. Si deseaba seguir siendo policía, se vería obligado a mantener las formas. Además, a menos que se enterara de lo que guardábamos en la segunda caja de seguridad, para él no representábamos más que una pareja de pringados sin nada interesante que ofrecer.

Empezaba a animarme cuando escuché el sonido de los tacones y el ruido de las llaves en la entrada. Me incorporé. El malestar se transformó en un mareo incómodo, giratorio. Aun así, recibí a Salomé en pie, tratando de aparentar serenidad. Venía sola, mucho más pobre y mucho más asustada.

Me abrazó nada más verme, con fuerza, casi con ansia. Olía como siempre, a ese perfume dulzón que tan poco me gusta y que, en esa ocasión, me pareció embriagador.

—¿Cómo estás? ¿Ha ido bien? ¿Te ha hecho daño ese malnacido?

—Si te refieres a eso, Lupo se ha quedado con todo y no me ha puesto la mano encima. ¡El muy cabrón! ¿Y tú? ¿Cómo vas, te duele mucho?

Negué con un gesto de la cabeza. Es propio de los hombres el hacerse los valientes.

—¡No es nada, pasará pronto! Pero tú debes de estar agotada, y con estos calores. ¿Quieres que te prepare algo fresco…?

No me dejó terminar.

—Es cierto, se han ido las nubes y vuelve a apretar el calor. Treinta grados a la sombra, pero aquí con el ventilador se está bien. Además, en este momento tú eres el que necesita atención. Túmbate y descansa. Prepararé algo de comer, una tortilla francesa, algo suave… —Se detuvo—. Efrén, ¿te das cuenta de que no es un simple chorizo muerto de hambre sino la policía la que nos está extorsionando?

—La policía no, Salomé: un policía malnacido. Quiero decir que, pese a que el mundo cimbree, no se desmorona. Creo que voy a hacerte caso y me acostaré un ratito, pero olvida la tortilla. Supongo que tendrás a algún hombre esperándote en algún sitio.

—No digas tonterías, no cambiaría esa tortilla ni por un ciudadano francés.