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Al verla acercarse y percatarse de mi azoramiento, en un movimiento rápido Lupo saltó hasta mi posición. Me enganchó por el cuello, como si fuera un pavo, y me aplastó contra la pared. En fuerza me sobrepasa con creces. En realidad, me sobrepasa en casi todo. De haber sido un poco más ágil, le hubiera lanzado un puntapié directamente a los huevos, pero para eso aún debo perder unos kilos más. Sin capacidad de contraatacar, me limité a sujetar su brazo con ambas manos para intentar que no me asfixiara.

—Ven, guapa. Me alegro de que te sumes a nuestra pequeña charla. Aquí tu novio pretendía echarme. Pero tú quieres que me quede, ¿no es así?

Mi socia, atenazada por el miedo, abrió mucho los ojos, pero se quedó quieta y en silencio, mirando las naranjas rodar para terminar deteniéndose. Como no reaccionaba, el policía me soltó. Pero en cuanto empecé a recuperar el resuello, me volvió a arrinconar. Esta vez había una pistola en su mano izquierda, la misma que me había mostrado en el hospital. No sé dónde la llevaría escondida. No tuve tiempo de pensarlo porque los hechos se precipitaron.

—¡Suéltalo, déjalo en paz! Él no ha hecho nada —chilló Salomé.

—No me estás convenciendo, guapa. Por eso voy a quitar el seguro. Esta arma es una preciosidad, una pieza de colección, pero tiene el gatillo muy suelto y se dispara con facilidad. ¡Y qué pena tener los sesos de tu novio pegados en estos azulejos tan bonitos! ¿No crees?

Salomé levantó los brazos, como si fuera a ella a quien apuntara. Con el movimiento, dejó caer el bolso que impactó contra el suelo, produciendo un golpe seco que me asustó. Con voz convincente, añadió:

—¡De acuerdo, tú ganas! Te daré el dinero, todo el dinero, el medio millón completo. Pero suéltalo, no dispares. Deja que se vaya.

A Lupo se le iluminó la cara. Creo que no sabía nada de ese dinero y que el ofrecimiento de Salomé le pilló completamente desprevenido. Se detuvo unos instantes a madurar la historia. Con fruto, ya que añadió:

—Vale, me llevaré el dinero. Ahora que, si tienes medio millón, es porque también tienes material. También lo quiero: me llevaré todas esas pastillas nuevas.

—Las pastillas… Vale, también las pastillas. Nosotros no queremos nada.

No me soltó. Siguió apuntándome con la pistola pequeña y negra (no sé cómo se llama ni de qué calibre es, pero sí que, al tacto, era fría como el hielo), aunque su actitud cambió.

—Eso está bien: cooperación. La cooperación lo arregla todo. Ven, rubita, acércate y toma asiento. ¿Te ha dicho alguien que te pareces a Marilyn? Seguro que todos te miran el culo al pasar. Pero yo hoy no puedo: estoy de servicio, otro día será. —Como no se movió, le gritó—: ¡Siéntate, coño!

Lo hizo en la silla más cercana a la entrada.

—Así me gusta. Ahora explícame lo del dinero. ¿De dónde lo has sacado?

Me hincó de nuevo el arma en la sien. Salomé, que se mordía compulsivamente la uña del dedo índice, se dio por vencida.

—¡Vale, vale, te lo explicaré! El dinero no es mío, era de mi novio. Murió en un accidente de coche y yo me lo quedé. No sabía que se dedicaba a esas cosas ni que era tan rico. Me dijo que trabajaba como representante en una empresa de productos aeronáuticos. Tengo el dinero en el banco, en una caja de seguridad.

Lupo amartilló el arma, la guardó y prorrumpió en risas.

—¡Ahora lo entiendo! ¡Tú eres una de las chicas de Spiderman! ¿Cómo se hacía llamar tu novio?

—Igor. Se llamaba Igor.

—¡Naturalmente, el capullo que la palmó haciendo el Fittipaldi! Ahora todo cuadra. Muy bien, escúchame: tú y yo nos vamos a ir a dar un paseo hasta tu banco. Si la mercancía, toda la mercancía, no está donde dices, regresaré aquí y te quedarás sin novio. En mi profesión resulta muy sencillo. Lo cierto es que sería una pena ver una noticia tan fea en el periódico: «Abogado muerto por sobredosis».

—¡No te saldrás con la tuya! —le aseguré.

Como respuesta, recibí un puñetazo en la tripa de tal calibre que me dejó doblado en el suelo y viendo estrellas junto a los geranios.

—¿Ah, no? ¿Y quién me lo va a impedir: tú, marsopa?

—¡No te saldrás con la tuya! —repetí con el hilillo de voz que el dolor me permitía, mientras veía cómo sujetaba del brazo a Salomé y la arrastraba hacia la calle. Sin poder hacer nada, me quedé observando cómo se alejaban.

Tardé diez largos minutos en lograr incorporarme y otros tantos en arrastrarme hasta mi casa. Y eso que conté con la inestimable ayuda de doña Emilia, que llegaba en ese momento, para ocupar su silla y continuar con sus labores.

—Es el estómago, vecina. Algo que me ha sentado mal.

—Pues ándate con cuidado. Algunos alimentos pueden resultar indigestos. Es mejor separarse de ellos, lo más lejos posible. ¿Me permites que te dé un consejo?

En aquel momento, me daba lo mismo lo que dijera. Solo deseaba llegar a casa. De modo que asentí.

—Llevo muchos años bordando, Efrén: manteles, servilletas, faldones, mantones, casullas incluso. Mi trabajo es muy vistoso, pero, si la tela en la que bordo es de mala calidad, a la primera de cambio arrastra al bordado y lo inutiliza, y, ¡puf!, todo el trabajo perdido.

—Seguro que es una buena lección, doña Emilia. En este momento no soy capaz de apreciarla, pero le prometo pensarlo.

Me cogió las llaves del bolsillo y abrió la puerta. Me condujo hasta el salón, me ayudó a tumbarme en el sofá y me arropó con una colcha. Me sugirió que estaría mejor en la cama, pero las sábanas y los muebles de mi habitación me traían malos recuerdos. Ya no estaban teñidos de rosa. No se movían ni las paredes parecían pantallas de cine psicodélico, pero no quería entrar.

—He oído la conversación desde la ventana de la cocina, Efrén. Y tengo que decirte que ese inspector que tú llamas dolor de estómago no es buena tela: bordes lo que bordes, quedará mal. Tendrás que acabar con esa historia de una vez para siempre. Voy a recoger la fruta del patio o los pájaros se darán un festín.