Aquella mañana la lluvia estropeaba el paisaje amarillo claro, que, gracias a ella, poco a poco iría tornándose verdoso. Agradecí el agua, aunque seguía teniendo frío: parecía querer limpiarme. Sentía todavía cierta confusión y lo que me rodeaba mantenía un extraño regusto rosado, pero mi estado físico era más que aceptable, dadas las circunstancias. Salomé iba al volante, pero el temor que notaba en el estómago no era el habitual (no respeta ni una señal): lo que me preocupaba era que había asegurado a Black que ella no conducía y, si la veía guiando el coche, se daría cuenta de que le había mentido.
Metí la llave en la cerradura y sin anestesia solté lo que llevaba un rato meditando:
—Salomé, ¿qué te parece si entregamos el dinero a la policía y nos quitamos de en medio? En realidad, nosotros no hemos hecho nada.
Ni siquiera se lo pensó un par de segundos. Negó con un rotundo movimiento de la cabeza.
—No me parece buena idea. Me da el pálpito de que ese dinero es una especie de seguro para nosotros. Una mercancía con la que podríamos negociar si la cosa se pone fea. De momento, voto por que lo retengamos. Además…
Se detuvo de improviso.
—Además, ¿qué?
—Nada, es una tontería.
—No estoy para jueguecitos, guapa, suéltalo ya.
—Te vas a enfadar.
—¿Y acaso eso importa mucho?
—Vale, te lo contaré… Fui a uno de los bancos y cogí un poco de dinero de la caja de seguridad. Iba a por quinientos, pero…
—¿Cuánto?
—Diez mil.
—¿Y cuánto te has gastado?
Empezó a pasear por la habitación.
—Salomé…
—Sé lo que vas a decirme, y tenías razón, pero pensé que Osvaldo era…
—¡Pero mira que eres idiota! ¿Te lo robó?
—Todo. No me dejó ni para el taxi…
—¡Santo Dios! Y si tenemos que devolverlo, ¿cómo vamos a explicar que falta una parte? ¿Y si ese policía viene a vernos?
Llegó hasta mí, me sujetó por los hombros, se colocó las gafas en la cabeza y me miró fijamente.
—Mantendremos lo dicho, Efrén. Pase lo que pase mantendremos lo dicho: nosotros no sabemos nada de nada. Por eso debes deshacerte de las pastillas que te queden. O mejor: me las llevaré yo y las guardaré en una de las cajas del banco, con el dinero.
Iba a contarle mi convicción de que Torino había entrado en casa, pero no me pareció necesario alarmarla. En cambio, le dije dónde las guardaba y, temblando por dentro y por fuera, le pedí que las buscara. Se agachó ante mí. Llevaba un tanga minúsculo que rodeaba un culo lleno de cardenales. «Si cojo al tal Osvaldo, lo mato», pensé.
—Vale, aquí están. Me las quedo. Luego las llevaré al banco. Ahora, acuéstate y descansa.
No tenía ganas de acostarme, pero mucho menos de discutir. Por eso, me tumbé en el sofá e insistí en que prefería estar un rato a solas. Como no conseguí convencerla, le pedí que fuera a la tienda de ultramarinos en busca de provisiones.
—Tenemos el frigorífico vacío. ¿Por qué no te acercas a comprar un poco de fruta y unos yogures desnatados? Creo que no queda ninguno —recalqué.
Se resistió un poco pero, finalmente, accedió. En cuanto escuché el sonido de la puerta al cerrarse, abandoné la horizontal, abrí el frigorífico, cogí una botella grande de agua helada y salí al patio. Necesitaba aire. Necesitaba pensar. Mucho y rápido. Por salvar el culo a mi socia me había metido en un callejón sin salida. La inmolación había sido, pura y simplemente, una estupidez.
A veces, hay estupideces enormes que provocan resultados nimios. Y, a veces, hay pequeñas meteduras de pata que acarrean revoluciones. No sabía de qué calibre era la mía, pero tenía la certeza de que no sería fácil salir de ella. Cada hora que pasaba las cosas pintaban peor. En mi cóctel había mucho dinero, droga, chinos al acecho y la policía antidroga pisándome los talones. Como para apostar.
Con esto en la cabeza, llegué al patio.
Y el mismo diablo estaba allí esperándome.
Los operadores de turismo publicitan esta tierra alabando la amabilidad y cordialidad de su gente. Dicen —aun cuando saben de lo exagerado de sus palabras— que somos tan abiertos y estamos tan orgullosos de nuestras raíces y nuestra ancestral mezcla cultural que exhibimos nuestras casas y patios y mantenemos nuestros pestillos descorridos para regocijo del turista curioso, ávido de autenticidades envasadas. Bueno, como argumento de venta está bien, pero cualquiera que viva aquí sabe que lo que dicen los folletos de las agencias de viajes no se atiene estrictamente a la verdad.
El patio de mi casa, sin ir más lejos, es particular. Solemos dejar el portal abierto, eso es cierto, pero nadie ajeno al vecindario osaría ocupar una de las sillas de fundas rayadas, y mucho menos el asiento de espadaña donde teje doña Emilia. Es posible que nos halague que algún foráneo entre y eche un vistazo, o incluso que tire un par de instantáneas con su cámara digital. Mis geranios no lo merecían, pero sí la buganvilla, y el limonero, y la silla del poeta y los azulejos del frontal, pero ninguno de los seres colorados de pantalón corto se arriesgaría a tocar nada: hasta los extranjeros saben que el derecho a la propiedad no debe tomarse a la ligera.
Por eso, cuando, con la botella en la mano, llegué al patio y me encontré con el policía Rafael Torino derrengado en la sagrada silla de mi vecina con los pies sobre un cántaro, una cerveza en una mano y lo que me pareció un porro en la otra, casi tienen que volver a ingresarme. El inspector sonrió al verme, pero no se movió. En su posición resultaba difícil saberlo, pero me pareció que llevara a mano su pistola negra.
—¡Abogado, te estaba esperando! Veo que te has recuperado pronto; eso me alegra. ¿Qué es eso, agua? ¡Ah, naturalmente, la mescalina provoca muchísima sed! Pero tú ya lo sabías, ¿no? —Como debía de tener cara de haber visto una aparición, añadió—: ¿Por qué me miras de ese modo? ¿Creías que encontrar tu nido sería difícil? ¡Por todos los demonios, no solo soy policía y tengo acceso a todas las bases de datos, es que, además, soy un sabueso cojonudo!
Yo seguía mudo, anonadado. Cambió de tercio.
—¿Acaso no te acuerdas de mí? Sí, debe de ser eso; ayer, durante las presentaciones, andabas despistado, es normal con el chute que te metiste. Pero no te preocupes, lo repito encantado: soy Rafael Torino, inspector al frente del Grupo III de la policía nacional, sección drogas sintéticas. Llevo dieciséis años en el cuerpo, once en antidrogas, y debes saber que estoy considerado como uno de los mejores. Por eso te aseguro que estás de suerte: estoy aquí para ayudarte. ¿Por qué no te sientas y charlamos?
Permanecí de pie, quieto, observándole con ojos duros. Torino vestía ropa corriente: vaqueros desgastados y camisa blanca, sin marca, con la botonadura cerrada a excepción del botón del cuello. Sin embargo, su gesto desplegaba la chulería de quien calza esmoquin e invita a las copas. Salvo en el tono autoritario de su voz, en el hospital no me había fijado en él como persona. Esta vez, lo hice sin ningún pudor. Noté que un vello negro y abundante se le escapaba por la apertura del cuello y por los puños, confiriéndole un aspecto siniestro, como de bestia oscura, y comprendí lo bien que le iba el apodo con que Paco le había citado: «Lupo».
Como no me moví, lo hizo él. Dio un largo trago a la cerveza y luego se enjugó los labios con el dorso de la mano. Bajó los pies de la tinaja y clavó en mí los ojos.
—Veo que eres duro de oído. Te estoy hablando de confianza mutua. Tú confías en mí y me cuentas tus cuitas, y yo te protejo. Así funciona este negocio. ¿Lo comprendes?
Mudo, continué con mi descarado examen. Quizás para disimular la alopecia androgénica, llevaba la cabeza rapada. En la oreja izquierda destacaba un pendiente. Por la luz que emitía, era un brillante auténtico. Su rostro delgado, moreno, cínico, con barba de un par de días, me recordó a un hurón.
—Me cuesta decirte esto, Efrén Porcina, porque pareces buena persona, alguien inofensivo, capaz de cumplir hasta con Hacienda. Pero debes saber que, cuando la cosa se ponga seria, y ten por seguro que se pondrá, será demasiado tarde. Esta es tu última oportunidad. Si no cooperas, tú y tu chica lo pasaréis fatal.
—No —dije. Pronuncié solo esa palabra, no hacía falta más.
Con sus playeras azules, batió el parterre. Con tanto árbol, el patio está bastante resguardado. Por eso, al mover Torino las piedras, levantó un poco de polvo, que quedó suspendido en el aire.
—Te aconsejo que no tomes esa senda. Eres muy joven para saberlo, pero lleva al abismo. Un oscuro y profundo abismo. Allí, con los únicos que puedes encontrarte es con el diablo o conmigo. Rezarás para toparte con el diablo…
¿Quién no habría sentido un poco de miedo ante aquella situación? ¿Quién no se hubiera dejado llevar? Yo no soy valiente. De ser algo, soy mucho más cobarde que bizarro, pero, por encima de mis miedos, soy orgulloso. Y me fastidian esos matones que creen que siguen en el patio del colegio. Por eso, calmado y muy despacio, le respondí:
—Esto es propiedad privada, agente. Sea del grupo que sea, pertenezca o no a la policía nacional, necesita una orden para estar aquí.
Es sorprendente el poder con que, en ocasiones, se rodea la ley. En cuanto mencioné la palabra «orden judicial», Torino cambió de tono.
—¿Una orden? ¿Acaso nos hemos vuelto tan inhumanos que necesito la firma de un juez para visitar a un amigo que acaba de salir del hospital?
—Yo no soy su amigo, y aquí está reservado el derecho de admisión. Le ruego que se vaya.
Se puso en pie. No me superaba en altura. Aunque su chulería, su mejor activo, le hacía elevarse continuamente sobre las punteras a fin de sobrepasarme.
—No sabes con quién te la estás jugando, chaval.
—No, es cierto. Lo que sé es que su actuación es manifiestamente ilegal. Está usted violando mis derechos y extralimitándose. Si de verdad es un buen agente, conocerá la ley, y sabrá que debe salir por piernas cuanto antes.
—¡Vaya, ha salido listillo el abogado! Un intachable leguleyo ciego de mescalina y presunto narcotraficante dando lecciones a un policía condecorado. ¡Para nota!
—Aquí no hay nada presunto, agente. A decir verdad, yo no he cometido delito alguno (sabe mejor que nadie que del consumo al tráfico hay distancia penal suficiente); sin embargo, usted lo está cometiendo al presionarme. De modo que olvídese de ese tonto día en que me conoció y abandone mi propiedad de inmediato.
—No hay días tontos, Efrén, hay individuos tontos. Y tú eres tonto de remate. Verás, antes de sentarme aquí, me di una vueltecita por tu casa; supongo que te habrás dado cuenta. Es pequeña pero coqueta, bonita. La recorrí en un santiamén. Esta cerveza la cogí allí. Y puedo coger cualquier cosa cuando me plazca: no necesito llave.
Tenía la cabeza como una pajarera, pero me puse a pensar a toda velocidad. Salomé había dicho que llevaría la bolsa con las pastillas de Igor al banco, pero no recordaba haberla visto hacerlo. Además, aquel cabrón había llegado antes. Intenté concentrarme y, tras un esfuerzo, que me pareció ímprobo, lo logré: milagrosamente, me vino a la cabeza el trasero puntiagudo de Salomé, agachado ante la cómoda de mi cuarto. Luego, que yo ya no bebo cerveza. Sonreí satisfecho.
—No es buen jugador de mus, inspector. Los faroles no le van. Lárguese, abandone de inmediato mi propiedad. En otro caso, me cabrearé y me iré derechito a interponer una denuncia por acoso.
Dejé de hablar cuando vi entrar a Salomé. Había escuchado mi voz y se había dirigido directamente al patio. Llevaba dos bolsas de plástico en cada mano. De una de ellas sobresalían las hojas de una piña. Son caras, pero me encantan, y ella lo sabe.
Salomé tarareaba una canción de moda en su inglés particular, medio inventado. Al ver al policía, soltó las bolsas. Las gruesas naranjas de zumo rodaron por el patio, como dibujando la escena.