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—Señor Porcina, ¿puede oírme?

Abrí los ojos haciendo un enorme esfuerzo. Los párpados me pesaban y el ánimo también; deseaba, a toda costa, permanecer en aquel dulce y vaporoso sueño. Pero la voz no me lo permitió.

—Señor Porcina, ¿podría dedicarme unos minutos? No le robaré mucho tiempo. Soy el doctor García, psicólogo. Dirijo el área de adicciones…

—Lo mío no es adicción, doctor, solo una equivocación. Pensé que tomaba viagra.

—Como prefiera, pero el hecho es que usted ha consumido una no pequeña cantidad de sustancias prohibidas. No las prohíben por capricho o por moralidad sino porque son extremadamente peligrosas. No niego que su viaje haya podido ser placentero. Es posible, incluso, que lo ingerido le haya permitido mantener relaciones sexuales sin disfunciones, pero está ingresado en urgencias, atado a un montón de tubos, y generando un gasto a la Seguridad Social que podríamos habernos evitado, ahora que estamos en crisis… En cualquier caso, ha tenido suerte. El trastorno cardiaco o el respiratorio le hubieran podido llevar a la tumba, por no hablar de sus neuronas: la mitad deben de estar fritas… —Suspiró—. No sé si se ha dado cuenta de que lo que ha consumido brillaba: es por la mescalina…

—¿Mescalina? ¿Se refiere a lo que se metían las tribus mexicanas? ¡Anda ya!

—No se lo tome a broma: es tal y como se lo cuento.

Levanté la mano y le detuve.

—Le repito que se ha tratado de una equivocación, doctor. ¿Cree que si hubiera sabido que era mescalina lo hubiera probado? ¡Por favor! Pensaba que era viagra, eso es lo que puedo decirle. Me siento avergonzado, mareado, cabreado, pero no ha sido más que un error.

Movió repetidamente la cabeza.

—Señor Porcina, lo principal para abandonar una adicción es reconocer que se tiene un problema…

Enfadado, arremetí contra él.

—¡Pero es que no soy adicto a nada!

—Perdóneme si no le creo. Tomó usted una dosis de caballo.

—Pues si no me cree, es su problema. Ha sido una equivocación: tema zanjado. Le agradezco mucho la visita, ya ha hecho su trabajo y la buena obra del día; ahora quiero estar solo.

Abandonó la habitación sin inmutarse. Aquel tipo no parecía tener sangre en las venas. Cerré los ojos de nuevo y me sumí en un agitado estado de sopor. Pero ni morirte de asco te dejan.

—¡Tío, despierta de una vez, es casi la hora de comer! Tengo que hablar contigo, es importante.

Suspiré y obedecí sin rechistar. Había identificado la voz de Paco, que había regresado. Parecía verdaderamente alarmado.

—¿Estás despejado? Porque para lo que voy a decirte es importante estarlo. Debes saber que estás en la cuerda floja y que no te juegas los cuartos con cualquiera.

—No te sigo —balbucí.

La voz me salió pastosa. Tenía la boca seca, casi acartonada. Paco dejó escapar un suspiro y resignado me acercó un vaso de agua. Lo vacié con fruición: estaba muerto de sed. Tras ello, me sentí un poco mejor y logré concentrarme y escucharle.

—He vuelto para hablarte de ese policía que ha venido antes, me refiero al inspector Torino. En mi mundo, se le conoce como Lupo.

Escuchar el apodo me heló la sangre. Sonaba peligroso. Olía a depredador, a superioridad con gatillo flojo.

—¿Por qué lo llaman así?

—Fíjate en él la próxima vez que lo veas y no te harán falta más explicaciones. Pero dejando el físico aparte, debes saber que todas sus entretelas son de lobo. Y por lo que veo a ti te ha tomado por caperucita. ¿Eres cazador?

—¿Cazador? ¡Por supuesto que no! Nunca pegaría un tiro a un animal, me parece una salvajada.

Se miró las uñas con desdén.

—Ya, como todos: no matarías al cordero pero te lo comes asado la mar de a gusto, como los demás. En fin, dejemos eso ahora. Yo sí que soy cazador. Cazo desde crío. Y sé lo que es un lobo. Es un animal muy especial. Vive en manada, es organizado y tozudo: si huele la sangre de una víctima es capaz de seguir su rastro durante horas, días incluso, hasta atraparla. Pero lo más importante es que es un animal sádico. No solo mata por hambre, también lo hace por diversión. Y le gustan los débiles.

—Me estás acojonando, tío.

—Me alegro, para eso he venido. No te fíes de que tenga una placa, ¿vale?

—¿Cómo sabes todo eso, trabajaste con él?

—No. Es más joven que yo: calculo que rondará los treinta y cinco, treinta y ocho a lo sumo. Además, abandoné el cuerpo hace mucho, y nunca estuve en el grupo de antidrogas. Lo sé porque estas cosas se comentan en las calles. Conozco a algunos de sus confidentes y colaboradores, y la imagen que tienen de él es unánime…

Mi cara debía de ser un poema, porque se sentó en el lateral de la cama y me palmeó la pierna con cierto cariño. Bajó la cabeza hasta casi meterme su nariz aguileña en el ojo y añadió:

—Antes de que siga, prométeme que no te va a dar otro yuyu. Si te falla el corazón, me hacen un hueco en la cama y me muero contigo…

Sonreí, aunque mi aprensión crecía a marchas forzadas.

—Lo prometo, Paco, explícate.

—Vale. Hace unas semanas, en un puticlub que frecuento —por el trabajo, me aclaró—, coincidí con un tipo al que conocía de vista. Lo llaman el Niño, es un chaval simpático, con cara de pijo quinceañero. Lo invité a unas copas. El tercer chupito le soltó la lengua. Y allí, en la barra, junto a la Juli (por cierto, que la pobre está más vieja que los galeones para trabajar medio desnuda), estaba yo para escuchar sus penas y dolores. Me contó que procedía de una familia bien que le largó de casa cuando les limpió la caja fuerte por tercera vez. Vive en una pensión de mala muerte y, para sobrevivir, trabaja de camellito de poca monta. Suministra coca, pastillas o lo que se tercie a los ejecutivos amigos de sus hermanos, que lo llaman para animar las fiestas o para el pequeño consumo de fin de semana. Me explicó también que Rafael Torino, es decir, Lupo, le trincó con las manos en la masa cuando iba a llevar mercancía para una de esas fiestas: treinta gramos de coca. Le amenazó, le zurró y le asustó lo suficiente para que llegara con él a un acuerdo: Lupo hacía la vista gorda y el Niño le pasa información. Ya sabes: quién está con quién, por qué, cuánto, cuándo… Esas cosas, lo normal.

—Lo normal no, Paco, eso es prevaricación.

—¡No me seas tan canónico, Efrén! Se trata de emplear cebos creíbles: si los pones de plástico te quedas con las ganas. Soltar a una raposa para coger a un tigre, eso es lo que trata de hacer la poli. Bueno, sigamos: el caso es que la relación se ha extendido en el tiempo y Lupo cree que el Niño es un tío legal, un incondicional, de los suyos; vamos, que le será fiel en toda circunstancia, pero eso es falso. Porque hasta los mierdas tienen dignidad, y el muy cabrón del policía lo denigra en público siempre que puede. Un día lo detuvo en un bar a la vista de todo el mundo, y lo mantuvo en la trena la noche completa porque llevaba dos semanas sin contarle «nada interesante». El Niño estaba que fumaba en pipa: si sus clientes se enteran de esas cosas, se irán a otro más discreto, y él se morirá de hambre y de asco.

—¡Por amor de Dios, Paco, no es más que un soplón colocado que está cabreado con el inspector al que sirve! Eso no significa nada, ¡es un delincuente!

Movió las manos como si fuera a chillar, pero se contuvo y bajó la voz.

—De acuerdo, vale, tienes razón. El Niño es un delincuente, pero también es una persona, y sabe distinguir la gente legal de la que no lo es. Y dice que este no lo es. Ha visto con sus propios ojos cómo extorsiona a las prostitutas para obtener de ellas servicios gratis y hasta una parte de la recaudación; me contó que despista parte de la droga que decomisa, e incluso que roba a los camellos… Dice que tiene gustos caros (en especial las universitarias de clase alta) y que le gusta jugar, que por eso han venido aquí los del maletín…

—¿Los del maletín? Y esos ¿quiénes son?

Volvió a agacharse y a susurrarme.

—Los de la Brigada de Régimen Interior. Los de Asuntos Internos de las películas, para que me entiendas. Actúan de incógnito y vienen desde Madrid. Se instalan en el lugar de los hechos y se ponen a investigar.

—¿Quieres decir que el inspector Torino es un corrupto?

—El Niño lo dice, sí. Y si los del maletín andan por aquí, por algo será. De modo que ve con cuidado. A mí, personalmente, no me gusta cómo mira, ni su prepotencia. Además, está soltero.

—¿Y eso qué tendrá que ver?

—Mucho, no tiene demasiado que perder.

Dejamos la conversación cuando entró Salomé. Llevaba una pinta infernal.

—¡Me alegro de verte despierto, jefe! ¡Estaba preocupadísima! Hola, Paco. ¿Cómo estás? —Ni siquiera me dejó responder—. Mierda, Efrén, ¿qué haces tomando viagra? ¡Eres de los que llevan camiseta interior!

Sus palabras me descolocaron. Nunca se me había ocurrido pensar que los de la camiseta interior formáramos un grupo aparte. Sin saber qué decir le pedí un poco de agua. Tenía, de nuevo, la boca seca. El vaso de plástico llevaba una pajita, pero estaba casi vacío. Sin embargo, cuando se acercó, aproveché para susurrarle al oído:

—No era viagra, sino las pastillas de Igor. Son drogas de síntesis. Tomé una para comprobar qué contenía. Definitivamente, tu antiguo novio era un narcotraficante.

Se irguió con tanta rapidez que derramó el agua sobre mi camisón. Luego negó reiteradamente con la cabeza y se le saltaron las lágrimas.

—No deberías haberlo hecho. Casi la palmas —dijo, mientras me acariciaba la mejilla y, con sus largas uñas, me recolocaba el pelo—. Pero debes saber que nunca nadie ha hecho algo tan bonito por mí. ¿Nos vamos a casa? El doctor dijo que, en cuanto despertaras, podríamos volver.

—¿Y Osvaldo?

—No sé de quién me hablas.