—¿Qué tal se encuentra, señor Porcina? —se interesó la mujer.
Llevaba un anodino pijama verde, zuecos del mismo color y una chapa colgada en el bolsillo que certificaba que se apellidaba Masó. Podía ser médico o enfermera, pero su expresión resultaba inequívoca. Hacía su trabajo como debía, pero con la más absoluta indiferencia.
—¿Dónde estoy, qué hago yo aquí?
—Está en el hospital Central, en el servicio de urgencias. Le trajo su compañera, anoche. Al parecer, tomó usted algo que…
Mi mente empezó a funcionar a toda velocidad, pero no dije una palabra. Ella tampoco, salvo un profesional dictamen:
—Está usted fuera de peligro. Descanse. Permanecerá aquí unas horas, en observación, y luego podrá irse. Mis compañeros vendrán dentro de un rato para charlar con usted.
No especificó qué compañeros vendrían a leerme la cartilla: pero dejó claro que vendrían. Cerré los ojos y volví a sumirme en un sueño roto e inestable, sembrado de imágenes caleidoscópicas. Un tiempo después, no sé si fueron minutos u horas, una voz próxima, a medio camino entre amistosa e insegura, me sacó del letargo.
—¡Hola, amigo! ¿Cómo estás? Me dicen que has sufrido un percance…
Al escuchar su voz, abrí inmediatamente los ojos. Y cuando comprobé que era él, se me saltaron las lágrimas. Paco no era precisamente de la familia, pero era alguien suficientemente cercano para permitir ubicarme de nuevo en la realidad.
—¡Paco, qué alegría verte, gracias por venir! ¿Cómo te has enterado?
No me respondió inmediatamente. Corrió ligeramente la cortina que separaba mi cama de la contigua y, al comprobar que estaba vacía, continuó con sus explicaciones.
—Pasé por tu casa, para ponerte al día de mis averiguaciones. Como nadie salió a abrirme, pasé por el patio pensando que estarías allí. Tu vecina doña Emilia estaba en su puesto. Ella fue la que me explicó que estabas enfermo. Llamé a Salomé y me enteré de lo ocurrido.
—No estoy enfermo, Paco, todo esto es por los chinos. Ya te contaré, aquí no podemos hablar. Tengo la sensación de que las paredes oyen.
—No hay prisa. Lo importante es que estás bien. Además, creo que pronto voy a darte buenas noticias.
—¿Sobre los chinos? Recuerdo haberte explicado los detalles: que preguntó por mi coche y por mis finanzas…
—Me lo explicaste, sí. Y ya estoy en ello. Pero yo no hablo del tal Black, sino de Fulano. Aún no lo he podido confirmar, y no voy a decirte nada concreto hasta que lo haga, pero ando sobre algo: una pista muy suculenta. Solo quería que lo supieses. Cuando regreses, nos tomamos una cervecita, ¿vale? Ahora tengo que marcharme.
—Te agradezco la visita —respondí. Era la pura verdad.
Paco estaba ya junto a la puerta y yo pensando en la cerveza porque estaba muerto de sed, cuando aquella se abrió y apareció un hombre al que nunca antes había visto. Al parecer, él sí me conocía: su presentación lo dejó claro.
—Buenos días, Porcina, un verdadero placer saludarte. Mi nombre es Rafael Torino. Inspector de policía, grupo de estupefacientes.
Paco se había ocultado detrás de la hoja batiente. El inspector le daba la espalda. Pude ver cómo se le demudaba el rostro y cómo trataba de advertirme de algo moviendo espasmódicamente las manos. El policía detectó que yo miraba en otra dirección y se dio la vuelta. Pero Paco se había evaporado. Se tomó la molestia de salir y dedicar unos segundos a echar un vistazo al pasillo. Más tranquilo, regresó encogiéndose de hombros. Cuando volvió a acercarse a mi cama, me había repuesto del shock y hecho emerger mi toga de abogado en ejercicio.
—Inspector Torino, desconozco cómo tiene datos sobre mi identidad. De momento podemos dejar ese extremo, pero quiero que me diga sin dilación qué hace aquí y qué es lo que quiere —pregunté mirándolo de frente.
—He venido a comprobar que te encuentras bien, Porcina. Los médicos del hospital nos han alertado de tu ingreso…
Le interrumpí, muy serio.
—¿Cómo dice, que los médicos les han alertado? ¿Por qué? El protocolo no prescribe ningún aviso.
—Pues a mí me han avisado, apáñatelas.
—¿Sabe lo que opino, inspector? Que está usted mintiendo. Y no debería hacerlo.
Se me quedó mirando con una cierta cautela, como si estuviera calibrándome y no alcanzara, ni de lejos, la talla.
—Si quieres verlo así, es cosa tuya. El caso es que yo estoy en pie y me acabo de tomar un cafecito bien cargado con unos churritos, mientras tú estás tumbado con cara de muerto. Eso significa algo, ¿no?
—En efecto, tiene un sentido muy preciso. Significa que, como yo soy el paciente, me quedo y, como usted no lo es, se va.
—Pues, mira, creo que no voy a hacerte caso. Porque me dicen que eres un hombre de éxito, un tipo feliz, y ese perfil no cuadra con alguien que se mete una dosis de caballo para matar la monotonía de la vida o para vivir nuevas experiencias. De modo que voy a quedarme hasta que lo comprenda…
Traté de incorporarme. Todo me daba vueltas y, mientras giraba, volvía a adquirir aquellas tonalidades psicodélicas que había visto la noche anterior. Aun así, me sobrepuse y fui capaz de decir:
—Si me ha investigado, inspector, sabrá que soy abogado. Y como abogado le aconsejo que no diga una palabra más y salga por donde ha venido. El abuso de atribuciones conlleva una falta disciplinaria grave.
Mostró ostensiblemente su enfado y empezó a alzar la voz.
—Si estás intentando vacilarme, vete con cuidado, chico…
—Yo no soy su chico, ni el de nadie. Le aconsejo que se vaya.
Capté los esfuerzos que hacía para no cruzarme la cara. También noté el momento en el que la furia cedió para dar paso a una sonrisa cínica. Fue precisamente el instante en que se sacó, de donde la tuviera escondida, una pistola negra, mediana, y la depositó sobre la mesa metálica que había junto a la cama.
—Voy a hablar y tú vas a permanecer muy calladito y a escucharme. Porque el que aconseja aquí soy yo. Debes saber que esta arma es huérfana, una pipa chunga, vamos, sin rastro ni identidad; tengo varias como esta. Me daría mucha pena que, cuando entrara la guapa enfermera que te atendió antes, se encontrara con que te habías pegado un tiro en la sien. En fin, lo que quiero que te quede claro es lo siguiente: no me toques los cojones, chico, porque eso puede cabrearme mucho y cuando me cabreo soy peligroso, ¿entendido? —Si esperaba que asintiera, no lo hice, pero empecé a notar que mi respiración se agitaba. Las armas me ponen muy nervioso—. Veamos, te has tomado una dosis nada despreciable de una droga conocida como Nexus 2CB en una versión potente que nos es desconocida. Se da la circunstancia de que hace unos meses la 2CB desapareció del mercado; por eso, necesito que me digas de dónde la has sacado. La escasez ha puesto su precio por las nubes y ha derivado el consumo hacia otras sustancias. Pero en cuanto la oferta fluya de nuevo, aumentará la demanda. Debes saber que, cuando una droga retorna, para que la gente vuelva a engancharse, la ofrecen menos cortada, y eso nos genera muchos problemas de salud pública. Por eso necesito que me cuentes lo que sepas. Venga, empieza a largar…
—Yo no soy su chico —repetí, con todo el cuajo que pude acumular.
Esperaba la bofetada, pero se echó a reír. Cogió el arma y la observó detenidamente por todos los flancos. Mientras, continuó hablando.
—Me gusta que seas valiente. Es una buena cosa. Lo que no es tan bueno es que seas imbécil. Mira, no busco juzgarte, lo que hagas con tu vida es problema tuyo. Pero si sé cuántas pastillas te tomaste podré saber qué nivel de pureza tiene esa partida, ¿me entiendes? He trincado a algunos jóvenes, pero ellos no hablan. Ni siquiera saben qué decir, pero tú sí: tú eres un abogado respetable, un hombre con ojos en la cara, un observador nato. Y puedes ayudarme. —Se detuvo unos instantes, tomó aire y añadió—: Te voy a decir lo que creo que ocurrió. Desconocías qué estabas tomando: creías que era algún tipo de estimulante que te ayudaría a cumplir con la chica, pero te ocurrió como a otros novatos: no sabías que esta droga tarda unas horas en hacer efecto, no tuviste paciencia y tomaste más pastillas. Y de ahí la sobredosis: quiero que me digas cuántas. Es solo un número, luego me llevaré a mi amiga Beretta y te dejaré dormir. Salvo que tú tengas alguna cosilla que contarme, algo importante. Porque hay algo que yo debiera saber, ¿verdad?
—¿Algo? —indagué extrañado.
—¿Seguro que no lo sabes? ¿Significa eso que, si me voy a ver al juez y le convenzo de que me entregue una orden para registrar tu domicilio, solo encontraré aburridos libros de Derecho Laboral?
¡Laboral, había dicho Laboral! ¿Cómo sabía él que me dedicaba al Laboral? «Seguro que ha entrado en casa», me dije. Y pensando en la bolsa oculta debajo de la cómoda de mi dormitorio, empecé a sudar. Lo que fuera que me hubieran conectado al pecho, empezó a emitir un pitido estridente. La habitación se llenó inmediatamente de gente. Me entraron unas terribles ganas de vomitar.
—Pasaré por tu casa, tenemos mucho de que hablar tú y yo. Quizás en tu medio te sientas más propenso a colaborar. Rezumas culpabilidad, chico, pero yo estoy de tu parte. ¡Mejórate!
—¡No soy su chico! —fue lo último que me dejaron decir.
Primero me estimularon y luego me durmieron. Aun así, tuve tiempo de considerar que, hiciera lo que hiciera, la realidad se imponía. Igor era, a todas luces, un narcotraficante. Desconocía el valor que esa bolsa de pastillas azules adquiriría en el mercado, pero no debía de ser pequeño. Y sumado al millón de euros representaba una fortuna.
Una fortuna terriblemente peligrosa.