«¡No te preocupes!», había dicho Paco. Un consejo sencillo de dar y difícil de cumplir.
Me pasé el resto de la tarde repasando la conversación. Porque el tío me había preguntado por mi coche: quería saber si me había comprado uno nuevo o si tenía otros bienes valiosos. No, aquello no podía ser una casualidad. Confiaba en Paco, desde luego, pero lo de quedarme quieto, seguir con mis rutinas y rezar para que no vinieran a por nosotros no resultaba fácil de digerir. Espionaje industrial, tráfico de mercancías y seres humanos, secuestros… ¿A qué se dedican los chinos que no regentan tiendas de ultramarinos que permanecen abiertas a cualquier hora?
Lo primero que hice fue recuperar la tarjeta SIM del teléfono de Igor que había ocultado en el patio, bajo la maceta de geranios chuchurridos. Cogí mi móvil. Desconecté todas sus conexiones con el exterior y la cambié por la mía. Quería consultar su listado telefónico, para ver si allí estaba censado algún Black. No había ninguno. Encontré un «Chino», y también un «Padrino» y un «Jefe» (una torpeza por su parte, entiendo yo). «¿Será alguno de estos?», me dije, para responderme de inmediato que lo que pensaba era una estupidez. Decir «Chino» es como no decir nada. Y todo el mundo tiene un padrino. Aun así, decidí investigarlo.
Cogí mi Volvo de una sola letra del garaje y me fui a un centro comercial. Compré algunas provisiones, un libro y una revista para el despacho y, cuando estuve seguro de que ni el tal Black ni ningún otro tipo de ojos achinados me seguía, me acerqué a una cabina y marqué el número del «Chino». Me contestó un hombre con voz castiza y malas pulgas. Colgué. Marqué el del «Jefe». Descolgaron enseguida, pero no dijeron una palabra. Solo escuché su respiración. Muerto de miedo, solté el teléfono y me fui a casa.
Durante el corto trayecto, las palabras de aquel ladrón al que había comprado el móvil de Igor me retumbaban. «Dicen que traen las pastillas de China. Allí las fabrican a cientos, porque los chungos de los chinos trabajan por la comida, y los productos químicos están tirados y al alcance». También Salomé me lo había confirmado: «Igor hablaba varios idiomas. Uno era inglés, eso seguro. El otro…, yo diría que era chino. Al menos a mí me sonaba a chino, aunque podría ser coreano, japonés o algún otro lenguaje oriental».
Al llegar a casa, me tuve que preparar una tila. Y con ella en la mano, me sumergí en la red.
¡Dios, qué cosas horribles se cuentan de los chinos malos en Internet! Al lado de las hazañas de sus triadas, las salvajadas de los sicilianos parecen un juego de niños. No tienen piedad, ni moral, ni normas, ni ley: simplemente, hacen lo que les da la gana, sin preocuparse por el coste. Y era precisamente a esos tíos a los que habíamos robado un cargamento de pastillas y un millón de euros en metálico.
A eso de la una de la madrugada, tras haberme zampado dos descafeinados y dos yogures desnatados, y después de haber consultado mil y una páginas, cuando ya la cabeza me echaba humo de tanto pensar, recogí las notas que había tomado, apagué el ordenador y decidí coger el toro por los cuernos. Me encerré en mi dormitorio, llave incluida, eché un vistazo alrededor (algo estúpido teniendo en cuenta que vivo solo y que nadie podía estar observándome a través de las ventanas, porque, pese al calor, había cerrado los postigos), me tiré al suelo, junto a la cómoda, y estiré el brazo por debajo del mueble hasta alcanzar la bolsita de pastillas que había encontrado en el pantalón del traje de Igor y que había escondido allí. Estaba llena de polvo: Salomé dice que limpia un par de veces por semana, pero emplear el verbo «limpiar» resulta una burda exageración.
Me incorporé a duras penas (aunque un poco menos gordo, me sigue costando) y me senté en la cama. Cuando dejé de jadear, abrí la bolsa, saqué una pastilla y la deposité sobre la mesilla: la superficie resplandecía bajo la luz, como si estuviera pintada de brillantina. Devolví el resto a su escondite y fui a la cocina a por un vaso de agua. Pensé en enviar un mensaje a Salomé advirtiéndola de lo que iba a hacer, por si me ocurría algo desagradable. Finalmente, no lo hice. Estaba seguro de que trataría de impedírmelo. Desde luego, era una completa locura, pero era lo único que podíamos hacer: si esa gente traficaba con pastillas debía saber a qué atenerme. Si la V mayúscula grabada en el centro de la pastilla era la inicial de viagra no me pasaría nada: según he leído (de nuevo en Internet), su principio activo no funciona «solo» ni por su cuenta. Sin una mujer delante, de poco sirve. Además, siendo ilegal, no era propiamente un problema. Si la V equivalía a vicio, vértigo o vibración, pongamos por caso, la cosa se complicaba.
Sin respirar, me tragué la maldita V ayudado por el largo vaso de agua, lleno hasta los bordes.
«Alea jacta est, me enteraré enseguida de qué significa esa V», pensé. «Al fin y al cabo, el tipo que limpió el coche de Igor aseguró que los ejecutivos pagan fortunas por ello.»
Cogí una novela de misterio antigua y esperé. A la media hora, había adivinado quién era el asesino, pero estaba tan pancho. Fue entonces cuando me dio por pensar que, con mi masa corporal, quizás la dosis ingerida no fuera suficiente. Me agaché por segunda vez, saqué otras dos pastillas (eran pequeñísimas) y me las tomé también. Tampoco noté efecto alguno. A eso de las tres, estaba medio dormido y no sentía nada extraño. Las pastillas azules debían de ser un placebo, tan ilegal como inofensivo.
«¡Muchísimo mejor!», me dije.
Decidí meterme en la cama y olvidarme de aquella historia. Mientras me quitaba la ropa y sacaba el pijama del cajón donde lo guardo, pensé en el acierto de no haber llamado a Salomé: se hubiera reído de mí, algo que me molesta casi tanto como cuando me llaman vaca, cerdo, elefante o tonel.
Me dejé la camiseta puesta, aunque suelo quitármela para dormir, porque había empezado a sentir frío, un frío extraño, impropio del clima donde vivo; una sensación agitada y nerviosa. Me tumbé en la cama, me tapé con la colcha y cerré los ojos. Entonces empezó el desfile de luces, todas intensas e igualmente brillantes. Por un momento, pensé que yo mismo me descompondría convertido en luz. Me incorporé asustado y aún me asusté más. Incomprensiblemente, todo lo que me rodeaba se había teñido de tonos dorados y rosas. La cómoda, que es rectangular como un paquete de detergente para la lavadora, empezó a engordar y a volverse panzuda para, inmediatamente después, escurrirse por la pared. De improviso, la zona de la puerta se llenó de dibujos caleidoscópicos y empecé a sentir el calor del infierno. Y por si eso fuera poco, con solo el roce de las sábanas tuve una erección de caballo que no disminuyó en los siguientes minutos (ni uno, ni dos, en fin…).
Hasta ese momento, la experiencia había resultado tan inusitada como placentera. Pero, en ese instante, la fotografía de mi padre, que descansaba en la mesilla, se volvió tridimensional. Se salió del marco, empezó a crecer y se fue convirtiendo poco a poco en un monstruo de dos cabezas con uñas larguísimas y dientes de vampiro. Vino a por mí, metió su mano en mi pecho y empezó a espachurrarme el corazón. El orgasmo cesó de inmediato para ser sustituido por una sensación tal que no tuve duda alguna de que aquella era la antesala de la muerte. Sí. Desgraciadamente, soy de los que pueden explicar qué sentirán cuando se mueran. Aseguro que es terrorífico, inenarrable.
—¿Qué me ocurre? —pronuncié en voz alta.
Y al escucharme, supe que necesitaba a Salomé.
Logré alcanzar el móvil.
Llamé pero no me respondió.
Dejé pasar un tiempo (no podía precisar cuánto) y lo intenté de nuevo. Esta vez se dignó coger el teléfono. Por el ruido ambiental, me resultó evidente que mi socia no estaba en casa de doña Emilia tomando consomé con unas gotitas de jerez. Por el tono de su voz, supe que no estaba contenta con mi intromisión.
—¡Salomé, necesito que vengas!
—¿Ahora? ¡Mira el reloj! Es muy tarde y estoy de marcha con Osvaldo. Apáñatelas, nos vemos mañana.
—Necesito tu ayuda, me encuentro fatal. He hecho una tontería y creo que…
—¿Una tontería? ¡No me digas que te has zampado un pastel de chocolate prohibido! —respondió con ironía.
—¡Por favor, estoy enfermo, no me sostengo en pie!
No recuerdo si dije algo más.