28

Salomé solía darme un beso rápido, casi un roce, en la cabeza al llegar, junto al saludo habitual: «Buenos días, jefe». Después, se acercaba a la cocina a dejar la bolsa del supermercado con los comestibles del día.

Era una sensación agridulce la que me producía aquel saludo porque, aunque pequeño y maternal, un beso siempre es un beso y es agradable que te besen cuando estás solo, como yo lo estoy. Por otro lado, ese es el saludo que se emplea con un padre o con un marido con el que llevas treinta o cuarenta años de relación y yo no era, ni quería ser, ninguna de esas dos cosas. Y, por descontado, nunca me sentí su jefe: éramos socios.

Al principio, lo toleré porque me hacía gracia su espontaneidad y su alegría contagiosa. Para ser sincero, al principio le hubiera tolerado casi cualquier cosa. Pero, violando mi dormitorio, se había pasado de la raya.

Aquella mañana no me saludó, ni fue al supermercado, ni se tomó un café del termo que suelo dejar hecho antes de empezar a trabajar. En vez de eso, entró sin meter ruido, se sentó ante su ordenador y se puso a teclear. Yo, que no estaba dispuesto a dar mi brazo a torcer, no salí del despacho: permanecí en mi guarida estudiando jurisprudencia.

Más o menos una hora después, entró en el despacho sin llamar.

—Efrén, hay un nuevo cliente en la sala de espera —me informó.

Su voz no era fría, como cabría esperar, dadas las circunstancias, sino que sonaba entrecortada, asustada.

—Eso está muy bien. ¿Lo han despedido, quiere hacer testamento o demandar a su tío abuelo? —conjeturé con acidez. Estaba dolido, mucho. Con ella. Con el mundo. Con todo.

Salomé sacudió la cabeza con vehemencia. En ese momento, me di cuenta de que su actitud no se debía al desencuentro del día anterior. Estaba nerviosa. De hecho, casi rozaba la histeria.

—¿Qué te ocurre, te encuentras mal?

—No podría estar peor: el tipo de la sala de espera es chino. ¿Comprendes? Chino de la China.

Debo confesar que a mí también empezaron a temblarme las piernas. Sin embargo, se impuso la sensatez: prejuzgar no iba a llevarnos a ningún sitio. Con voz calmada, de juez de juzgado superior, afirmé:

—Salomé, hay muchos chinos en el mundo, tal cantidad que solo les dejan tener un hijo. Por cierto, escuché el otro día en la radio a un señor que comentaba que alrededor de los restaurantes chinos nunca se ven gatos merodeando. Puede ser porque no tienen basura, es decir, porque aprovechan lo que sobra para los rollitos de primavera, o puede que la materia prima sea tan deficiente que no lo quieren ni los animales. Aunque, ahora que lo pienso, tampoco he visto gatos en el italiano de la plaza de al lado. En fin, que no debemos alarmarnos antes de tiempo…

Como no me siguió la broma, sino que se dedicó a frotarse las manos en gesto evidente de nerviosismo, dejé la verborrea y pedí que le hiciera pasar.

—Por favor… —añadí.

Qiu Liu Black —ese fue el nombre con el que se presentó— era solo medio chino. Su complexión occidental, el tono de su piel y el color verde de sus ojos evidenciaban la mezcla genética. Calculé que tendría, más o menos, mi edad. Vestía polo Ralph Lauren marrón chocolate, pantalón (corte chino, por cierto) de color beis y náuticos.

—Celebro conocerle, señor Porcina. Me han hablado muy bien de usted.

—¿Ah, sí? ¿Quién? —pregunté a la defensiva. En eso soy bastante rápido. Me refiero a captar cosas que no casan.

—¿Quién? Pues todo el mundo. En el barrio, su reputación le precede. Dicen que es metódico, concienzudo y justo con sus clientes.

Sonreí cada vez más molesto. Mis temores se confirmaban. Los ciudadanos chinos no se caracterizan precisamente por la confraternización y, por descontado, no van por ahí propagando o haciendo oídos a rumores o chismes. Además, de trabajar en el barrio tendría que haberme topado con él en alguna ocasión. Sin embargo, su cara no me sonaba en absoluto.

—Por favor, siéntese, señor Black, y cuénteme en qué puedo ayudarle.

—He extraviado algo y necesito recuperarlo —respondió con frialdad.

Respiré hondo; a cada instante, aquello se ponía peor. Pero no me dejé amilanar.

—Es evidente que no conoce bien nuestras costumbres, señor Black. Permítame que se lo explique: corrientemente, un despacho de abogados como este no se dedica a buscar propiedades o personas perdidas. Nuestro papel habitual es personarnos en demandas de despido, redactar testamentos o contratos de compraventa, asistir en la elaboración de declaraciones de renta y patrimonio…, ese tipo de cosas. Usted lo que necesita es un detective privado o, si cree que se trata de un robo, un policía… —No sabía si era prudente. Pero siempre es mejor conocer al enemigo, por eso añadí—: Y, por curiosidad, señor Black, ¿podría saber qué se le ha extraviado?

—Un automóvil último modelo. Lo dejé aparcado en la calle, en el polígono donde tenemos el almacén principal, y cuando regresé había desaparecido. Algo muy molesto…

—Sin duda. Pero tiene usted suerte: por lo general, en los polígonos, muchos comerciantes instalan cámaras de seguridad. Es muy posible que alguna de ellas haya recogido las imágenes del robo. Estoy seguro de que, si acude a la policía, ellos se encargarán. Creo que tiene muchas posibilidades de recuperarlo si habla con ellos sin dilación. Son muy profesionales.

—Tiene razón, seguiré su consejo. Es un automóvil muy caro: un Ferrari. —Se detuvo. Fue apenas un instante, pero lo percibí: aquel tipo se paró a pensar lo que me iba a decir. Hablaba un castellano aceptable para un extranjero, pero el momento le jugó una mala pasada, y la frase…, más bien el interrogatorio, salió mal construido—. ¿Usted coche tiene, señor Porcina?

—Sí, claro. Coche y plaza de garaje, ¿por qué?

—En realidad, lo que quería preguntarle es qué coche tiene. Tengo uno para vender.

Molesto, hice un gesto con la boca que venía a decir que aquello no era asunto suyo y que se ocupara de sus cosas. La verdad es que tenía ya la piel de gallina. No obstante, al entender que responder podría ir en mi beneficio, cambié de opinión.

—Como le decía, tener, tengo, pero mi coche no es como el suyo. Vamos, que poseo un automóvil que nadie robaría jamás. ¡Con decirle que mi Volvo solo tiene una letra escrita en la matrícula lo digo todo! Es una antigualla, pero anda. No necesito más. Voy a pie a todas partes.

Me observó con curiosidad durante un breve lapsus y después preguntó:

—¿Y por qué no se compra un coche nuevo? Parece que el despacho le va bien y ahora hay marcas con ofertas muy interesantes.

—Pues verá, señor Black, en casi todo lo que hago sigo la máxima de Epicuro de Samos: «Si quieres ser rico, no te afanes por incrementar tus bienes sino por reducir tu codicia». Este despacho produce lo suficiente para vivir de él dignamente si no te creas necesidades, así de simple…

—También hay ofertas interesantes en coches de segunda mano. El mío, por ejemplo, lo vendo barato. Podría interesarle a usted…, o quizás a su secretaria. ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Mi secretaria no sabe conducir —afirmé con voz seca, intentando evitar que el miedo transparentara—. Pero volvamos a lo suyo, señor Black. Le reitero mi consejo: acuda a la policía, son muy eficientes. ¡Le deseo mucha suerte y gracias por venir a visitarnos!

Nos despedimos con un apretón de manos. Pero en cuanto vi salir sus ojos achinados por la puerta de mi despacho, telefoneé a Paco.

—¡Por todos los santos, ya están aquí! —le expliqué nerviosísimo.

—¿Quiénes?

—¡Los chinos! ¿Quiénes iban a ser?

—Bien, tranquilízate y explícame lo ocurrido. —Lo hice lo mejor que pude, es decir, mal. Pero se hizo una idea—. Mira, Efrén, ahora no puedo ir. Estoy fuera de la ciudad, siguiendo una pista fiable sobre Fulano, y me viene fatal dejarlo tirado. Pero no debes obsesionarte: si es lo que crees que es, lo que acabas de presenciar no es más que un primer tanteo, un reconocimiento del terreno. Aun así tomaremos las debidas precauciones. No le expliques el porqué, pero dile a Salomé que no salga de casa sola. E intentad hacer una vida normal, mantened las rutinas habituales, sin saltaros ninguna. Por mi parte, colocaré vigilancia. No te preocupes más de la cuenta.

Estaba seguro de que Salomé escuchaba detrás de la puerta, de modo que, cuando colgué, pedí a gritos que pasara. Lo hizo. Tenía la cara blanca como la cera.

—¿Y bien?

—Y bien, ¿qué?

—¿Venía a por el dinero?

Negué con la cabeza, con toda la convicción de que fui capaz.

—Ha extraviado el coche. Ya le he explicado que debe acudir a la policía. No es lo que piensas. Pero, de todos modos, harías bien en estarte un poco quietecita los próximos días.

Se cruzó de brazos.

—Durante la semana que me queda, me vestiré como quieres, me mantendré en silencio y no traeré hombres a la oficina, pero no pienso escuchar un solo consejo más de tu sucia boca. Porque, pienses lo que pienses, no soy ninguna puta.

—No pienso que seas una puta: ellas se acuestan con la gente por dinero. Tú no cobras…

—No, solo permanezco abierta a lo que venga, al futuro inesperado…

—Es una opción, por supuesto, pero ten cuidado a ver si esas inesperadas amistades acaban haciéndote daño. Te recuerdo que si temblamos cada vez que vemos a un chino es por tu inesperado amigo Igor…

Se encogió de hombros.

—No hay más cera que la que arde, Efrén.

No pude ocultarlo más.

—¡Por supuesto que la hay! Mírame: no soy Osvaldo, ni Igor, ni Teo, ni aquel camionero lleno de tatuajes que olía siempre a vino barato, pero podría darte todo lo que ellos no te dan.

Se quedó muda, atónita. Se dio la vuelta y abandonó el cuatro duplicado.

—¡Mierda, mierda, mierda! —grité—. Soy más tonto que Picio.