26

—¿Cómo dices, que quieres interponer una demanda? —pregunté intentando parecer sorprendido.

—Eso he dicho. Una demanda por despido improcedente. Se llama así, ¿no?

—Se llama así cuando lo es. Verás, cuando un trabajador reclama judicialmente, el juez de lo social estudia el caso y califica el despido. Puede decidir que es nulo, que es procedente o que es improcedente. Este último supuesto implica que el juez estima no suficientemente demostradas las causas del despido o bien que se han incumplido los requisitos formales. En tu caso, las pruebas…

No me dejó terminar la frase.

—Mira, Efrén, tienes que saber que lo he consultado en Internet, en un foro de abogados. Y el tipo que ha contestado dice que la empresa ha violado mi derecho a la libertad de expresión, y ese derecho es más sagrado que la sensibilidad de esa especie de maricón que tenía por jefe.

Puse cara de pocos amigos. Por la palabrota, desde luego, pero también por el trasfondo. La chica pregunta en un foro de Internet y cree que ya conoce el sistema.

—Y ese tío de Internet, ¿no querrá llevarte el asunto? Porque lo que es yo…

Bajó enseguida los humos y adoptó actitud de perro apaleado: es más lista de lo que parece.

—¡Efrén, solo fueron diez minutos! Estaba con cagalera porque mi madre, tu querida amiga y clienta a quien tanto aprecias, había hecho un cocido tan rico que me picó la gula y comí demasiado. Me entretuve en el baño, eso es todo.

Dejé que pasaran unos segundos e hice como si releyese la carta de despido.

—Por lo que dice aquí, fueron veinte minutos y te fuiste sin avisar. Además, una de las cámaras del pasillo recogió tu imagen hablando tranquilamente por el móvil. ¡Y saliste fumando de los lavabos, algo que está rigurosamente prohibido, como indica la ley y todos los carteles del hospital!

—¡Llamé a mi madre para decirle que estaba mejor! Es lógico, ¿no? Eso es lo que hace una hija considerada.

Suspiré.

A quien tenía delante era a Carla Gil, vástago de una buena clienta de mi antiguo empleo y ahora de Romaní y asociados. Su madre es una mujer muy educada, profesora de latín, viuda desde los treinta. Tiene dos hijos. El mayor, ingeniero de minas, está felizmente casado y sus dos hermosos gemelos alegran la vida de su adorable abuela. La pequeña Carla es un desastre. Desde su expulsión definitiva del colegio, fue de centro en centro, hasta que dejó los estudios y se puso a trabajar. El puesto en el call center de un hospital privado de cirugía ocular era su último trabajo. Había seguido al de pescadera en un supermercado, limpiadora en una oficina y camarera en un bingo. En el hospital llevaba ocho meses, sin más que dos pequeñas amonestaciones. La tercera era un despido: uno disciplinario. Su madre me había llamado temprano para pedirme el favor de que la recibiera. La chica era de las reivindicativas y quería demandar al hospital por considerar que su despido no procedía.

Estudié por encima el caso y llamé a su madre asegurándole que las probabilidades de ganar eran de una contra un millón. Que no merecía la pena. Lo entendió, pero me pidió que siguiera, fuera cual fuera el resultado. Acababan de detectarle una enfermedad grave. Supongo que pensó que, al menos, con este hueso entre los dientes, perdería de vista a su hija durante algunas semanas y ella podría gozar de un poco de paz.

—Veamos, según lo que dice aquí, cuando tu supervisor te llamó la atención por ausentarte sin avisar, cuestionaste su autoridad y le mandaste, leo textualmente, «a la mierda». ¿Es así?

Asintió moviendo muy deprisa la cabeza. Llevaba el pelo rapado como un chico, pantalones vaqueros anchos y rotos, una camiseta negra y deportivas naranjas. En realidad, no era fea, aunque intentara parecerlo.

—¿Y no sabes que se trata de una falta de respeto?

—¿Qué, mandarle a la mierda? ¡Es una forma de hablar! Si yo te mando a la mierda, ¿tú te enfadas? ¿A que no? Además, era una simple conversación.

Lo dejé por imposible y seguí leyendo.

—Dice también que, dos días después, mientras ibas con otros compañeros, coincidiste con ese supervisor en el aparcamiento. Y, en un tono suficientemente alto para que pudiera oírte, hablaste de sus inclinaciones sexuales.

—¡Ya estamos, qué manía de echar balones fuera! Los hechos son los hechos: el tipo es marica. ¿Acaso soy yo culpable de eso?

—No es asunto tuyo.

Se levantó, sacó un cigarrillo y se puso a pasear por el despacho llenándolo todo de humo. Abrí la ventana. De pronto, se le iluminaron los ojos.

—Dices que lo insulté y que, por eso, me despiden. De acuerdo. Pero digo yo: ¿acaso no está bien visto hoy ser marica? ¡Si le hubiera llamado cura o político, gentes que están de lo más desprestigiadas, lo entendería, pero marica es casi un halago! ¿O no?

Mirándolo así, no dejaba de tener razón. Pero las alegaciones de la empresa eran contundentes.

—Le llamaste maricón, no homosexual, y lo hiciste en tono despectivo. Tanto que, en fin…, las frases son fuertes hasta de leer…

Volvió a sentarse.

—¡Vale, dije que me alegraría que algún colega le metiera un buen palo por el culo, pero estaba en el aparcamiento, fuera de mi puesto de trabajo, y no se lo dije a él!

También en eso tenía algo de razón. Salvo porque le había lanzado a la cara el periódico que llevaba en la mano.

—Muy bien. Tienes una carta de despido disciplinario en una empresa en la que llevas ocho meses y quieres meterte en el lío de una demanda de la que poco vas a sacar. ¿No sería mejor que dedicases ese dinero y ese tiempo a buscar otro trabajo o a ayudar a tu madre?

—¡A mi madre no la metas en esto, cabrón, que bastante tiene con lo suyo! Mira, la justicia es la justicia. Y yo quiero justicia. Tú eres abogado y quiero contratarte. ¿Hace?

—Te diré lo que dice la ley, y luego tú decides. Según esta carta, has ofendido verbalmente a tus superiores. Hay testigos que lo acreditan, las ofensas han sido humillantes para tu superior y ha habido reiteración. De modo que no hay mucho que hacer. A lo único que podemos agarrarnos es a la tipificación en sí misma. Quiero decir que nos tocaría poner en tela de juicio que tus palabras hayan entrañado una ofensa. Que tú hablas así y que cuando llamas a alguien maricón en realidad no estás criticando su orientación sexual, sino alabándola…

—¡Eso es: libertad de expresión! Un momento, ¿qué quieres decir con alabarla? —Me clavó unos segundos la mirada—. ¡Ah, no, eso sí que no, tío, que ya veo por dónde vas! ¡Yo no soy lesbiana, ni lo sueñes! Me gustan los tíos; mucho, para ser francos, aunque odio a los rubios…

—Si yo te llamara lesbiana, ¿te ofenderías?

—¡Naturalmente!

—Pues eso mismo le ha pasado a tu supervisor, y por eso te han despedido.

—¡Pero él no tenía por qué: él es marica, un maricón de tomo y lomo! ¡Si hasta acosa a los empleados!

Suspiré profundamente.

—Mira, Carla, amén de que tu supervisor está casado y es padre de dos niños, te repito que, a mi entender, no hay nada que hacer. Si vamos a juicio, el tribunal valorará la proporcionalidad de la medida disciplinaria con la supuesta ofensa y luego nos darán una patada en el culo.

—No me importa. Quiero hacerlo…

Lo pensé unos minutos. Pensé en el caso y en Carla. Pensé en su madre y en la pereza que me daba. Y, finalmente, acepté.

—De acuerdo, lo haré. Pero con una condición.

—¡La que quieras, desembucha!

—Este pleito lo pagas tú.

—¿Qué quieres decir?

—Que esta minuta no se la pasaré a tu madre, sino a ti. ¿Cuánto dinero tienes?

—Dos mil trescientos euros. ¿Cuánto me va a costar?

—Dos mil trescientos euros.

—¡Eres un capullo!

—Lo sé. Tú también. Pero me vas a obligar a estudiarme la jurisprudencia sobre la libertad de expresión en el ámbito laboral y eso no me apetece lo más mínimo, y mucho menos perder. Lo tomas o lo dejas.

Había habido ofensas, eran graves, y en la actitud de Carla nunca medió la buena fe o la debida lealtad. Ni siquiera ese día había comido en casa, y menos cocido. No obstante, y sorprendentemente, nos tocó el juez Castrillo, que nos dio la razón. Supongo que cuando algún periodista no encuentre tema para rellenar su columna y lea esa sentencia, saldremos en los periódicos.

Carla trajo mis honorarios en metálico, en billetes de cinco y diez euros, cosidos por una goma, y los dejó sobre la mesa, junto a una botella de cava y una sonrisa de parte de su madre.

Así son las cosas. Pero lo más curioso del caso es que una semana después tenía delante al supervisor, al «presunto marica». Acababan de despedirle.

—Necesito presentar una demanda por despido improcedente…

¡Por todos mis muertos, es que no puedo tener un caso de fusiones como Dios manda!

—Verás, Roberto, esos casos…

—No, no vengo por eso. Tiene razón. Hice…, bueno, eso no importa. Lo que importa es el préstamo. La empresa me prestó dinero para…, bueno, eso tampoco importa. El caso es que recibí diez mil euros al cero por ciento de interés. Debía devolverlo en sesenta mensualidades de igual importe, que se me descontaban de la nómina. De momento, he pagado dieciocho. Ahora, al despedirme, me exigen reintegrar el montante restante, y no dispongo de esa cantidad.

—¿Cuál era el acuerdo al que llegasteis?

—Ese. Ante una rescisión del contrato, devolvería todo de una vez. Pero no tengo el dinero. Por eso, tengo que demandarlos por despido improcedente. Y alargar el asunto hasta que encuentre la cantidad que necesito.

—Veamos, ¿llamaste marica a tu jefe?

Sonrió con amargura.

—No. Lo que ocurre es que, según dicen, mi actitud ha perjudicado al negocio. Con el lío de la chica esta, la facturación ha caído un quince por ciento. Expuso su caso en todas las redes sociales y cargó las tintas sobre mí y sobre el hospital.

—¿Y tú qué opinas?

—Que llevé mal ese asunto. Me excedí. Sabía cómo era: debí de darle más margen. Aproveché que me insultó para quitármela de en medio, sin darme cuenta de que perjudicaba a la empresa… Por cierto, no soy marica: estoy casado con una mujer llamada Eva, y tenemos dos hijos.

Eso ya lo sabía, pero no dije nada.

—De modo que tú no quieres ir a juicio si no es necesario.

—No, pero hasta que no encuentre otro trabajo, no puedo devolver el préstamo.

Esta vez, conseguí limpiamente lo que pretendía. No porque la cláusula del préstamo fuera abusiva, que no lo era: solo reflejaba la liberalidad de la empresa con un trabajador al que apreciaba. Pero ese precisamente fue mi argumento. Bastaron dos conversaciones con los responsables de los responsables para arreglarlo. No como estaba previsto, pero sí en beneficio de ambas partes. Mi cliente no interpuso ninguna demanda. Pero fue nuevamente contratado en otro puesto. Perdió antigüedad y beneficios, pero mantuvo el salario, del cual podrían descontarse las anualidades.