De pie, junto a la ventana de mi despacho, entreabierta para dejar correr la brisa de la tarde, observé al detective sin decir palabra. Le escuchaba como si me estuviera dando la receta de la mejor tarta de manzana de la historia, guardada celosamente durante siglos por su familia. (Veo que se me nota que sigo a régimen. En efecto, sueño con la comida, especialmente con el dulce, pero ya he bajado diecisiete kilos y medio y empiezo a verme los dedos de los pies: tengo cinco en cada pie, obviamente.)
Paco vestía camisa azul pálida, remangada, y pantalón marino. Calzaba zapatos oscuros de cordones, no demasiado limpios, y llevaba un palillo en la boca, que movía rítmicamente de uno a otro carrillo. De verme obligado a describir su aspecto, diría que es genuina carne de bar, uno de esos hombres invisibles y repetidos que parecen contratar esos establecimientos para instalarse durante horas en la barra junto a una copa de tinto peleón. Delgado, pero no mucho; moreno, pero no gitano. Ni bajo ni alto. Salvo la nariz aguileña y el brillo inteligente de sus ojos, no destacaba más que por ser un hombre corriente.
—De modo que albergas sospechas de que hay algo oscuro en algún aspecto de la vida de Fulano, pero no sabes en cuál.
—Exactamente.
—¿Ni una sola pista?
—Ninguna. En las últimas fechas me he preguntado con frecuencia qué tipo de asunto podría haber encontrado mi padre. La lista se amplía al dejar volar mi imaginación, pero es solo eso, imaginación. De modo que mi respuesta es no: ninguna pista. El punto negro en el expediente de Fulano podría provenir de una multa de tráfico no pagada, de un hijo bastardo o de un pufo mercantil. O puede que no sea nada de eso. En realidad, debo confesar que todo se fundamenta en una intuición.
Tras escuchar lo mal que habían sonado mis frases, esperaba que Paco me mandara educadamente a paseo. Era como buscar una aguja en un pajar. Sin embargo, para mi sorpresa, exclamó:
—¡Me encanta! —Como le miré con cara de desconcierto, me abrió su alma—: Verás, Efrén, estoy harto de seguir el rastro a esposos infieles, de amenazar a morosos redomados y de fotografiar a mentirosos que dicen estar de baja cuando están deslomándose en su huerta recolectando fruta: esos encargos son un insulto a mi inteligencia. Yo, anteriormente, trabajé para la policía e incluso para la Unidad de Inteligencia. Y, pese a aquella metedura de pata, era de los buenos. Por eso os tengo tanta simpatía. Porque, a diferencia de los demás, vosotros me encomendáis trabajos creativos: ora os persiguen unos delincuentes chinos de los que no tenéis más datos que un nombre falso, ora queréis atrapar a un digno representante de la alta sociedad de este pueblo, de nuevo sin dato alguno, solo apoyándoos en un pálpito. ¡Es fantástico: resulta emocionante! Es más, me gusta tanto que cobraré la mitad las dos primeras semanas.
—Pero no puedes abandonar la vigilancia de Salomé. Los chinos podrían…
—No te inquietes. Dejaré eso en manos de mi parienta. Es la mar de buena y conoce a la perfección vuestras costumbres.
—¿Tu parienta? ¿Te refieres a tu mujer? Creo que no la conozco.
—Ni falta que te hace. Tú a lo tuyo y nosotros a lo nuestro. Y ahora háblame de tu difunto padre. Necesito saberlo todo.
Me quedé callado, sorprendido. Pensé que empezaría por investigar a Fulano, aunque, pensándolo bien, quizás tuviera razón y fuera más fácil tender puentes desde la figura de mi progenitor.
—Pues no hay mucho que contar. Fue portero y luego encargado del Teatro Real. Calculo que desde el año 82…
—Consultaré en la hemeroteca para saber si ocurrió algo reseñable en ese teatro durante esas épocas. ¿Y antes del 82?
Me encogí de hombros.
—No sé mucho, la verdad. Yo nací en el 83. Pero tengo entendido que era bedel, en la universidad.
—Y Fulano, ¿qué edad tiene ahora?
—Tampoco lo sé con exactitud, pero calculo que sesenta y tres o sesenta y cuatro.
Anotó todo lo que le dije en un cuadernillo cuadriculado de un tamaño infinitesimal. Tras asegurarme que, de momento, tenía suficiente, se lo guardó en el bolsillo de la camisa.
—Me pongo a trabajar de inmediato —dijo al despedirse.
—Pero, Paco, ¿no quieres que te cuente cosas sobre Fulano?
—Pues lo cierto es que no. Tú estás quemado. Lo conoces personalmente, te ha influido. Supongo que mucha simpatía no le tienes… Sin quererlo, añadirás un sesgo a tus palabras que me despistará. Prefiero escribir mi propio guion. Si hay algo que quiera corroborar, te lo preguntaré.
No me quedó más remedio que callarme. Eso que Paco llamaba sesgo era una espina o, más bien, un enorme y enquistado grano en el culo.