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—Al amparo del artículo 37.3b del Estatuto de los Trabajadores, en su versión modificada por el artículo primero de la ley 39/1999 sobre conciliación de la vida laboral y familiar, mi cliente tenía derecho a ausentarse del trabajo dos días, con remuneración, a causa de la hospitalización de su hija. La norma señala que esto es posible hasta el segundo grado de consanguinidad o afinidad. Por no mencionar que mi cliente es la única pariente de la parturienta, la única que podía ayudarla en ese trance. Lo pidió con suficiente antelación y, en vez de respetar su derecho, recibió como respuesta un despido. En nuestra opinión es improcedente, discriminatorio y manifiestamente injusto.

El asociado no esperó ni a que me sentara.

—Señoría, si me permite rebatir a mi experimentado colega —así me llamó el muy desgraciado—, puedo adjuntarle una inmensidad de testimonios de los más reputados médicos del país en los que se atestigua que un embarazo no es una enfermedad y, por consiguiente, su finalización a término, es decir, un parto, no entraña ninguna patología. La norma apunta hacia la necesidad de cuidar a un enfermo, no a la naturalidad de un alumbramiento. No dejamos de ser animales: mamíferos, para más señas. Cada minuto pare un mamífero y no complicamos tanto las cosas. No se trata de una enfermedad.

El imbécil se rio de su propia gracia. Yo estaba muy serio y su señoría también. Era el juez Quintana. Si hubiera investigado un poco, se habría enterado de que acababa de ser abuelo. El día que nació su nieta llevó pastas al juzgado. Contraataqué.

—El ingreso de una parturienta no implica ninguna patología, señoría, en eso lleva razón, pero se trata de un ingreso. Es decir: existe un registro de entrada en el que se llama a la parturienta «paciente», se le coloca una pulsera identificativa en la muñeca y se le asigna una cama. En este caso, además, se emplearon recursos hospitalarios como un quirófano concreto y los servicios de un anestesista, una matrona y una enfermera, amén de celadores y un largo etcétera. De hecho, cualquier problema punible que ocurriera en ese periodo de ingreso pondría en un brete al hospital. En suma, entendemos que la norma no distingue entre una hospitalización u otra, entre una operación de amígdalas y un parto. Así lo estima, también, la sentencia del Tribunal Supremo, sala cuarta, de 23 de abril de 2009, al resolver el recurso número 44/2007, que asevera que el empleador no debería discriminar en ese sentido. Por ello, entendemos que ese despido por ausencia y falta de puntualidad es improcedente y discriminatorio.

Mis argumentos eran contundentes. Por mucho que trabajara para el potentado y afamado Fulano no podía rebatirlos; sin embargo, mi contrincante (un asociado delgadito y bien trajeado al que no conocía; un nuevo fichaje, supongo) continuaba sonriendo. Miré hacia atrás. Salomé estaba en el banco del fondo. Leyó en mi cara, como siempre, y levantó la carpeta que llevaba en la mano. Eran las fotografías que le había entregado el detective.

—Señoría, debe saber que este no es un hecho aislado: es la gota que colma el vaso. Mi cliente ha tenido mucha paciencia con esta empleada. El despido es procedente. Puedo demostrar con los cartones de fichajes que, en los catorce años en que esta mujer recibe salarios de la empresa de mi cliente, no ha llegado ni un solo día a tiempo. El contrato estipula que Trinidad López tendrá una jornada de ocho horas, prestadas entre las nueve y las dieciocho, con una hora para el almuerzo. Pues bien, consultadas las tarjetas de fichaje del último mes, como puede usted comprobar en la documentación que adjunto, nunca ha fichado antes de las nueve y cuarto de la mañana.

—Perdone, letrado, ¿figuran ahí las horas de salida? Me gustaría verlas.

—Las horas de salida no vienen al caso. Su contrato exige que empiece a las nueve, y acude tarde sistemáticamente. Eso se denomina faltas reiteradas e injustificadas de puntualidad.

—No es eso lo que figura en la carta de despido, señoría…

Las tosecillas que se escuchaban en la sala comenzaron a incrementarse, hasta que me di la vuelta. Salomé intentaba llamar mi atención. En cuanto lo logró, empezó a mover de nuevo la carpeta. Pedí excusas y se acercó hasta mi mesa con el sobre en la mano.

—Mira las fotografías, Efrén; en la esquina izquierda figura la hora en que fueron tomadas.

De no haber ido contra las normas de la decencia judicial, la habría besado allí mismo.

Volví a la contienda, sonriendo.

—Señoría, estas fotografías corresponden a la única entrada del supermercado donde trabaja mi cliente. Han sido tomadas a lo largo de la semana pasada. Como puede usted comprobar, por la hora que figura, ninguno de esos días el establecimiento abrió antes de las nueve quince. Únicamente el dueño tiene llave. Yo diría que a este empleador se le pegan las sábanas.

El tipo, que estaba sentado junto a su abogado, no pudo contenerse.

—¡Cerdo de mierda! ¿Por qué has fotografiado mi supermercado? ¿Es eso legal, señoría? ¡Ya sabía yo que esa zorra saldría rana, como su hija, otra zorra, una puta con todas las letras!

Creo que no debo explicar por qué ganamos ese pleito. El siguiente, un mes después, fue un expediente de cierre de negocio que dejó a Trini en la calle. La indemnización le permitió tirar hasta que encontró otro puesto en una tienda de moda, propiedad de la señora Nieves, otra clienta, aunque Trini nunca supo cómo llegó allí su currículum.

Fui con Salomé y las tres mujeres a celebrarlo a un restaurante japonés, propiedad de otro cliente. Pero, antes, llamé a Paco. Y quedé con él para hablar despacio y a solas.