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Trini era una chica tan mona como descuidada. De unos treinta y cinco, delgada y morena, las ojeras le llegaban por la cintura. Vestía un pantalón marrón y un jersey beis liso. Se recogía el pelo en una coleta.

—Trini, adelante. Siéntate, por favor. Quiero que me cuentes lo ocurrido, empezando por el principio. Incluso antes de que hablaras con Salomé. Tomaré alguna nota, de modo que si no te miro no significa que no te escuche, ¿de acuerdo?

En diez minutos, logró resumirnos su pequeño dilema. Era un caso sencillo.

La hija de Trini salía de cuentas. La criatura estaba colocada del revés. Debido a esa circunstancia y a la edad de la madre, dieciocho años, el médico habría preferido no arriesgar y programar una cesárea. Trini tenía que estar con ella, no tenía a nadie más. Se encontró con Salomé una tarde y le pidió que me preguntara si tenía derecho a ausentarse de su trabajo. Salomé le aseguró que no hacía falta molestarme. Eso lo sabía «hasta ella». Lo decía el Estatuto: «Te tienen que dar dos días retribuidos por la hospitalización de un familiar hasta el segundo grado de consanguinidad. Pero has de pedirlo con anticipación». Ese fue su consejo. Trini lo siguió al pie de la letra. Su jefe se negó a concedérselo y ella se ausentó el día de la intervención. Cuando regresó a trabajar, pasados dos días, es decir, esa misma mañana, su jefe le entregó la carta de despido. Causa: absentismo laboral.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—¿No ha pasado nada más, seguro? ¿Qué has hecho cuando te ha despedido? ¿Le has insultado, pegado, o algo similar?

—No. He venido aquí.

—De acuerdo, déjame ver esa carta de despido. —Era un modelo típico—. Dime, ¿tu jefe está por las tardes en ese supermercado?

Asintió.

—Dame la dirección. Le haré una visita e intentaré hacerle entrar en razón. Aunque Salomé se extralimitó, su consejo era el acertado.

Me lavé los dientes, me puse un poco de colonia, me peiné y fui en su busca. El supermercado no quedaba a más de diez minutos de mi casa, pero, a causa del calor, llegué sudando y jadeante. El jefe de Trini, por el contrario, un hombre enjuto y repulsivo, tenía las manos frías. No llevaba peluquín. El pelo era suyo, aunque mal distribuido: para taparse la calvicie, se ponía una raya extremadamente baja y cruzaba con ese pelo la enormidad de su cráneo. Al verlo pensé que le pegaba el látigo y el cultivo del algodón. Pero, claro, estamos en otra época.

Le expliqué quién era. Puso cara de sorpresa y permaneció unos instantes quieto, sin saber cómo reaccionar. Después, comentó que sería mejor que fuéramos a su despacho, porque las mujeres eran muy cotillas, y me indicó que le siguiera. Atravesamos el supermercado, bajo la atenta mirada de las cajeras. No sé quién pensaron que era ni por qué estaba allí, ya que ninguna abrió la boca, pero la tensión se mascaba. No debía de ser una cuestión de Trini. Cruzamos el almacén posterior. Al fondo, el negrero tenía su despacho. No quito ni una letra: era un negrero y un salido. Lo digo por el enorme calendario (señora desnuda de cuerpo entero), pero sobre todo por el ambiente. Había instalado seis monitores desde donde vigilaba seis zonas del negocio: cuatro eran lógicas y habituales: cajas, salida, pasillo, pero las otras dos captaban las entradas de los baños y de los vestuarios. Me hizo sentar en una bajita y destartalada silla que parecía de interrogatorio. Él ocupó su sillón de cuero.

—Las chicas jóvenes son todas unas zorras —me dijo al comenzar la conversación—. Solo hace falta ver cómo visten. Van enseñando las pechugas y las piernas, como pidiendo que nos las beneficiemos.

—He venido a hablar de Trini, no de las mujeres jóvenes. El despido es improcedente, y usted lo sabe. Tenía derecho a esos dos días. Ningún juez admitirá sus alegatos.

Negó varias veces con sendos movimientos de cabeza.

—Se lo advertí, abogado: si no vienes a trabajar, pongo tu culo en la calle y en tu puesto a otra zorrita como tú.

—Si vuelve a llamarla así, le meto un puro que se acuerda…

—Pero ¿tú de qué vas? ¿Te crees que por ser abogado me vas a amilanar? ¡Un cerdo representando a una zorra, me meo de la risa!

—Como quiera. Como abogado le recomiendo que se busque un buen asesor jurídico.

—¡Ya lo tengo, capullo! El mejor de la ciudad.

No hizo falta que dijera más para que un potente escalofrío me recorriera la espalda. Alcanzábamos los treinta y cinco grados.