Aquella tarde de septiembre, de nuevo, hacía calor. El sol golpeaba con furia la ventana de mi despacho. El ventilador renqueante daba vueltas emitiendo un rítmico y soporífero crujido. Acababa de almorzar y terminé echando una cabezadita.
No es algo nuevo. Me entra el sueño después de comer. No duermo mucho: quince o veinte minutos, pero esos no los perdono.
—Tienes mala cara —indicó Salomé, a modo de disculpa. No había llamado al entrar y me había pillado con los zapatos quitados, el cabello alborotado y el cuerpo volcado sobre la mesa. Hasta había restos de baba en mi cara. Se quedó de pie, observando cómo, con mi dificultad crónica, me recolocaba los zapatos, me arreglaba la corbata y me atusaba el pelo.
—¿Qué ocurre, Salomé?
—Ha venido Trini. Está ahí fuera, en la sala. No tiene cita, pero…
Todavía estaba medio dormido. No tenía ganas de jugar al ratón y al gato o de enzarzarme en una discusión, pero conociendo a Salomé pensé que lo mejor era coger el toro por los cuernos.
—¿Debería saber quién es Trini?
Se cruzó de brazos, en un gesto inconfundible.
—¡Naturalmente! Hablamos de Trini, nuestra vecina.
—No sabía que tuviéramos una vecina con ese nombre —confesé.
—¡Claro que lo sabías! Trini es la chica que vive encima de la hospedería Carmen, en el tercero. Ya sabes, la… cajera.
Nada, que no caía.
—¡Efrén, por Dios, la que tiene a la hija preñada!
Acaté sin mucha convicción.
—Vale, algo me suena. Pero refréscame la memoria si eres tan amable.
Se sentó enfrente y cruzó las piernas. Medio muslo quedó a la vista.
Creo que había olvidado hablar de esto.
Dice el refrán que la cabra siempre tira al monte. Y también que los zorros no pueden domesticarse. Desconozco el pasado de Salomé, del que nunca habla, pero es evidente que en ella se cumplen los dichos: uno retorna a sus viejas costumbres, a lo que los genes o la educación le dictan. Tras la muerte de Igor, se moderó considerablemente, pero el pelo decente, las faldas discretas y los zapatos planos le duraron escasos diez días. Luego, paulatinamente, fue haciéndose de nuevo a su molde. En aquel momento, vestía uno de esos trajes que le obligo a llevar, pero con una camiseta medio indecente y unos tacones enormes. Y ni medio gramo de delicadeza, porque me enseñaba hasta la braga, a mí, para quien la siesta es, cómo lo expresaría… En fin, dejemos eso. Diré que intenté concentrarme con todas mis fuerzas en la historia que me contaba.
Al parecer, Trini era una madre soltera que trabajaba de cajera en un supermercado y vivía en nuestra calle. Su hija de dieciocho le había salido rana. Si mi padre estuviera aquí hubiera dicho que era una «chica movida». En realidad, llevaba ejerciendo de golfa desde los catorce: drogas, pequeño tráfico, chicos malos…, hasta que se quedó embarazada sin ser capaz de identificar al padre. Curiosamente, su maternidad le hizo sentar la cabeza y olvidarse de sus antiguos extravíos.
Salomé seguía hablando.
—Pues el caso es que el jefe de Trini es un tirano…
En cuanto aquella palabra salió de su boca, me eché a temblar. Aquel parecía uno de esos «casos Salomé». Me vería obligado a despertar al justiciero.
—Define tirano, querida mía.
—El tío tiene tres supermercados donde solo trabajan mujeres. Les paga salarios de miseria, hacen horas extraordinarias sin cobrar y no les da ni las gracias. ¡Figúrate que cuando van al baño las cronometra! Y si tardan más de lo que él calcula que se tarda en hacer pis, les pregunta si tienen la regla. ¡Qué tío más asqueroso! Después, toma nota y ¡les descuenta los minutos del sueldo! Además, corren rumores… Me refiero a que es un guarro. No me extraña que su mujer le dejase y se largara con otro. Por eso, el muy cabrón está amargado y se ha convertido en un misógino.
Estaba emborronando un papel para evitar mirarla y pensar en otra cosa. Levanté los ojos en cuanto la escuché.
—¿Tú sabes qué es un misógino?
—Naturalmente, todas lo sabemos. Llaman así a los hombres que odian a las mujeres. Pero ahora lo importante es que los rumores son insistentes. Y ya sabes que cuando el río suena…
Corté por lo sano. Salomé había violado mi sagrado derecho a veinte minutos de siesta por algo que ni me iba ni me venía.
—¿Cómo dices, rumores?
—Como persona no vale lo que un higo chumbo. Su lista de excentricidades se alarga hasta el infinito y…
—Perdona un instante, Salomé. ¿Cómo es que sabes tanto del jefe de Trini?
Se quedó cortada, pero reaccionó enseguida. Cambió la posición de la pierna, con tan poco cuidado que puedo contarles que su tanga era gris perla y de una tela brillante.
—Se comenta por todo el barrio, por no hablar de su espantoso peluquín. Es objeto de burla en toda la provincia.
—Mira, los comentarios de la gente no nos competen y su peinado tampoco. Es problema suyo. Vamos a ceñirnos al caso en cuestión, ¿de acuerdo? Dime por qué nuestra vecina Trini está en la sala de estar de mi despacho.
Se hizo el silencio unos instantes. Finalmente, se puso de pie.
—¿Sabes qué? Creo que te vendrá bien un café.
—Sí, me vendría bien. Pero antes respóndeme.
Empezó a frotarse las manos de esa forma. Siempre que ha metido la pata tiene el mismo gesto.
—De acuerdo; ese cerdo ha despedido a Trini y yo he tenido la culpa.
—¿Tú? ¿Por qué? No te habrás lanzado contra su jefe, ¿verdad?
—¡No, qué va! Es que le di un consejo y todo salió al revés.
—Un consejo…
—Sí, uno… jurídico.
Entonces, el que se puso en pie fui yo. Hablé muy despacio, porque estaba muy enfadado.
—¡De modo que ahora eres una virtuosa del derecho! Y manejas tan bien los resortes jurídicos que eres el juez de este despacho.
—¡No te pongas así, por lo que más quieras! He metido la pata, lo admito, pero es que era de libro. Solo hacía falta haberse leído el Estatuto de los…
Levanté la mano imponiendo silencio.
—Aquí, el único que maneja el Estatuto soy yo, ¿te ha quedado claro? Tú solo tecleas.
Me miró como si no me conociera.
—Me estás diciendo que soy prescindible…
—Te estoy diciendo que te has salido del tiesto y que han despedido a esa mujer por tu culpa. Y yo te despediré a ti si vuelves a hacerlo.
—¡No puedes despedirme, soy autónoma!
Me froté los ojos y traté de acompasar la respiración.
—De acuerdo. Dejaremos nuestras desavenencias para más tarde. Tenemos a esa pobre mujer fuera, esperando. Hazla pasar. Ya hablaremos luego.