Desde su fallecimiento, muchas veces, entre sentencia y sentencia, me asaltan recuerdos de mi padre. Es curioso: nunca evoco los grandes acontecimientos inmortalizados en fotografías enmarcadas. Atadas a un olor, a veces a un gesto o un sabor, a mi mente acuden pequeñas minucias, detalles insignificantes que creía olvidados, instantes evaporados. Y el rostro de aquella señora tan elegante que acudió a su funeral. Y entonces me da por pensar que no le traté lo suficiente.
Por descontado, conocía sus liturgias: su taza de café a las ocho y veinte, tras una corta ducha; su paseo a las once; la misa de una, en los jesuitas (entrada lateral, tercer banco a la derecha); la partida de ajedrez de los martes; su tortilla francesa por la noche. Sabía de su maniática obsesión por el lustre del calzado y por la temperatura de la sopa. Pero conocer los hábitos no es conocer a la persona. Y, cuando pensaba esto, renacía el eterno repaso de las piezas de loza rota que nunca podrían restañarse: «Debería haberle llevado a…»; «¿Por qué no pensaría en…?», «No tendría que haberle dicho aquello». Y, para librarme de ese influjo, me zambullía como un poseso en los anales de lo que fuera que estudiara en aquel momento.
No obstante, desde que hablé con la señora Emilia en el patio, el pensamiento de Fulano y de su relación con mi padre, de la que tan poco sabía, copó el espacio de todo lo demás. De hecho, aquella precisa tarde, tras regresar de la terraza, bajé las cajas que, conteniendo los papeles y recuerdos de mi padre, había colocado encima del armario de mi dormitorio, las volqué sobre la cama y me puse a examinar uno a uno cada detalle. Tenía que haber alguna pista que condujera hasta ese cabo suelto.
Encontré fotografías viejas, recuerdos de viajes, cartas de amor, entradas de teatro, autógrafos de actores y actrices famosos, libretos de óperas, cuentas de restaurantes foráneos, la partida de defunción de mi madre, un recordatorio de mi primera comunión y una copia de mi partida de bautismo, una poesía de Machado copiada por mí en el día del padre de 1992, una colección de posavasos… Había de todo, pero no había nada. Nada que explicara, ni siquiera que orientara, qué relacionaba a mi padre con Fulano. Frustrado, me fui a la cocina y me comí, muy despacio, uno tras otro, intercalando vasos de agua (al menos dos litros, me advirtió Llanero solitario), los cuatro filetes de ternera y los dos yogures desnatados que me correspondían aquel día.
Averiguar lo ocurrido era una cuestión de orgullo, pero también una especie de pálpito. No había vuelto a verlo. Profesionalmente, Romaní y asociados no colisionaba con mi anterior bufete. Meábamos en distintos tiestos, si es que se puede explicar así, aunque era obvio que más tarde o más temprano nos tendríamos que ver las caras y quería estar preparado. Mientras llegaba ese cliente, trabajaba en lo que podía y lo mejor que sabía. No lo hacía mal, la verdad, aunque en este tipo de asuntos lo ideal es no necesitar nunca un abogado.
Sepulté los recuerdos en respectivos ataúdes y, con el anuario 2010 de los mejores casos de los bufetes laboralistas, me encerré en mi despacho. Encendí el ventilador, me quité los zapatos y me puse a leer aquellas páginas a la espera de que me atacara el sueño.
Lo cierto es que, si bien Romaní y asociados se había constituido como un despacho generalista, durante el primer año la mayoría de los asuntos que llegaron pertenecían al ámbito laboral. Con cerca de seis millones de parados y dieciocho agarrándose a sus puestos como lapas a una roca, el Estatuto de los Trabajadores se había convertido en mi biblia. Modificación de las condiciones de trabajo, despidos improcedentes, riesgos laborales, sanciones, expedientes de regulación de empleo, convenios sectoriales…, esa era mi vida. Se intercalaba algún tema mercantil, algún contencioso y más a menudo alguna cuestión fiscal, pero yo nunca perdí la esperanza de ver entrar por la puerta del cuatro duplicado, bajo derecha, un caso de esos que hacen época, preferiblemente una opa hostil, tema con el que sueño desde la universidad.
Desconocía entonces que algo mucho más gordo que una opa me esperaba a la vuelta de la esquina.