17

El detective amigo de Salomé, de quien habré de hablar largo y tendido, nos confirmó que era hazaña imposible vigilar dos domicilios sin incrementar los costes, por lo que la solución pensada de urgencia se convirtió en definitiva. De común acuerdo, decidimos que mi secretaria dejara su piso alquilado y se mudara al número cuatro duplicado. Y como resultaba obvio que en mi casa no cabíamos los dos, amén de que uno necesita su dosis de independencia (sería incapaz de compartir el baño, por ejemplo), hablamos con mi vecina, doña Emilia. Tras quedarse viuda, vivía completamente sola en el piso más grande del edificio. Por un precio apañado, accedió a arrendarnos una habitación con baño y derecho a cocina.

Doña Emilia, sin embargo, tardó una semana completa en ver a su nueva inquilina. Salomé se marchó a Madrid en busca de un buen cirujano plástico que arreglara el desatino. Por cierto, que le cobró dos veces lo que ella había supuesto, y me tocó ir al banco y hacerle una transferencia.

Cuando regresó, su anatomía se había moderado ostensiblemente. A simple vista (de las cicatrices no puedo hablar, ya que no las he visto), el problema había sido corregido y esa parte de su cuerpo aparecía mejor proporcionada al tamaño de la percha. Lo de los labios…, en fin, eso es cuestión de gustos. Me dijo que había llevado la fotografía de Angelina Jolie y había pedido que se los pusieran tal cual. En la actriz quedaban bien. En Salomé…, desde luego, cuando sacaba orgullosa la barra de labios tenía donde emplearla, pero…

Bueno, a mí eso no me compete ni a ustedes probablemente les interese. Vuelvo a lo nuestro: sin pararnos a pensar más de lo que ya lo habíamos hecho, y convencidos de que era la mejor forma de recuperar la paz, nos pusimos a trabajar. Fiados del trabajo del detective, cuya presencia era constante pero intangible, casi llegamos a olvidarnos de Igor y de las dos cajas fuertes que guardaban sus pertenencias. Casi.

Por su parte, nuestra nueva firma, Romaní y asociados, se deslizaba por el mundo con la naturalidad y la quietud de los días de diario. Los casos fueron llegando poco a poco, suavemente, como un chirimiri. Y aunque no faltaron, y lo de trabajar para mí mismo me complacía sobremanera, comparado con la febril actividad que desplegaba en el despacho de Fulano, tenía la sensación de que me sobraba una mano.

Los periodos baldíos, que los había, eran rápidamente aprovechados por Salomé para sumergirse en sus libros de Criminalística. Su grado de concentración resultaba notable. Cuando se ponía los tapones de colores, hechos a medida (verde el derecho; naranja el izquierdo), no escuchaba ni el teléfono.

En esos momentos, era cuando más solo me sentía. Tener a Salomé cerca daba un toque de color a mi vida, pero era plenamente consciente de que su presencia se silenciaba a las cinco o cuando se la comían los estudios. Entonces, yo me quedaba completamente vacío, sin otra posesión que el trabajo. Empleaba las horas muertas en leer doctrina, estudiar sentencias o repasar leyes, pero no era suficiente. Tenía hambre. O, más bien, hambres. Intelectualmente, necesitaba algo con que alimentar mi tiempo. Físicamente… En fin, en los momentos de soledad sentía el tirón de la tentación. Una llamada potente, casi lasciva, que me aporreaba el cerebro. En tres semanas había logrado perder ocho kilos. El régimen funcionaba. Por recomendación de mi amigo Llanero solitario, un día a la semana añadía dos piezas de fruta al desayuno y una ensalada aderezada con vinagre de Módena a la hora del almuerzo. El resto de los días, solo proteínas.

No es que pasara hambre. Comía mucho y bien. Sin embargo, echaba muchísimo de menos el sabor dulce y sobre todo el crujir del pan recién hecho al toparse con mis dientes. Soñaba con bocadillos de jamón serrano, con el queso curado y con el chocolate. ¡Estoy seguro de que, en el paraíso, onzas de chocolate fondant colgarán de los árboles! Salomé me animaba diciéndome lo guapísimo que me estaba poniendo y acompañándome a la tienda de la esquina, donde unas señoras ucranianas, bastante guapas, por cierto, habían abierto un negocio de arreglos de ropa. Cada vez que me reducían los pantalones, sentía algo parecido al éxtasis. Cuando Salomé veía que flaqueaba, ponía cara de perro y me aseguraba que, con mi flojera, no duraría ni una semana más. Es obvio que ella conoce bien el calibre de mi orgullo.

Antes de tirar la toalla e ir a visitar algún bar de tapas, que abundan por los alrededores, me preparaba una jarra de Coca-Cola light con hielos y rodajas de limón, salía al patio y me sentaba en la silla de rayas azules, que supuestamente había ocupado el poeta, a leer la prensa. La local. Tengo para mí que los diarios del mundo se dividen en dos tipos: los que admiten esquelas y los que no. Los segundos incluyen sesudos artículos de corresponsales extranjeros y noticias interesantes, pero no te enteras de lo que le pasa a tu vecino ni siquiera cuando se muere. Para mi negocio, los acontecimientos ocurridos en Afganistán no son interesantes, pero sí lo son las esquelas: de ellas puede derivarse algún nuevo cliente.

Una de aquellas tardes, doña Emilia, que seguía sentada en su silla de espadaña bajo la buganvilla, dejó la costura en el regazo y decidió hablar conmigo. Era la primera vez que lo hacía, pese a que me conocía desde niño. Su marido, un sevillano muy simpático que solía regalarme mandarinas, hablaba por los codos. Ella, para compensar, no abría la boca.

—Has adelgazado —susurró.

—¡Se ha dado cuenta! Le agradezco que me lo diga: anima mucho. Me he puesto a régimen. Y he comprado una cinta para hacer ejercicio: todos los días ando al menos una hora.

—Eso está muy bien. ¿Te has puesto a régimen para casarte con esa chica, la que vive en mi casa?

Me quedé cortado y respondí a trompicones y con evasivas.

—Es incómodo estar tan gordo, doña Emilia.

—Me lo imagino. Respecto a ella, es buena gente; cariñosa y considerada. Pero no sé si te pega mucho. Es de esas mujeres que no sabe estar quieta, no sé si me entiendes… Trato de pensar si le gustaría a tu madre…

Sonreí.

—¿Y a qué conclusión llega?

—Pues creo que tienes que seguir adelgazando: aún te falta un poco. Y que debes mantener las cuentas en orden. ¿Ya no trabajas con don Fulano?

—No, ya no. Me despidió. Pero, gracias a eso, me animé a montar mi propio bufete y ahora estoy la mar de contento. El verano está siendo un poco flojo, pero, en cuanto pase agosto, nos recuperaremos.

No se anduvo por las ramas.

—Don Fulano es un sinvergüenza. Tu padre lo sabía bien.

Al escuchar sus palabras, todos los músculos de mi cuerpo se tensaron.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Fui muy amiga de tu madre, que en paz descanse. Ella me lo contó.

—¿Qué le contó?

—Nada importante. Asuntos del pasado —dijo, como si tal cosa. Yo, que casi me moría de la curiosidad, me lancé en plancha.

—El pasado es una mercancía interesantísima. A mí, sin ir más lejos, me cautivaría conocer esa historia de Fulano y de mi padre. Puede contármela si quiere, escucharé encantado.

—Hoy no, tengo que arreglarme para ir a la iglesia. Se celebra un funeral por el párroco: es ley de vida, hasta los curas se mueren. Otro día será. Me ha encantado charlar contigo.

Me resultó evidente que no pensaba decírmelo, ni ese día ni nunca.