Cuando regresó del cuarto de baño, Salomé llevaba los labios pintados de rojo sangre.
Y aunque dedicó un rato largo a hablar de cómo iba a arrinconar su antigua forma de vestir, sus exageradas maneras y su enfermiza espontaneidad, supe que el propósito de enmienda le iba a durar dos telediarios y medio, o menos, si antes se presentaba por allí algún Igor dispuesto a utilizarla de felpudo.
Terminé mi ración de proteínas, y luego tomé las riendas de la conversación, que empezaba a ser tan lacrimógena como inútil.
—Salomé, déjalo ya —atiné a decir—. Está muerto, nunca más volverá a forzarte ni a ponerte la mano encima. Sin embargo, tenemos otro problema: uno que he creado yo…
—¿Tú? ¡Pero si te has portado como un ángel!
—Como un ángel estúpido e infantil. Cuando vi ese dinero, me pareció que el destino te compensaba por todos los malos tratos recibidos. Pero ahora ya no lo veo tan claro. Es más, creo que me he equivocado por completo.
—No te entiendo. ¿Qué insinúas?
—Que es posible, mucho más que posible, que esa gente desee recuperar su fortuna. Cuando acudan al piso, revisen esos preciosos libros y los encuentren vacíos, no se cruzarán de brazos. Harán indagaciones. Puede que ellas no les conduzcan a ningún sitio ya que, como hemos podido comprobar, tu nombre es uno dentro de una larga lista, o puede que tengan algún dato sobre ti. Con la información de que disponemos no podemos saberlo.
Meditó durante breves instantes mis palabras. Parecía despertar de algún tipo de sueño. Algo así como si, vagando por los pasadizos de su mente, de pronto se hubiera encontrado con el miedo.
—No me había dado cuenta de que la amenaza era tan seria. ¿Qué podemos hacer?
Me encogí de hombros.
—Haremos un plan, y tomaremos precauciones.
—Es mucho dinero. Demasiado. No serán tres pringados. ¡Santo Dios, ni siquiera sabemos quiénes son!
—Eso ahora no importa, Salomé. Empecemos por el principio: cuéntame todo lo que sepas sobre Igor, si es que ese era su nombre.
—¿Lo que sepa? —Soltó una risita amarga—. ¡Qué sé yo de ese tipo! Puedo darte un montón de datos que te serán completamente inútiles. Por ejemplo, que le gustaba la carne casi cruda, como a ti; que siempre se ponía dos pares de calcetines y bebía un vaso de agua caliente al levantarse; que odiaba las verduras y a los gatos; que tomaba el café frío, sin leche ni azúcar; que ponía la televisión nada más llegar a casa, aunque no solía mirarla; que llevaba tangas negros y…
—¿Tangas negros?
Se puso roja como un tomate y no se esforzó en disimular lo que le había incomodado mi comentario. Hice un gesto con la mano para que continuara hablando y fijé la vista en el plato vacío. La dieta estaba muy bien. Pero podía haberme comido cuatro chuletones como el que había pedido.
—¿Qué es lo que quieres que te diga? Solo nos veíamos por la noche, apenas unas horas. Hablábamos poco. Solo un fin de semana, cuando me llevó a Marbella, charlamos un poco más. Gastaba mucho, bebía más y, bueno…, te puedo asegurar que le gustaban mucho las sábanas.
Tragué saliva. Aquello era allanamiento de corazón.
—¿Drogas?
—No que yo sepa. —Se detuvo unos instantes—. ¡Espera! Todos los días al llegar a casa se tomaba una pastilla. Decía que era para el dolor de cabeza. Debía de ser un paracetamol fortísimo, porque al cabo de un par de horas o un poco más se ponía como una moto y me hacía… trabajar.
—¿Todos los días? —pregunté con curiosidad.
—Sin excusa.
—¿Viagra?
Se quedó pensándolo unos instantes.
—Pues no lo sé. A Igor no parecía hacerle falta, quiero decir que era joven y fogoso, pero vaya usted a saber… Espera, no vas por ahí, ¿verdad? ¿Acaso sospechas que Igor vendía viagra?
—Todavía no sé qué pensar.
—Pues me extrañaría. Mi casera me ha contado que su marido compra viagra por Internet y se lo mandan directamente a casa por correo. A mí me llegan e-mails todos los días ofreciéndome una de esas pastillas. Valen muy poco dinero y son casi legales. Tendría que haber vendido toneladas para hacerse con un millón de euros…
—Opino lo mismo que tú, pero es la única pista que tenemos. —Le tendí el folio doblado—. Mira: esto lo saqué de su correo. Parecen listas de envíos: dirección de entrega y cantidades. Supongo que, cuando falte a la primera cita, sabrán que algo va mal. Dime, ¿viste alguna vez una de esas pastillas?
—Sí, alguna vez —respondió.
—¿Eran como las que encontramos en su casa?
—Lo siento, solo me fijé en el dinero.
El color había abandonado su rostro. Pero no podía andarme con melindres. Saqué la bolsita del bolsillo de la americana.
—¿Eran como estas?
Me arrancó el envase de las manos.
—¡Sí! ¿De dónde las has sacado?
—Las llevaba encima. Se las quité al registrarle, junto con las llaves.
Abrió la bolsa y sacó una. La levantó hasta situarla bajo la luz del foco que iluminaba nuestra mesa.
—Son estas, sin duda. Mira lo que lleva escrito. ¿Qué significa esa V?
—No tengo ni idea pero debemos averiguarlo. Si se trata de droga tendremos que hablar con la policía. Oye, Salomé, ¿alguna vez viste que se reuniera con alguien extraño, o trajera algún cargamento a tu casa?
—No, nunca.
—Mejor. Dime, ¿recibía llamadas que te parecieran sospechosas?
Meditó unos instantes.
—A veces llamaban, sí. Lo de si eran sospechosas no puedo asegurarlo: salía de la habitación para hablar. Lo más curioso es que no hubiera hecho falta porque nunca entendí lo que decía. El idioma era desconocido para mí.
—¿A qué sonaba: portugués, ruso, francés…?
—Hablaba varios. Uno era inglés, eso seguro. El otro…, yo diría que era chino. Al menos a mí me sonaba a chino, aunque podría ser coreano, japonés o algún otro lenguaje oriental.
Casi me da un patatús. El chorizo al que acababa de comprar el móvil también lo mencionó.
Si hay algo a lo que temo es a un asesino chino. Desde que leí aquel episodio del Capitán Trueno en que se enfrentaba a Wang Ho, el mandarín sin escrúpulos, para mí no hay nada más aterrador que un criminal chino. Además, los chinos son muchos. Quiero decir que son infatigables, inagotables. Y no tienen corazón. Matas uno y salen cien. Traté de aparentar tranquilidad y, con la mejor de mis sonrisas, le pregunté si le apetecía un postre. Aceptó una tarta. Y, con una sonrisa cómplice, yo pedí otro chuletón. Mientras nos lo servían, me contestó:
—¿Y si volvemos a ese piso y dejamos el dinero donde estaba?
—Ya lo había pensado, pero es demasiado tarde. Supongo que ya sabrán que Igor la ha palmado. Si conocen ese piso, rondarán por allí. Acercarnos es exponernos. Si nos pillan, nos quedamos sin dinero y sin cuello… Por cierto, ¿puedo hacerte una pregunta indiscreta?
—Ya sabes lo del tanga. Puedes preguntar lo que quieras.
—No es por curiosidad. Solo trato de saber si la policía puede encontrar algún rastro comprometedor en su cuerpo, algo que les conduzca hasta ti. Cartas no había, pero quizás algún resto biológico: una crema o… En fin, tendría que saber si mantuvisteis relaciones ayer.
Esta vez no pudo contener las lágrimas.
—Yo creo en el amor, Efrén. ¡En el amor! Porque pensaba que me amaba hice algunas cosas que nunca hubiera hecho. Me refiero a cosas de esas que a ninguna mujer le gusta hacer. Pero aquello… aquello no. Hay veces en las que una debe decir no. Nunca antes me lo había pedido. Pero has dicho que debía devolver el coche en el aeropuerto de Barajas. Supongo que sería su última noche conmigo, y quiso chuparme la poca sangre que me quedaba.
No quería indagar en la esfera de su intimidad, pero debía saberlo.
—Y, a lo que fuera que te pidiera, le dijiste que no y te pegó. —Asintió. Casi no me atrevía a preguntar, pero lo hice—: ¿Consiguió lo que quería?
—No. Me encerré en el baño. No logró echar la puerta abajo. He dormido en la bañera.
—Eso está bien. Recapitulemos: no tienen tu llave, ni tu número de móvil, ni ningún otro resto que apunte en tu dirección. Quizás estemos de suerte. De todos modos, como te decía, tomaremos precauciones. Ese detective amigo tuyo del que me has hablado…
—¿Paco?
—El mismo. Quiero que lo contrates sine díe. Que sea tu sombra. Que te siga discretamente. Que rodee tu apartamento. Que vea si alguien merodea por los alrededores del despacho… Mejor: dile que venga a verme. Y, de momento, creo que es preferible que aunemos esfuerzos. Dejarás tu casa y vendrás a vivir conmigo. Te tendremos mejor vigilada y te ahorrarás el alquiler. Sin embargo, dejemos esto claro desde el principio: nada de sexo, ¿vale? No cuentes con ello. Tú sí eres mi tipo, pero ¿cómo decía el refrán?
Sonrió por primera vez en el día. Yo también, pero la sonrisa se me borró de un plumazo al recibir la cuenta: ciento setenta y dos euros.
Menos mal que pagaba Igor.