El sopor se desvanecía con la brisa de la tarde cuando Salomé regresó de la peluquería. Yo acababa de llegar. Ya me había hecho con el móvil. Como mi físico es difícil de olvidar, para hacer el trueque sin que me viera recluté la ayuda de un camarero, quien por una propina de diez euros hizo cuanto le pedí sin formular una sola pregunta. Está tan mal la cosa que si le hubiera pedido un baile de claqué se hubiera arrancado.
En el taxi de vuelta, comprobé los contactos del móvil de Igor. Los nombres de todas las chicas que aparecían en las llaves estaban en la lista. Me entretuve preguntándome cómo de gorda sería la «Jennifer gorda» para recibir ese apodo. Pero enseguida me centré porque había muchas más entradas, la mayoría hombres con sobrenombre: Pipe, Loro, Pacho, Peris, Giba, Picha, Cachas, Testa, Calvo… Sí, aquello cuadraba con lo que el ladrón me había explicado por teléfono y también con el traje de Igor, poco propio para un camello de poca monta.
Iba a copiar la SIM y destripar el teléfono cuando la llegada de Salomé me interrumpió. Entró con su propia llave, sin meter ruido. Me sorprendió su presencia y mucho más su aspecto.
—¡Salomé, estás estupenda, pareces otra! —exclamé.
Se había teñido el pelo en un tono castaño claro. Su peinado, discreto (una simple melena lisa con un pequeño flequillo), distaba mucho del cardado habitual y le otorgaba un aspecto juvenil, casi aniñado. Llevaba la cara lavada. Se había cambiado de ropa y vestido con uno de aquellos trajes que le pedí que comprara, liso y en tonos marrones. Para mi sorpresa, calzaba zapatos planos. De no haberle mirado a los ojos, hundidos en su cara como el sol en el horizonte, y apreciado la marca de la bofetada en la mejilla (el rojo iba dando paso al morado), hubiera parecido una universitaria en prácticas.
Se sentó en el sofá, las manos descansando sobre su regazo, y amagó una sonrisa. Parecía no quedarle más energía que la indispensable para respirar. Y lo más alarmante era que se percibía en ella esa huella. Me refiero a la de la soledad absoluta y total. Conozco esa conmoción; te sientes como basura espacial orbitando por un cosmos que ni siquiera sabe de tu existencia.
Me dolía la cabeza, tenía la boca seca y sentía la punzada del hambre en el estómago, pero me olvidé de todo eso y me concentré en ella.
—Puedo ir al chino más cercano, buscar un par de botellas de vodka y terminar lo que hemos empezado o invitarte a cenar por ahí. Con lo guapa que te has puesto, y el hambre que tengo, preferiría lo segundo. ¿Qué tal si buscamos algún lugar donde nadie nos conozca? Al otro extremo de la ciudad, por ejemplo, un sitio caro en honor al bueno de Igor…
—No tengo hambre. De verdad, te lo agradezco, pero…
—Respuesta equivocada. Estoy seguro de que hoy no has probado bocado. Con el calor que hace, te me vas a desmayar de un momento a otro. Y eso me causaría un montón de inconvenientes. Vamos. Cogeremos el coche. Y te contaré mis planes. Pero, antes, déjame que recoja el libro que he olvidado en el patio…
Obviamente, era una excusa. Me llevé el móvil, saqué la tarjeta y la escondí bajo una de mis macetas de geranios, envuelta en papel de celofán. Me guardé la carcasa en el bolsillo; en la zona del restaurante, lo tiraría.
—Bueno, listo. ¿Nos vamos?
Ni siquiera se dio cuenta de que no traía libro alguno. Desganada, abandonó el sofá. Mantenía los hombros caídos, como si soportara un fardo muy pesado. Yo también sentía mi propia carga, la de no poder permitirme el lujo de fallar. Aquello no era una demanda civil o un expediente disciplinario. Lo que estaba en juego era su vida; nuestra vida, quizás.
Conduje en silencio. Considerando las circunstancias, era lo mejor. Cruzamos la ciudad en dirección a la sierra. Un rato después, vi un cartel que anunciaba la apertura de un restaurante. Me detuve. La luz iba de retirada y no me gusta conducir.
El lugar, además de nuevo, era caro. Tenía buena pinta, pero la entrada me hizo dudar. Recé para que no se tratara de una de esas cocinas de autor en las que solo se comen miniaturas: me moría de hambre. Por la hora (era temprano) el local estaba vacío. No se oían más ruidos que los del camarero moviendo la loza y los del encargado que añadía las sugerencias del chef al menú.
Como Salomé llevaba ya tiempo suficiente con los ojos en la carta, sin leerla, elegí yo por los dos.
—Cazón a la plancha, con espárragos trigueros, para la señora. Yo tomaré el chuletón más grande que tenga. Sin patatas, ni ensalada, ni pimientos, ni ningún otro tipo de guarnición. Una copita de rioja para ella; yo, una Coca-Cola light —ordené, siguiendo al dictado los consejos de mi nutricionista anónimo.
No hacía falta ser un observador perspicaz para ver el estado en el que se encontraba mi pobre secretaria. Con solo rascar en la superficie, se percibía el olor del fracaso, el enésimo. Bebió un traguito de vino. Suspiró y, sin decir nada más, vació por completo la copa. Hizo señas al camarero para que se la rellenara. Era una de esas piezas altas y panzudas que tan de moda se han puesto últimamente. Permiten respirar al caldo, pero son capaces de albergar media botella. Con el estómago vacío, no iba a sentarle muy bien, pero me abstuve de hacer comentarios. El mal ya estaba hecho. «Espero que no le dé llorona», fue lo último que pensé porque enseguida olí mi comida. ¡Ah, comer: qué maravillosa necesidad! Abrigarse, dormir, respirar…, no hay nada comparado al hambre.
Mi chuletón de buey era verdaderamente hermoso. Tostado como una castaña, espolvoreado con sal gorda, soltaba un juguillo de olor seductor. Se me fueron los ojos tras él, en cuanto lo vi acercarse. Pero justamente entonces Salomé se me quedó mirando fijamente. Tenía ganas de hablar. «¡Qué inoportunas son las mujeres!», rumié antes de formular la pregunta obligada:
—¿Cómo te encuentras?
—¿Te imaginas un pañuelo de usar y tirar, lleno de mocos? Pues así. No me recuerdes que me lo advertiste. Si hubiera escuchado tus consejos, no estaría así. En esto y en todo. Porque en lo de la silicona también tenías razón: debería haberles puesto un pleito. Para parecer una vaca solo me falta dar leche… Debería haber tomado medidas, como sugeriste. ¡Pero no, tenía que hacer lo de siempre! Y he acabado comportándome como una puta barata. ¡Mírame: aquí está el resultado!
Mientras la escuchaba, muy despacio y sin dejar de mirarla, había cortado una esquinita del apetecible chuletón. En ese momento estaba a punto de metérmelo en la boca, pero ella me sujetó la mano. Su rostro se contrajo en una extraña mueca, y lo solté.
—¡Dime que no soy una puta, Efrén, por favor, dímelo! ¡Necesito oírlo!
Solté el tenedor. Un aroma a pimienta negra se desprendió del pescado y llenó el aire. Expuse con suavidad:
—Mira, no soy quién para juzgarte. Pero puedo asegurarte que la pata la metemos todos. Tú pensaste que ese hombre te quería y no era así. Miles de mujeres a lo largo de la historia han sido engañadas por tipos enigmáticos como tu Igor. Cualquiera en tu caso hubiera cometido el mismo error. Aprende para la próxima y tira para adelante.
—No habrá próxima, te lo aseguro. Eso se acabó. Vestiré como una monja, me meteré en la cama a las nueve y nunca más miraré a otro hombre. Perdona, tengo que ir al aseo.
No supe qué conclusión sacar de su rápida fuga, pero me dio pie para zamparme a marchas forzadas tres cuartos de chuletón. Mi nutricionista había asegurado que era importantísimo comer despacio, masticando varias veces cada trozo, pero yo no sabía si tendría más ocasión.
Se había enfriado, pero seguía estando sabrosísimo: como mantequilla.