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Cuando Salomé abandonó Romaní y asociados camino del salón de belleza y me quedé solo, sentado en el sofá de rayas, con el sonido del ventilador como telón de fondo y el cansancio haciendo mella en mí, comenzó mi calvario.

Tenía los tobillos hinchados como morcillas y la cabeza me palpitaba como si alguien la estuviera arando. Me tomé una pastilla, me descalcé, coloqué las piernas en alto y escondí el rostro entre las manos. Los resabios de la borrachera del dulce Moët (insisto en que habitualmente no bebo, es que no había desayunado) me brindaron una preclara lucidez que me hizo darme cuenta del lío en que estaba metido.

Pronto, acaso esa misma noche, acaso la semana en curso o el mes próximo, un hombre desconocido llamaría a mi puerta y, sin dejarme reaccionar, me agarraría por el cuello y me exigiría lo suyo con intereses. Me lo imaginaba musculoso, con ojos centelleantes y rostro moreno de árabe. Lo vislumbraba con manos de labrador y brazo de boxeador experto, acostumbrado a partir miembros a morosos o listillos como nosotros. Seguro que era terrible y llevaba algún arma de fuego.

Pese a que el ventilador funcionaba a plena potencia, empecé a sudar. A los sudores siguieron escalofríos y luego nuevos sudores. Pero, en medio de aquel pánico, emergió una extraña emoción que, sin pretenderlo, me hizo sentir bien.

De acuerdo, no hay quien me entienda. Al menos los que, de entre ustedes, sean hombres de éxito no me entenderán. Pero yo no soy más que un pasante perpetuo, un abogaducho de viejas y pobres que ni siquiera cobra. Lo que se me venía encima me quedaba grande. ¡Qué digo grande, enorme! Hubiera sido preferible que el destino les hubiera escogido a uno de ustedes, pero no: me había elegido a mí.

Como si la historia dijera: «Efrén Porcina, el gordo del cuatro duplicado, no ha engendrado un hijo y el texto que escribe para ustedes no puede considerarse un libro. Todo lo que ha plantado en su vida han sido algunos geranios rojos en las macetas del patio de su casa, y encima son los que menos flores dan. En suma, es un don nadie con título de abogado. Sin embargo, aunque no deje huella visible en la historia, la vida le ha confiado una misión. Por una vez en su vida, tiene algo serio entre las manos: mantener a salvo a Salomé. Puede ser simple, tonta y un tanto ligera de cascos, pero es su secretaria y, por tanto, su obligación».

Porque así reflexionó mi mente, en la soledad de mi domicilio, aún con regusto de pintura al agua en el aire, sonreí. Y sentí incluso cierta gratitud al fiambre de nombre Igor por volver a situarme en el mundo y proporcionarme una razón, un motivo para seguir en el tajo. Salvar a Salomé no solo iba a hacerme feliz, también me permitía reconstruir mi vida. Poner el contador a cero y estrenar una ilusión recién salida del horno.

Fue precisamente en aquel momento, sudando y todavía con la resaca acechándome, cuando tomé dos de las decisiones que más han cambiado el rumbo de mi vida. Sé que cuando las enumere muchos se echarán a reír, pero claro, ustedes no han vivido lo que yo he vivido y desconocen qué significa sentirse patético. Mi primera decisión fue adelgazar; la segunda, anticiparme al golpe. Y, tras aceptar con pleno convencimiento mi destino, los temblores cesaron.

Si ustedes están delgados, en este momento estarán sonriendo. Porque lo del sobrepeso hay que vivirlo para entenderlo. Estar gordo, al menos tan gordo como yo, no solo conlleva los engorrosos costes de buscar ropa adecuada; sortear los espejos y las fotografías y evitar los autobuses, aviones o las cafeterías donde las sillas tengan brazos y te imposibiliten sentarte. Esta lacra, que lo es en toda la extensión de la palabra, te impide casi moverte. A los cincuenta pasos, ¡qué digo a los cincuenta, al más leve ejercicio!, jadeas como si acabaras de correr una maratón. No puedo usar zapatos con cordones. No llego a abrochármelos. Es más, necesito una horma de ancho especial porque mis tobillos parecen los de un elefante. Mis calzoncillos se asemejan a plazas de toros y la piel se me escuece por el roce en los sitios más insospechados. A muchos de ellos no tengo acceso, porque no llego. De las mujeres, ni hablo. Y como no hablo, cambio la frustración por las visitas al frigorífico, que son casi una obsesión. Y cuando me he zampado todo lo que hay, me maldigo a mí mismo y, encima, sigo con hambre.

Desde crío padezco ese complejo, aunque entonces mi sobrepeso era mucho más liviano. Cuando me encuentro con alguien que no he visto desde hace tiempo y veo su gesto, mezcla de lástima y repulsión, me siento fatal. Sin embargo, nunca había tenido la fuerza de voluntad suficiente para ponerle freno. Cuando te sobran treinta o cuarenta o cincuenta kilos, ni siquiera sabes por dónde empezar. No obstante, en aquel momento me vino a la cabeza mi torpe y lenta imagen intentando avisar a Salomé del peligro, para llegar a ver cómo moría. Era rigurosamente cierto: si unos sicarios vinieran a secuestrarla, solo podría insultarlos.

Cogí el móvil y me despeloté en Twitter.

«Debo perder cuarenta kilos en medio día. ¿Alguien tiene alguna idea?», escribí.

No pasó un minuto y ya había recibido la respuesta de un tal «Llanero solitario», cuyo mensaje rezaba así:

«Es posible, amigo. Yo lo logré. Te cuento cómo lo hice: de lo que digo, come cuanto quieras y cuando quieras, pero no comas ninguna otra cosa. Tómatelo en serio y verás los resultados. Esta es la lista permitida: carnes y pescados a la plancha, todos menos cerdo o vísceras; yogur y quesos desnatados; leche: solo un cuarto de litro, sin excepción; té y café; Coca-Cola zero; gambas y mariscos sí puedes permitírtelos; fiambres de pavo y york, salmón y trucha ahumados y huevos duros o revueltos. Estos son los alimentos prohibidos de momento: fruta, verdura, pasta, legumbres, arroz, pan, dulces, patatas, frutos secos, alcohol y todo lo que no esté arriba. Escríbeme en quince días, y verás como pesas diez kilos menos».

«¿Por qué no?», me dije.

Bajé trabajosamente los pies de la mesa. Descalzo fui a la cocina, me bebí un litro de Coca-Cola y tiré a la basura todos los alimentos que no estaban en la lista (lo que más me dolió fue el chocolate negro, que además era de los caros). Llamé al supermercado de la esquina y encargué una buena cantidad de todas las proteínas de la lista del tuitero. Tras aquello me sentí mejor. Y me puse a pensar en mi segundo problema: anticiparme al golpe.

Tenía en mi mano tres herramientas posibles. Debía pensar bien qué hacer.

Amén de los cinco mil euros (que revisé y di, definitivamente, por auténticos) y la bolsita con las pastillas azules que le había cogido al cadáver, del piso del tal Igor (sigámosle llamando así, aunque ese no sea su nombre) me había traído el manojo de llaves y las dos cartas sacadas del buzón. Coloqué todo sobre la mesa y estuve observándolo unos minutos. Finalmente, opté por los sobres. No tenían destinatario ni remitente. Eran corrientes, blancos, baratos. Respiré hondo un par de veces y abrí el primero.

—¡Bendito sea Dios! —exclamé. No era más que propaganda.

Abrí el segundo. Desgraciadamente, no informaba sobre ofertas de impresoras o faxes. Había una lista con dos columnas y seis líneas. En la primera columna, figuraban direcciones; en la segunda, cantidades, en cientos.

—¡Vaya, vaya, Igor, parece que no vendes aspas para molinos de viento! —volví a exclamar en voz alta.

Mis manos se dirigieron de inmediato a la bolsita de plástico. Era, como dije, un modelo con autocierre. La abrí y volqué su contenido sobre la mesa. Se trataba de pastillas pequeñas y panzudas, de color azul claro. Me recordaron a los caramelitos que tomaba mi abuela cuando le daba la tos. Aunque aquellas píldoras parecían mucho más lucrativas. Cogí una y levanté el brazo para enfrentarla a la luz y verla mejor. Llevaba grabada una V en el centro.

—¿Viagra? —aventuré extrañado. No suponía que con la comercialización ilegal de ese producto pudiera acumularse tanto dinero. Al fin y al cabo, los médicos lo dispensan con receta.

Permanecí un rato pensativo. Pero el tiempo pasaba y mi secretaria no tardaría en regresar de la peluquería. Decidí arriesgarme. Cogí el teléfono de Salomé, que había quedado sobre la mesa, y marqué el número de Igor.

Con quien Salomé había hablado era un ladrón que le había birlado el móvil. Los ladrones no son demasiado inteligentes, pero tampoco son tontos. Lo más probable es que no contestase, pero había que intentarlo. Este resultó más tonto que la media y me respondió a la primera.

—Oye, tía, yo no quiero saber nada, ¿vale?

—No soy ninguna tía, solo un amigo. Y quiero hablar contigo. No me cuelgues, tengo dinero que ofrecerte.

Durante unos instantes, no dijo nada. Se escuchaba música estridente cerca.

—Vale, tronco —contestó al fin.

—Verás, el novio de mi amiga, el fiambre, para que me entiendas, era…, en fin, que no era buena gente. Era… peligroso.

—Pues entonces a mí no me metas.

—Ya estás metido. Te metiste tú solito cuando le robaste. Y estás usando su móvil. Igual que yo te he encontrado, ellos te encontrarán. Lleva un localizador GPS.

—¡Me cago en la puta! Voy a…

—Tranquilo. Yo estoy aquí para arreglarlo. Escúchame: hay dos maneras de solucionar este embrollo. La primera es destruir ese teléfono cuanto antes. Saca la tarjeta, machácala y tira el resto a una basura, lo más lejos que puedas.

—¿Y qué saco yo con eso?

—Bueno, supongo que conservar la vida es un buen botín. Ahora que, si te parece poco, tengo otra opción. Te lo compro.

—Vale, tío. Quiero ochocientos euros.

—Voy a colgar.

—¡No, espera! Trescientos y es tuyo.

—¿Tienes algo más del muerto?

—Lo destruí todo. Lo quemé en un vertedero.

—¿Todo, el dinero también? —especulé. Resultaba lógico que el tipo llevara efectivo.

—Todo —mintió.

—Yo que tú lo cambiaría cuanto antes, no sea falso.

—¡Joder, me cago en la puta, vaya mala suerte! ¡Vale, te lo vendo por doscientos! ¿Sabes qué? Ese capullo no tenía siquiera un puto CD. ¡Un equipo de la leche y nada que escuchar, ¿lo comprendes?! Por cierto, tío, dile a su chica que le hubiera cerrado los ojos pero que no me atreví. Por la pasma, ya sabes…

—No te preocupes, lo comprendo. ¿Dónde quedamos?

—¿Qué tal en el cementerio? Quiero el dinero en billetes de verdad, ¿vale?

—¿En el cementerio? ¡Ni de coña! Soy abogado, no idiota. Voy a colgar…

—¡No, no cuelgues! Quedemos donde tú quieras.

Le di la dirección de una terraza en un sitio turístico y añadí:

—Ponte un pañuelo rojo, un trapo o lo que sea al cuello para que pueda distinguirte. Yo te localizaré… Por cierto, ¿tú sabes algo de drogas?

—¡Claro, tío, estás ante un experto!

—¿Te suenan unas pastillas pequeñas, azules, que tienen una V en el centro, y que brillan?

Se entretuvo unos segundos.

—Algo me suena, tío, pero no sé, cada día te chocas con cosas nuevas. Dicen que las traen de China. Allí las fabrican a cientos, porque los chungos de los chinos trabajan por la comida, y los productos químicos están tirados y al alcance…

Se quedó callado, colgado más bien. Pero yo estaba como un flan. Tenía delante una pequeña pista y no podía desaprovecharla.

—Si me cuentas algo más sobre esas pastillas, te doy doscientos veinte por el móvil.

—Dos cincuenta.

—Dos treinta y ni un duro más. Venga, suelta…

—Vale, te diré lo que sé… Yo nunca las he probado, tío, prefiero lo mío, pero he oído que andan por ahí unas lentejas azules por las que se pirran los jovencitos de corbata. Son casi puras, pero por una te pillan veinte euros… En quince minutos estoy allí: lleva mis doscientos cincuenta.

—Dos treinta, eso es en lo que hemos quedado —dije, enfadado.

—Vale, tío, tenía que intentarlo.