Mi profesión consiste en defender los derechos de unos frente a los desmanes y abusos de sus semejantes o de la propia Administración. No poseo más arma que la ley, loables letras cargadas de magia de siglos que llenan papeles contundentes que se encuadernan. Como ideas, son estimables. Como arma, en fin: un código lanzado a la cabeza, a lo sumo, provoca un chichón. Otra vez la dificultad con las palabras: lo que quiero decir es que defenderse de un invisible, intangible y desconocido enemigo resulta mucho más complicado que incoar un expediente o presentar una demanda. El decoro del juzgado, el crujido de las togas o los modos ancestrales de nada iban a servirme si el dueño del millón de euros y las pastillas azules decidía venir a por nosotros.
«Quizás nunca nos encuentren: hemos cubierto bien las huellas. Quizás tengan tantos millones que ni se den cuenta», me dije, mientras veía la lenta procesión de llaves en las manos de Salomé, aún en estado de shock. Cogía una, leía el nombre de la mujer en voz alta y dejaba el llavero sobre la mesa. Luego, agarraba otro, y otro, y, cuando acababa, volvía a empezar: «Elvira», «Susana», «Rosa», «Jennifer gorda», «Lupe», «Jennifer», «Carmen». Y «Salomé».
Había entornado las persianas y el flexo iluminaba solo parcialmente su rostro. Me fijé en ella detenidamente. Me pareció desvalida, más frágil de lo habitual.
«Estoy seguro de que superará esta experiencia: Salomé es una superviviente», me dije a mí mismo para tranquilizarme. Pero en ese mismo instante mi mente añadió una de esas frases que los que saben escribir encierran entre comas: «Si no la encuentran».
Siempre he pensado que, con lo que come, si Salomé no engorda más es porque se le van las calorías por la boca, de lo que habla, y por los ojos, de lo que llora. Como esta era ocasión de hablar y llorar y ella seguía en silencio, me preocupé e intenté que me contara qué pasaba por su mente.
—Salomé…
No me permitió continuar.
—Has demostrado mucha entereza, Efrén. Te admiro. No sabía que fueras tan valiente —me espetó, dejando por fin de jugar con las malditas llaves.
Su cumplido me resultó halagador, pero no eran momentos para detenerse en tonterías sentimentales.
—No hay nada que admirar. Tenemos que pensar. Venga, ¿por qué no vamos a tomar un poco el aire? Hoy hay una barbaridad de polen que aprovechar.
—No me apetece pensar, la verdad. Pero si me permites echarme un rato en el sofá, te lo agradecería mucho. Necesito dormir, desconectar.
—Por supuesto, como quieras. Traeré unas sábanas. Pero antes dime cómo te sientes: no has mentado palabra.
Habló lo justo y no dijo nada de lo que yo esperaba. No mencionó la palabra «miedo», aunque estaba seguro de que sudores fríos recorrían su espalda; no habló del bofetón ni de su novio, fiambre. Solo admitió que había estado ciega, que se sentía estúpida y que estaba muy sola.
—¡Fíjate si soy tonta que pensé que el amor se podía comprar con tetas de plástico!
Claro, a eso no podía responder. Pero, mirándola de frente, le dije, con todo el cariño del que fui capaz:
—Lo que dices no es cierto, nunca has estado sola. Yo he estado siempre a tu lado y, con lo gordo que estoy, eso es como tener a dos amigos en uno.
Me miró de soslayo. La fatiga enturbiaba sus ojos. Me levanté y busqué una sábana. La dejé acostada y fui a darme una ducha y a afeitarme. Aquella mañana había salido tan rápido de casa que no me había dado tiempo.
Cuando la navaja devolvió la suavidad a mi barbilla, me sentí mucho mejor.
Salomé estaba despierta cuando salí del cuarto de baño. Sentada en el sofá, con la espalda muy recta y las piernas juntas, miraba al infinito.
—¿No has podido descansar?
—No. Tenía que llamar a la peluquería.
A mí no se me había ocurrido, pero, desde luego, cambiar de aspecto era una gran idea. Se lo hice saber, pero ella no tenía en la cabeza lo mismo que yo.
—Me lo dijiste aquel día, el del short vaquero. Entonces no te creí, pero tenías razón. Ya no quiero parecerme a Marilyn. No quiero parecerme a nadie. Quiero ser invisible.
—Mujer, no te lo tomes así. Las cosas volverán pronto a ser lo que eran.
—No, esa Salomé ha muerto. Voy a enviar un mensaje…
Cuando la vi coger el móvil, caí en la cuenta.
—¡No lo hagas! Tenemos que darlo de baja. Anota los números que necesites. Compraremos otro y nos desharemos de ese. Por si acaso.
Asintió. Y se fue a la peluquería.