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La calle ZZZ no era exactamente una calle sino más bien una agrupación forzada de tres bloques de cemento de protección oficial, construidos junto a un polígono.

El número tres contaba con seis alturas. En las dos primeras, se ubicaban oficinas de todo tipo y pelaje, incluida una de detectives privados y dos de abogados laboralistas. Entraba y salía mucha gente, de modo que el primer asunto que me preocupaba (cómo acceder a la vivienda sin llave del portal) se solucionó por sí solo. Había escaleras y un ascensor. Cogimos este último. Salomé había dejado de llorar, pero su mejilla daba cada vez muestras más evidentes de haber sido golpeada. Recuerdo que fui yo el que le pregunté si tenía maquillaje que camuflara las evidencias y también que lo empleó sin protestar.

En el ascensor subieron dos personas más, un hombre y una mujer, pero solo nosotros descendimos en la tercera planta. El descansillo estaba vacío. No se escuchaban ruidos de fondo ni olía a comida, primer síntoma de habitabilidad humana (y no lo digo porque esté gordo). Nos detuvimos a observar las cuatro puertas, que carecían de letra. En dos de ellas faltaba el timbre. En su lugar todavía colgaban algunos cables de colores. Probamos con las otras dos. Acertamos con la segunda.

Salomé estaba muy nerviosa, pero, cuando escuchó el sonido de la puerta al girar sobre sus goznes, se descompuso de tal manera que hube de sujetarla para que no perdiera el equilibrio. En cuanto recuperó la compostura, entramos.

El piso, pequeño y luminoso, amueblado íntegramente con muebles baratos, era tan neutro como un catálogo. Contaba con un dormitorio con cama de matrimonio, sin colcha; un baño con ducha y una cocina blanca, equipada con lo esencial, unida al salón. Lo primero que hice (¡dichosa manía!) fue abrir el frigorífico. En su interior encontré una lata de caviar beluga; dos botellas de Moët & Chandon (una abierta, sin tapón, con una cucharilla dentro, y otra sin abrir); un trozo de pizza y cuatro yogures con fibra. Curiosas provisiones. Seguí por los estantes y cajones de la cocina: platos, vasos, algunos cubiertos…

Continué por los armarios del dormitorio: de perchas de plástico blanco colgaban trajes y camisas similares a los que Igor llevaba puestos; había ropa interior oscura, unos zapatos, un chándal gris y unas zapatillas deportivas marca Adidas… Nada fuera de lo común. Lo inusual lo encontré en la mesilla, cuyo cajón estaba sembrado de llaves. Había siete. Los llaveros, exactos a los que había encontrado en su bolsillo, eran de distintos colores, pero coincidían en algo: en cada etiqueta figuraba el nombre de una mujer. Cerré enseguida el cajón y empujé hacia el fondo las evidencias para que Salomé, que seguía en la cocina, no las viera.

Regresé a la sala.

Amén del sofá, de una televisión mediana y de una mesa lacada en blanco, en el salón solo había una estantería enorme, tan llena de libros que las baldas se habían combado. Me llamó la atención que tan ferviente lector no tuviera una novela en la mesilla, y me acerqué a ver los títulos. Eran muy variados, marcadamente voluminosos. Cogí uno: Historia del cine, de Pierre Leprohon. Pesaba mucho. Lo abrí y hube de sentarme.

Habían vaciado el interior. El espacio dejado por Fellini, Berlanga o Polanski había sido ocupado por fajos de billetes de cincuenta y veinte euros, con evidencias de uso. Parecían de curso legal. Vamos, que no se me antojaron falsos.

—¡Salomé! —chillé.

Llegó enseguida, el color de la cara como la cera: acababa de encontrar el manojo de llaves y darse cuenta del papel que había ocupado en la vida del tal Igor.

—¡Fíjate en esto!

Como no me contestó, y parecía a punto de un ataque, la puse a trabajar. Entretenerse es siempre un buen remedio para sacar a alguien de un shock. Mientras ella comprobaba los libros de la estantería, todos de similar contenido, yo me fui al frigorífico e hice una larga visita a la botella de champán. Cuando regresé, Salomé seguía sacando billetes y más billetes. El proceso nos ocupó varias horas. A las dos de la tarde, habíamos recolectado un millón trescientos doce mil euros y dos bolsas medianas llenas de pastillas azules, similares a las que llevaba el muerto en el pantalón. Las dos botellas de champán estaban vacías.

A Salomé le dio llorona.

—Me pavoneé delante de él, Efrén, como si fuera una… ¡Me dejé seducir por un canalla, por un delincuente!

Su rostro reflejaba bien las huellas de su dolor y parecían tan profundas que no le permití hablar más.

—No sigas torturándote. Igor pertenece ya al pasado. Hay que pasar página. Al menos, el bofetón no le ha salido gratis. Lo ha pagado con la vida y con la hacienda. ¿Qué vas a hacer con tanto dinero?

A aquellas alturas de la película, y sin hablarlo expresamente, habíamos decidido que se lo quedaría. Estaba claro que ese tal Igor no se llamaba Igor ni pensaba pedir matrimonio a mi secretaria. Toda su vida parecía un montaje, tan aislado de la realidad que nadie nos encontraría. Habíamos vuelto a colocar los libros, ya vacíos, en su sitio. El dinero lo metimos en dos bolsas de deporte que bajé a comprar (otra vez en un chino) y con mi pañuelo limpiamos todas las huellas que habíamos ido dejando por el piso.

—Es de los dos, ¿no? De no ser por ti, no estaríamos aquí. Yo jamás habría registrado el cadáver, ni, una vez aquí, hubiera mirado los libros. De modo que la mitad es tuyo.

—¡Ni hablar! Yo vivo de lo que gano y de nada más. ¡A saber de dónde procede ese dinero! ¿Nunca te contó nada?

Negó con la cabeza, con un rictus de dolor. Luego, rompió de nuevo a llorar.

—¡No puedes dejarme sola con esto! No sabría qué hacer.

—No hay nada que hacer. Olvídate de todo y piensa en las carísimas minifaldas que vas a comprarte con ese montón de dinero. —Me detuve un instante—. ¡Vaya, me estoy dando cuenta de que necesitaré otra secretaria-cocinera-criminóloga-amiga!

—¡Por supuesto que no, jamás abandonaré Romaní y asociados! Esa es mi vida. Pero te pediré una semana de vacaciones. Quiero volver a ser normal.

—¿Normal?

—¡Mírame, Efrén! ¿Te parecen normales? —me preguntó mientras se señalaba el busto—. ¡No contestes, sé la respuesta! Pero arreglar el desaguisado costaba otros dos mil, y no los tenía. Bueno, ahora ya los tengo. Estoy pensando que, de paso, me arreglaré los labios…

Me cogió desprevenido y tardé unos segundos en reaccionar, pero finalmente lo hice.

—¡De modo que no era por eficiencia!

—Obviamente, no. ¡Mira que eres tonto, jefe! Aunque, claro, más tonta soy yo, que me he liado con un delincuente.

De nuevo el llanto. Estábamos ya en el coche, de regreso a la ciudad. Supongo que ella lloraba por el engaño del tal Igor. Yo pensaba en el dinero. Mi primer impulso había sido equivocado: no deberíamos haberlo cogido. Nadie pierde un millón y pico y se queda tan pancho. Lo único que me consolaba era que nadie nos había visto, al menos eso me había parecido.

—Deberíamos pensar qué hacer con el dinero. No puedes dejarlo en casa, ni llevarlo contigo, ni ingresarlo en una cuenta corriente, porque te investigarían —le comuniqué. Giré la cabeza hacia ella. La falda apenas le cubría las piernas. Las tiene gordezuelas, pero bien torneadas. Tomé conciencia de que la estaba mirando de esa manera e inmediatamente volví a poner los ojos en la carretera y la mente en la conversación.

—Podríamos alquilar una caja de seguridad. Eso es lo que hacen en las películas —sugirió Salomé.

Lo de la caja de seguridad no era mala idea. Por otro lado, era la única con la que contábamos. De modo que, con las bolsas de deporte en la mano, fuimos a las oficinas centrales de los dos principales bancos de la capital, alquilamos sendas cajas y guardamos la mitad del dinero y una bolsa de pastillas en cada una. Retuvimos cinco mil euros para la operación de Salomé y regresamos al despacho.

¡Vaya! Acabo de darme cuenta de que he olvidado contar lo de la llave. La otra llave. Me parece haber dicho que en el llavero verde de Igor había dos, la de su casa y otra más pequeña. Como imaginaba, resultó la del buzón. Lo abrí y me llevé su contenido: dos sobres blancos.

Sin destinatario ni remitente.