De haber sido su abogado, me hubiera esforzado en persuadirla de que llamara de inmediato a la policía. Sin embargo, no lo era, de modo que me salté mis propios consejos y dejé que mi intuición tomara las riendas. No sabía quién era ese tío ni si, asociándole con su nombre, podría poner a mi socia en un brete. De modo que le dije que no hiciera nada y esperara a que yo llegara.
Caminé todo lo rápido que pude hasta el garaje, cogí el coche (arrancó a la primera, aunque lo utilizo de ciento en viento) y pasé a recoger por su casa a una Salomé bañada en lágrimas. Me esperaba en el portal. La encontré demacrada. Con la cara lavada, me pareció más vieja de lo habitual. Tenía los ojos hundidos en la cara, como si se los hubieran insertado a la fuerza, y, en su mejilla izquierda, destacaba una marca intensamente roja. Pasé la mano por su pelo teñido y rogué a Dios que pusiera en mi boca las palabras oportunas. Puedo asegurar que lo intenté con todas mis fuerzas, pero no me salió ninguna. En silencio, puse rumbo norte.
Tres cuartos de hora después, minuto arriba, minuto abajo, nos encontrábamos delante del olivo centenario en cuyo tronco el coche de Igor se había empotrado. Aparqué mi añoso Volvo en el arcén, peligrosamente escorado a la derecha. Dejé las ventanas abiertas para que el aire corriera y a Salomé dentro, tras persuadirla de que era preferible que no me acompañara: carecía de sentido que pasara por ese mal trago si, como había dicho el tipo de la llamada, su novio estaba muerto. Ni rezongó. Se recostó en el asiento, se limpió las lágrimas con un pañuelo de papel y cerró los ojos.
El asfalto apuntaba maneras, pero era temprano y todavía el calor resultaba soportable. Sin embargo, cuando, jadeante, logré sacar mi cuerpo del estrecho coche y avancé hacia el vehículo accidentado, ya tenía la camisa pegada a la espalda. La culpa la tiene el sobrepeso, que, ante el mínimo ejercicio físico, me hace transpirar abundantemente. No niego que pensar en lo que me esperaba acrecentó mi hipoxia, pero no quiero que se me entienda mal: a priori, la visión de un cadáver no debe provocarme mareos o náuseas. El único hermano de mi madre era forense. Murió joven, de un infarto, pero mientras vivía me llevó muchas veces a sus dominios. Me movía por ellos con total naturalidad. Por eso, cuando me acerqué a la puerta del copiloto, que estaba abierta, en mi ánimo pesaba más la curiosidad que el miedo, y, aunque reconozco que las piernas me temblaban un poco, me sorprendí de lo tranquilo que estaba.
Hundí las manos en los bolsillos para no caer en la tentación de tocar nada y observé detenidamente el interior del vehículo. Mis ojos se detuvieron primero en el cuerpo. No pude evitar dar un respingo al ver que el rostro del occiso (la parte que el airbag permitía ver) estaba plagado de esos minúsculos bichos negros que proceden de las cosechas recién segadas.
—De modo que tú eres Igor —le dije. Sus manos velludas permanecían férreamente asidas al volante. Llevaba un enorme sello de oro en la derecha.
Salomé no había llegado a presentármelo. Alegando que era tímido, y poco hablador, no había consentido que cenáramos juntos los tres. Ni siquiera cuando, por mi cumpleaños, los invité a almorzar a casa y le pedí que lo trajera. Visto lo visto, decidí no insistir.
Igor vestía un traje corriente en tonos beis, complementado con camisa blanca, sin corbata, y un cinturón de rejilla morado y negro; bastante hortera, a mi entender. Tenía la cara destrozada, pero se notaba que había sido un hombre bien plantado, rubio y de cierta envergadura. Respecto a la edad, esas cosas son difíciles de calcular, pero me pareció mayor que yo. En la parte no dañada de la cabeza, se percibía un pelo cortado milimétricamente al cepillo y un cuello de toro.
Lo que tuve por cierto nada más verle es que no tenía pinta de representante de alta tecnología aeronáutica. Aun así, y por cariño a Salomé, decidí comprobarlo rastreando la escena. A simple vista, en el coche no había nada. Quien fuera que lo hubiera encontrado antes de hablar con Salomé, lo había limpiado. Ayudado del pañuelo que siempre llevo en el bolsillo (una manía heredada de mi padre), apreté el botón y abrí el maletero. Encontré cinco mapas de distintas ciudades españolas y portuguesas. Por lo demás, impoluto. Después, revisé el contenido de la guantera, que estaba abierta. Solo hallé la documentación del coche y el duplicado del impreso de alquiler. Con sumo cuidado, lo desdoblé y leí su contenido. El contrato del Audi A6, matrícula 2375-FDT, estaba a nombre de un tal Hermenegildo Hernández Diego, natural de Estepona, con DNI español y domicilio en Málaga. Regresé a toda prisa al Volvo e interrogué a la pobre Salomé, que lloraba a mares, mientras se daba nerviosos masajes en la sien.
—¿Conoces a un tal Hermenegildo Hernández?
Levantó la vista y reflexionó unos instantes antes de contestar.
—No me suena, ¿por qué?
—El contrato de alquiler del vehículo figura a ese nombre. Vence esta tarde. Según el documento, debe ser devuelto en el aeropuerto de Barajas antes de las siete.
Abrió la boca como para decir algo y la cerró sin pronunciar palabra. Su cara mostraba un total desconcierto. Un segundo después estalló:
—¿Alquiler? No, estás equivocado. No es posible: me aseguró que el coche era de su propiedad. Y no me contó que pensara tomar un avión. ¿Estás seguro de que es él?
—Le han birlado la cartera, no hay más documentación. ¿Tienes alguna fotografía suya?
—No. Le disgustaban las fotografías. ¡Por el amor de Dios, qué horror!
Volví a la escena y haciendo de tripas corazón me dispuse a registrar el cuerpo. Entrecerré los ojos y tanteé los bolsillos de la americana y los pantalones. En estos últimos encontré una pequeña bolsa de plástico con cierre que contenía unas pastillas de color azul con tintes brillantes. En la chaqueta solo llevaba un paquete de cigarrillos de rubio americano, un mechero corriente y dos llaveros de plástico. El primero, de color rojo, solo tenía una llave y un identificador donde, en caligrafía deficiente, habían escrito: «Salomé». De color verde césped, el segundo contaba con dos llaves: una abría una cerradura de seguridad, probablemente de un piso; otra parecía de un buzón de correos o de un cajón de despacho. También contaba con identificador. En él, con bolígrafo, habían apuntado una dirección: ZZZ 3, 3D. No figuraba la ciudad.
De nuevo regresé junto a Salomé. Le entregué el llavero rojo de su casa.
—Sería mucha casualidad que hubiera dos Salomés, ¿no crees?
Asintió.
Le mostré el llavero de color verde.
—Dime, ¿te suena esta dirección?
Se quedó callada. Su silencio culpable me puso muy nervioso y me incitó a interrogarla de nuevo.
—¿Hay algo que yo deba saber? Lo digo porque la policía se personará aquí antes o después y sería interesante que no te guardaras información importante. Incluida la razón por la que tienes la mejilla como un cangrejo recién cocido.
Asintió varias veces, mientras cogía otro pañuelo de papel.
—De acuerdo, te lo contaré. Se me estropeó el aspirador, ¿sabes? Es uno muy bueno, pero de una marca extranjera, rarísima. Me dijeron que debía llevarlo a reparar al taller oficial, que está en la otra punta de la ciudad, en un suburbio cercano a un polígono… Bueno, es igual. No creo que eso importe ahora. El caso es que cogí un taxi y fui allí con el aspirador. ¿Y sabes lo que encontré junto al taller de reparaciones? —Se detuvo. Pero como estaba seguro de que no esperaba respuesta, me quedé callado—. ¡Pues el coche de Igor! Estaba allí aparcado, en esa calle…, precisamente en esa que acabas de leer.
A medida que mi socia desgranaba la historia, más me ponía en su piel.
—Imagino que, en cuanto entró por la puerta de tu casa, se lo echaste en cara y…
Dejó escapar un suspiro.
—Así es. Me aseguró que era imposible que le hubiera visto porque había estado fuera de la ciudad todo el día. «Habrás leído mal la matrícula», pontificó, como si yo fuera idiota. Pero no lo soy: lo comprobé varias veces y puedo asegurarte que era el suyo. Esta mañana, cuando me he despertado, se había ido.
—¿Y el bofetón?
Se mantuvo en silencio. Conozco ese silencio. En el despacho de Fulano, dos clientas me narraron entre susurros e hipos su historia, aunque ninguna de ellas estaba dispuesta a hacer nada para remediarla. Es casi una liturgia. Los militares tienen la suya, y también los curas. Los que maltratan a las mujeres poseen una muy especial. Consiste en convencerlas de que son ellas las que tienen la culpa de lo que sea que ocurra y que, por su bien, para que aprendan y mejoren, se ven en la obligación de golpearlas. Claro que ellos no quieren hacerlo, pero es su deber, porque las aman intensamente.
Repetí la pregunta.
—Me puse muy pesada, Efrén. Ya sabes lo tozuda que puedo llegar a ser, y, en fin…
El dichoso síndrome.
—¿Había pasado antes?
Otro silencio.
—¿Ocurrió antes? —insistí.
—Le gustaba el sexo duro, pero yo…
Se echó a llorar. No merecía la pena hacerla sufrir más: si seguía así, se deshidrataría. El cabrón había recibido su merecido.
—Bueno, no te preocupes. Ya pasó. Mira, tal y como yo lo veo, el tipo no parece trigo limpio. Ha muerto de un accidente, eso resulta evidente; aun así, lo investigarán. Creo que deberíamos salir de aquí cuanto antes y cruzar los dedos para que nadie te encuentre y te relacione con él. Yo seguiré de lejos las pesquisas de la policía; tengo algunos amigos que pueden ayudarme en eso…
—Me contestaron al móvil…
—Lo sé. Pero el chorizo que limpió el coche no querrá que su nombre salga a la luz. Además…, dejemos eso por ahora y…
No me dejó terminar de pergeñar el plan.
—¿Crees que podría tener su guarida en ese piso? Quizás necesitara un sitio donde guardar las cosas que vende.
—Es posible. Sí, es muy posible…
Durante otro puñado de segundos, todo fue silencio. Pero a aquellas horas, con el día crecido, el calor empezaba a resultar insoportable. El sol me pegaba en la espalda, que me ardía. Me metí en el coche, cerré las ventanas y encendí el aire acondicionado. ¡Bendito el que lo inventó!
—Volvemos a casa —sentencié.
—¿Te parezco inhumana si, antes de que lo encuentre la policía, vamos a echar un vistazo a esa dirección? Lo digo por si queda algo mío allí, algo que…
Su voz sonó acogedora, melosa. Eso es lo que suele hacer cuando quiere convencerme de algo que no está claro. Pero, en aquel caso, lo que decía no carecía de sentido.
—Como quieras, pero antes dime una cosa: ¿habéis hecho algo juntos? —atiné a decir, con cierta preocupación.
Su sonrisa, ligeramente ácida, me hizo darme cuenta de que no pensábamos en lo mismo.
—¡Hombre, Efrén, vivía en mi casa!
Grana es poco para definir de qué color se me tiñó el rostro.
—Me refiero a algún papel. Contratos, cuentas bancarias, matrimonio civil…
—No, nada. Nunca lo hubiera hecho sin consultarte.
Con esa miel en los labios, dejando al olivo con su cáncer en la barriga, dimos media vuelta y regresamos a la ciudad.